TE PERDONO
El que aprendió a perdonar lo aprendió todo
Marcelo LaffitteJerry PorterAutores
TE PERDONOCopyright © 2011 Marcelo Laffitte marcelolaffitte@gmail.com Editorial Amplitud Primera edición: Año 2004 Segunda Edición: Año 2011 Buenos Aires, Argentina. Todos los derechos reservados conforme a la ley. Prohibida la reproducción de esta obra, salvo en segmentos pequeños, sin la debida autorización de la autora o la editorial. ISBN 978-987-4435-78-1 (ePub) La edición en papel Diseño & Diagramación Estudio Qaio. DG. Pablo Gallo La edición digital Gastón Ferreyra
DIOS BENDICE A LOS PERDONADORES
SIEMPRE DIGO QUE SI EL EVANGELIO
QUE VIVIMOS Y PREDICAMOS
NO SE LLAMARA
EL “EVANGELIO DE JESUCRISTO”, SE LLAMARÍA EL “EVANGELIO DEL PERDÓN”, PORQUE TODO EN LA BIBLIA, GIRA EN TORNO A LA PALABRA PERDÓN. EL PERDÓN QUE DIOS ME PROPICIA, EL PERDÓN QUE YO LE OFREZCO AL QUE ME OFENDIÓ, Y EL PERDÓN QUE MI PRÓJIMO ME BRINDA CUANDO HUMILDEMENTE LE PIDO QUE ME PERDONE. TODO BROTA DEL AMOR DE DIOS Y DEL PERDÓN QUE ÉL NOS DA.
PERDONAR
ES EL GRAN VERBO
Sería bueno que cada cristiano tuviera un “cementerio” especial donde pudiera enterrar los defectos y errores de amigos y seres queridos.
He notado muchos conflictos y hasta divisiones en iglesias locales por falta de perdón. Creo que esa falta de perdón no solamente genera problemas espirituales muy serios en las personas, sino que también provoca daños físicos, sociales y emocionales.
Pero no solo quiero hablar de “perdonar a quienes nos ofenden”, sino también “cómo pedir perdón cuando somos nosotros quienes ofendemos”.
Todos –sin excepción- hemos sido, somos y seremos ofendidos. En las difíciles relaciones interpersonales, la ofensa es moneda corriente. Hoy nos ofenden, mañana ofenderemos nosotros. Por eso digo que la vida de los cristianos tendría que ser un intercambio permanente de perdón, amor y humilde comprensión. Porque ese perdón que hoy otorgamos, mañana vamos a necesitarlo para cubrir algún daño que nosotros provoquemos.
El ser humano es muy susceptible, muy sensible, cualquier pequeñez puede ofenderlo. Alguien no nos saluda como lo hace habitualmente, y ya nos enojamos. Ni qué hablar cuando nos insultan, nos rechazan o nos critican. Podemos dejar de hablarnos y hasta retirarle el saludo a una vecina, sencillamente porque sus hijos escuchan música fuerte o porque alguna vez, al lavar la acera, nos arrojó un poco de agua en el frente de nuestra casa.
Hay otras ofensas un poco más severas que ocurren muy a menudo: ese amigo que nos pide dinero y nunca más nos lo de- vuelve, o ese familiar que nos traiciona con una herencia. Y ni qué hablar del dolor que genera un adulterio. Como decíamos al comienzo, tristemente también se ve la ausencia de perdón en algunas congregaciones, generada, fundamentalmente, por razones de poder.
La buena noticia es que, como hijos de Dios, estamos capacitados para perdonar aún las ofensas más graves que pueda hacernos el hombre, y vivir una vida realmente libre de las opresiones que general el rencor.
Si hoy recibieras una carta de Dios de manos del arcángel Gabriel, donde Cristo te revelara cuál es su meta suprema para tu vida, ¿Qué crees que te diría? ¿Cuál piensas que es el objetivo mayor del Señor para nosotros?: ¿ser salvos? ¿Ir al cielo? ¿Ser santos? ¿Serle fieles? ¿Ganar a los perdidos? ¿Tener una comunión íntima con Él? ¿Dar gloria a Dios?
