Carlos Peña - Ideas periódicas

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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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Pero junto a ese vínculo moral, la democracia y la libertad de expresión se reúnen también en un fenómeno institucional que es típicamente moderno.

Uno de los autores que más lo ha subrayado es Jürgen Habermas, quien sugiere que la democracia reposa sobre el diálogo que, acerca de los asuntos comunes, los individuos llevan adelante bajo condiciones de igualdad. El diálogo y el debate público sobre los asuntos que nos son comunes, sería la base de la democracia. Ahora bien, continúa, en condiciones modernas ese diálogo solo es posible si existe una esfera, distinta del estado, en la que la información circule para ser sometida al raciocinio de los ciudadanos. Esa esfera es la esfera pública, una conquista más o menos reciente de las sociedades occidentales y capitalistas que casi coincide, dijo Habermas, con la aparición de la prensa.

Habermas sostiene además, que el capitalismo del siglo XVI no solo contribuyó a cambiar la forma de organizar y distribuir el poder político (nada menos que el surgimiento de lo que hasta hoy día llamamos estado) sino que además dio origen al surgimiento de un especial ámbito de sociabilidad que, hasta ese momento, no había logrado expandirse: la esfera pública. Y solo existía, por decirlo así, el ámbito de la autoridad pública (el conjunto de organismos y procedimientos mediante los que se administra el uso de la fuerza) y el ámbito de las relaciones privadas (que incluía las relaciones íntimas y las relaciones mercantiles). Entre ambas esferas surgió un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común. Esta esfera pública no era parte ni del estado, ni del mercado, sino un ámbito en el que se ejercitaba eso que Kant había llamado uso público de la razón, una de cuyas condiciones institucionales sería, justamente, la libertad de expresión.

Habermas sugiere que la aparición de la esfera pública —íntimamente vinculada, como dijimos, al surgimiento de la industria de la prensa— influyó de manera muy relevante en la fisonomía del poder político, en la importancia política de la libertad de expresión y en la configuración del estado nacional moderno. Sometidos al escrutinio público y a la deliberación ciudadana, quienes ejercían el monopolio de la fuerza se vieron expuestos, mediante la palabra y el diálogo de los ciudadanos, a nuevas formas de control.

Son conocidas las diversas correcciones y críticas que ha recibido el planteamiento de Habermas desde el punto de vista de su descripción histórica y sociológica; pero, incluso después de todas esas críticas, subsiste el modelo normativo: la idea que la deliberación entre ciudadanos iguales, que es la base de la voluntad común y de la soberanía popular, exige el imperio de la libertad de expresión y que entonces ella no se justifica solamente como parte de los intereses auto expresivos del individuo.

Para decirlo de otra forma: existen vínculos estrechos entre la libertad de expresión y la democracia, porque la democracia no se agota ni resulta coincidente con el solo imperio de la regla de la mayoría. La democracia requiere, para existir, que la información circule con total libertad para que así los ciudadanos puedan dialogar y deliberar acerca del mundo que tienen en común. La democracia reposa sobre el diálogo de los ciudadanos y no es simplemente el imperio de la mayoría. La regla de la mayoría es una forma de zanjar el debate pleno entre los ciudadanos, no una forma de sustituir o reemplazar ese debate. Y ese debate o diálogo solo es posible en condiciones modernas allí donde existe una esfera de medios de comunicación independientes y plurales. Sin esos medios, los ciudadanos en las sociedades modernas son ciegos, son sordos y son mudos y la democracia en esas condiciones no es simplemente posible.

Los países de Latinoamérica saben perfectamente cuán correcto es ese punto de vista que insinúa Habermas. En estos países es frecuente que con el disfraz de la mayoría se instalen regímenes autoritarios, verdaderas dictaduras plebiscitarias, que niegan a los ciudadanos el acceso al diálogo público y a la información por la vía de restringir el mercado de los medios.

Existen razones de veras muy fuertes en favor de la libertad de expresión y casi todas ellas, como hemos visto, las inspira Spinoza. ¿Hay límites a esta libertad?

Al inicio vimos que la ilustración moderada, a la que pertenecían Voltaire y Federico II, eran partidarios de restringir la libertad de expresión. Ellos pensaban que la mayoría ignorante podía dejarse fácilmente engatusar con mentiras o supercherías que era mejor evitarles mientras alcanzaban un nivel razonable de educación y creyeron que el poder estatal requería que ciertas verdades no se discutieran.

Esos argumentos serían hoy, por supuesto, inaceptables; pero ello no significa que la libertad de expresión no cuente con algunos límites. ¿Cuáles serían esos?

La mejor manera de examinar este problema es revisar el debate cotidiano que se da a propósito de la prensa. Después de todo, este es el ámbito donde se ejercita de manera más sistemática e influyente la libre expresión.

Por supuesto el debate sobre los límites de la libertad de expresión es distinto al problema de la responsabilidad. Nadie discute que el ejercicio de la libertad de expresión supone o genera responsabilidad: el problema de los límites equivale a examinar dónde se traza la línea que da origen a esa responsabilidad más que a analizar el contenido de esta última. La libertad de expresión (y lo mismo ha de decirse de la libertad a secas) no se concibe sin alguna forma de responsabilidad y ello ocurre seguramente porque, como enseñaba Kant en el conocido argumento trascendental, si nos tratamos como personas libres es porque primero nos experimentamos como responsables.

Hay al menos tres argumentos que suelen esgrimirse para ponerle cortapisas a la libertad de expresión. No son estos, claro está, todos los que existen; pero sí son los argumentos que sirven casi de paradigma a este debate. El primero es un argumento ético, el segundo es político y el tercero es uno estrictamente jurídico. ¿Qué dicen esos argumentos?

Estas consideraciones a favor de los límites a la libertad de expresión son, como veremos, extremadamente engañosas y en la mayor parte de los países sirven a veces de pretextos para amagar la libertad de expresión o sofocarla. Por eso, más que razones sensatas a favor de los límites de la libertad de expresión (que es lo que aparentan) son, las más de las veces, amenazas a su libre ejercicio.

El argumento que vamos a llamar ético consiste en sostener que el deber de la prensa es decir la verdad y que el ejercicio de la libertad de expresión encuentra en ese deber un límite que no podría ser sobrepasado. A primera vista, se trata de un argumento irrefutable. ¿Quién podría esgrimir la libertad para mentir, falsear los hechos, difamar o salpicar las vidas ajenas? Se trata, sin embargo, de un argumento desgraciadamente engañoso. El deber de la prensa es el de no mentir de manera deliberada o intencional, pero ese deber no es equivalente al deber de decir la verdad. Si un medio emite noticias falsas de manera deliberada, entonces no cabe duda, debe responder civilmente de los perjuicios civiles que con ello cause; pero si un medio emite o difunde entre el público noticias falsas, noticias que no se corresponden con los hechos, pero lo hace por mero descuido, como producto de las urgencias del oficio periodístico, entonces no debe responder aunque haya causado daño o difamado objetivamente. Esto no debe extrañar. Desde el punto de vista legal, usted no responde por el mero hecho de causar daño, sino que usted responde cuando causa daño como resultado de haber abandonado un cierto deber de conducta. Es la infracción de un deber de cuidado lo que origina la responsabilidad y, por lo mismo no basta la mera causa del daño para que la prensa deba responder.

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