1 ...8 9 10 12 13 14 ...19 Así las cosas, en vez de discutir si la prensa o los medios deben o no decir la verdad, la pregunta que cabe plantear, desde el punto de vista legal, es la siguiente: ¿cuál es el estándar de cuidado al que debe estar sometida la prensa cuando averigua informaciones y las difunde? ¿Debe la prensa tener el cuidado de un académico que revisa exhaustivamente el conocimiento disponible antes de emitir sus propias opiniones o el deber de un científico que, con todo el tiempo del mundo a su disposición, verifica sus hipótesis, las somete a prueba, y las dialoga con sus colegas antes de darlas a conocer? Como se adivina, someter a la prensa a tamaños deberes respecto de la información que difunde es un exceso incompatible con las exigencias del oficio y de la industria. Si la cautela meticulosa es una virtud tratándose de un científico o de un académico, esa misma cautela es un vicio paralizante cuando se trata de la prensa en condiciones modernas y los diarios, en vez de salir día a día, debieran entonces ser reemplazados por publicaciones anuales, cuyas informaciones fueran testeadas hasta la exageración y el soporte instantáneo de internet estaría de más o, por la rapidez que requiere, estaría erizado de peligros. Ese es, claro está, un mundo posible; pero es un mundo incompatible con la prensa y con el oficio periodístico. La prensa tiene pues un deber de diligencia a la hora de informar; pero no pesa sobre ella el deber de decir la verdad, la responsabilidad objetiva de brindarla.
Esa conclusión suele ser malentendida por los periodistas que piensan que ella deteriora uno de los principios éticos de su oficio y por los políticos que creen que de esa forma están indefensos frente a la prensa; pero basta examinar un caso límite para comprender cuán razonable es este principio.
Se trata del caso The New York Times contra L. B. Sullivan que se llevó ante la Suprema Corte Norteamericana y que se ha constituido en un paradigma al que en general se recurre, en el derecho comparado, cuando se trata de este tipo de materias.
Todo comenzó la tarde del 23 de marzo de 1960. Ese día un señor de nombre John Murray fue al edificio del The New York Times, subió hasta el segundo piso, y pagó un aviso a página completa. La solicitud era a nombre del «Comité de defensa Martin Luther King y la lucha por la libertad en el Sur». El diario sometía a revisión los avisos y las inserciones para evitar que tuvieran «ataques de un carácter personal» y en este caso, una vez leído el texto por el departamento respectivo, fue aprobado.
El 29 de Marzo de 1960, desplegado en la página 25 del The New York Times, apareció el anuncio que llevaba la firma de 64 personalidades entre las cuales estaban Sammy Davis Jr y Eleanor Roosevelt. Llevaba por título Heed Their Rising Voices (Presta atención a sus voces que se elevan) una frase tomada de un editorial del propio periódico del 19 de marzo que el aviso citaba textual en la esquina superior derecha. «Como todo el mundo sabe —comenzaba diciendo la parte central del aviso— miles de estudiantes negros del sur están comprometidos en una amplia protesta no violenta en favor de la dignidad humana garantizada por la Constitución…». Sin embargo, continuaba, han sido recibidos por «una ola de terror sin precedentes». Uno de los párrafos relataba cómo la policía rodeó el campus de la Universidad Estatal de Alabama y encerró a algunos estudiantes en el comedor «para intentar rendirles por hambre». El texto mencionaba a los «sureños que infringían la Constitución». Y sin nombrar a nadie en particular denunciaban que Martin Luther King había sido amedrentado con violencia e intimidación. Incluso, agregaba, han atentado contra su vida y la de su mujer e hija mediante una bomba.
Fue ese el comienzo de un conflicto que marcó un hito en la libertad de expresión y amenazó de paso la propia existencia de The New York Times.