Él nos diría en esa carta: “Quiero que seas como yo, que tengas mi imagen”. Todo lo que podamos hablar sobre perdonar o pedir perdón está dentro de esta sencilla meta.
Nuestra meta suprema es ser como Cristo. Por el amor y la gracia de Dios, todo lo que Él permite que suceda en nuestras vidas es usado por nuestro Dios para modelarnos a su imagen.
Esta es la meta más alta de un cristiano. Todas las otras metas están incluidas dentro de esta: “si soy como Cristo entonces soy salvo”, “si soy como Cristo iré al cielo”, “si soy como Cristo seré santo”, “si soy como Cristo seré fiel”, “si soy como Cristo amaré al prójimo”, “si soy como Cristo daré gloria a Dios con mi vida”.
Todas las metas están incluidas en esa meta: la salvación, la justificación, la santificación, el crecimiento en gracia, la glorificación, todo esto será una realidad en nosotros si crecemos conforme a la imagen de Jesucristo.
Si vivo en la carne las consecuencias de ese estilo de vida serán: “Inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones...” (Gálatas 5:19-20, NVI)
Si en cambio logro, pese a mis imperfecciones, llevar mi vida por carriles espirituales, los frutos serán otros: “Amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio...” (Gálatas 5:22, NVI)
¿Podemos perdonar si estamos llenos de odios, de celos y de arrebatos de ira?
En cambio, qué distinta puede ser nuestra forma de reaccionar ante los errores de los demás, si nuestra vida está impregnada de amor, de paciencia y de dominio propio.
Pedro interrogó al Señor de una manera que más de uno de nosotros quisiera hacerlo:
-Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?
-No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete, le contestó Jesús (Mateo 18.21).
¿Qué quiso decirle con “setenta veces siete”? Le quiso significar: “Debes perdonar siempre, Pedro”
Jesucristo no solo predicaba y enseñaba esto, sino que también lo practicaba. Si miramos el Nuevo Testamento nos damos cuenta que se pasó la vida perdonando y perdonando. Pero lo interesante es ver, si analizamos los pasajes donde perdonaba, que Jesús lo hacía siempre de una manera muy particular: perdonaba por iniciativa propia.
El perdón por iniciativa propia es, justamente, el que Dios aprueba, es el perdón bíblico. ¿Y cómo es?
Tiene tres características muy claras: En primer lugar, es el perdón que se otorga por misericordia, sin que la otra persona tenga que venir a humillarse para pedir perdón.
En segundo lugar –y preste atención a esto- es el perdón que se brinda por amor, sin que la otra persona se lo merezca.
Y en tercer lugar, es el perdón que se da, por compasión, sin que la otra persona ni siquiera se dé cuenta que tiene que pedir perdón.
En el primero de los casos, perdonar cuando vienen a rogarnos que les perdonemos es lo que hacen muchas personas del mundo, no cristianas. Eso es fácil. Pero que el perdón surja de nosotros como expresión de un corazón lleno de luz, eso sí que es valioso.
El segundo punto es quizá el más difícil para nuestra naturaleza caída. Se requiere mucha grandeza para perdonar a alguien que realmente no merece ese perdón. Pero cuando el bendito Espíritu Santo gobierna nuestros actos, es posible. Y a la vez maravilloso.
Y el tercer caso se refiere a ese tipo de personas que quizá sin darse mucha cuenta nos lastiman fuertemente con una frase, con una actitud o con una crítica. No han tomado conciencia del dolor que nos han provocado y, por ende, jamás vendrían a pedirnos perdón. En estos casos, antes que crezca en nosotros una raíz de amargura, debemos perdonar por iniciativa propia.
El Señor nos enseña: “En lo que dependa de vosotros, estad en paz con todas las personas” Romanos 12:18.
Habrá veces en que nuestra actitud de perdonar no será recibida por la otra parte. Será penosa esa situación, pero ya habremos hecho lo que Dios nos pide, o sea, lo que depende de nuestra acción.
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