La circulación de The New York Times alcanzaba por esos días a 650.000 copias y de ellas apenas unos cientos llegaron a suscriptores de Alabama. Entre ellos se encontraba un periódico local que el día 5 de abril de 1960 describió el aviso y su contenido firmado, decía, por un «grupo de liberales». El periódico local subrayó especialmente la parte donde se decía que los estudiantes habían sido encerrados para rendirlos por hambre.
Los hechos que el aviso relataba y que el periódico local se encargó de citar, y otros peores, ocurrían, por supuesto, en Alabama por aquellos años inflamados de intolerancia. Pero la información que contenía el aviso del prestigioso The New York Times resultó ser, en este caso, falsa. Sullivan —el comisionado de quien dependía la policía— demandó al diario por difamación, por ensuciarlo indirectamente con mentiras. El gobernador de Alabama John M. Patterson, por su parte, quien cumplía funciones en el Consejo Educativo, hizo lo mismo. El diario se exponía a una demanda por daños que ascendía a tres millones de dólares. La ley que contemplaba la responsabilidad por difamación permitía hubiese una retractación formal. En este caso la hubo respecto del gobernador Patterson. The New York Times dijo que las afirmaciones factuales que el anuncio contenía estaban en una inserción y no habían sido reporteadas por su periodistas y que el diario tampoco había dado a entender, en modo alguno, que las avalara. Agregaba que no había imputaciones personales en el aviso. Y en cualquier caso declaraba que ningún lector de buena fe leería en el aviso una imputación al gobernador a quien daba, además, excusas.
Sullivan entonces demandó por difamación por medio millón de dólares a los ministros religiosos que aparecían firmando el aviso y al periódico.
El juicio (a pesar de los alegatos de The New York Times de que no podía ser llevado ante una Corte de un estado que no era el suyo y con el que no tenía vínculos sustantivos) se llevó a cabo y comenzó con la elección del jurado de un panel de 36 candidatos de los cuales apenas dos eran de color. Luego de la presentación del caso y la declaración de los testigos para probar la difamación alegada, el jurado ocupó dos horas y veinte minutos para decidir el caso a favor de los demandantes. Acabó en una condena para el diario. Podemos imaginar a Sullivan satisfecho luego de ese fallo que, sin duda, reparaba en parte su reputación y la de la policía que él debía indirectamente supervisar. La Corte de Alabama confirmó ese fallo, agregando que The New York Times había mostrado «irresponsabilidad» al incluir material que si lo hubiera verificado concienzudamente habría advertido que contenía falsedades. La libertad de expresión, concluyó, no ampara expresiones difamatorias.
The New York Times entonces parecía no tener salida. Esos montos de indemnización, gigantescos para la época, inhibirían el futuro de la libertad de expresión y al mismo diario. Había sin embargo una alternativa. Ella consistía en lograr que la Suprema Corte revisara el caso. Para ello el diario alegó que la ley de Alabama era contraria a la Primera Enmienda. En el derecho estadounidense la Suprema Corte escoge los casos que considerará. Fue lo que ocurrió en esta ocasión cuando los abogados del periódico citaron casos de fines del siglo XVIII que Jefferson había amnistiado por considerar que eran contrarios a la libertad de expresión. La Corte decidió verificar si la ley de Alabama era o no acorde con el derecho a la libertad de expresión.
La Suprema Corte consideró que las leyes en las que se basaba el fallo de Alabama violaban la libertad de expresión a la que The New York Times tenía derecho.
Es un fallo, a primera vista, sorprendente. ¿Acaso el periódico no había mentido salpicando así la honra de Sullivan? ¿Por qué entonces dejarlo exento de toda responsabilidad? En tiempos en los que, en nuestro país, se comienza a descreer de la prensa —y el debate sobre la protección de las identidades puede acabar inhibiéndola— quizá resulte útil analizar algunos de los argumentos que la Corte esgrimió entonces para no condenar a The New York Times. Quizá, así, podamos aprender algo de las relaciones que, en una sociedad abierta, existen entre la prensa y la verdad.
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