Carlos Peña - Ideas periódicas

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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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La conclusión del argumento de Spinoza es que la libertad de expresión o de prensa tiene un valor en sí mismo, un valor intrínseco y no en cambio un valor extrínseco o derivado de los fines que mediante ella se alcanzarían.

Algo tiene un valor intrínseco cuando se le estima al margen de los resultados que con él se obtengan. La dignidad es un rasgo intrínseco de los seres humanos porque todos somos dignos aunque algunos sean torpes, otros malvados, aquellos estúpidos o estos inteligentes y al margen del tipo de vida que logremos alcanzar. En cambio, hay otras cosas cuyo valor es extrínseco, puramente instrumental. La inteligencia, pensó otro autor, es un ejemplo de valor instrumental puesto que puede ser usada para hacer cosas buenas o en cambio para cometer malas. Luego el valor de la inteligencia no radica en ella sino que es un valor transferido desde el resultado que a su través se logra.

Si usted cree que la libertad de expresión tiene un valor puramente extrínseco —es lo que ocurría, según Kant, con la inteligencia— entonces usted debiera aceptar que se la restrinja si de esa forma se obtiene un mejor resultado que el que se alcanzaría al permitir que se la ejerza. Si por ejemplo usted cree que lo que justifica el valor de la libre expresión es que con ella se alcanza la verdad, entonces usted debiera aceptar que es indiferente que ella no exista en aquellas actividades que no la buscan, como ocurre, por ejemplo, con algunas formas de concebir el arte. Y si se descubriera que la verdad no se alcanza mediante el diálogo y la discusión abierta, sino que ella la poseen algunos seres humanos que tienen línea directa con la realidad —como alguna vez se creyó— entonces la libertad de expresión tampoco importaría.

Spinoza creía en cambio que la libertad de expresión tenía un valor intrínseco, que valía en sí misma, al margen de lo que con ella se alcanzara. Ello ocurría porque para él, tal como se mencionó, en esa libertad se expresaba una característica inherente a la condición humana, un rasgo constitutivo que estaba distribuido igualmente entre todos los seres humanos, de manera que negarla equivalía a negar la igualdad o la particular índole de lo que somos. La libertad de expresión no tenía por objeto favorecer la búsqueda de la verdad o alcanzar una cierta utilidad específica —aunque esas cosas también se lograban con ella— sino ante todo respetar a los individuos en lo que eran.

Ese argumento a favor de la libertad de expresión que formuló Spinoza vuelve una y otra vez, en varias versiones, en casi toda la literatura posterior.

John Stuart Mill, por ejemplo, esgrimió variados argumentos a favor de la libertad de expresión, la mayor parte de los cuales eran meramente instrumentales. La libertad de expresión se justificaba por las consecuencias que producía: la falibilidad humana aconsejaría no hacer oídos sordos a las opiniones ajenas; la verdad siempre se alcanzaría a retazos; el valor de la racionalidad nos obligaría a sostener la verdad, pero también a evitar el prejuicio; nuestras creencias, se harían más vigorosas y fuertes en el encuentro con otras.

Esas son algunas de las razones que Mill esgrimió, pero la que todavía hoy sigue prevaleciendo es el argumento de la autonomía. A la luz de este argumento la libre expresión posee un valor intrínseco.

Los seres humanos, dijo Mill, podemos tolerar limitaciones a una serie casi ilimitada de actos siempre que cuenten con la debida justificación utilitarista o instrumental. En otras palabras, él pensaba que si el interés de la mayoría lo justificaba, era razonable imponer restricciones a los actos individuales de toda índole. Sin embargo, no extendió ese mismo argumento hacia la libertad de expresión. ¿Por qué los actos expresivos no admiten el mismo tratamiento que otros tipos de actos? No lo admiten, explica Mill en su escrito sobre utilitarismo, porque ello importaría negar nuestra calidad de persona autónoma. Mill piensa que los límites a la libertad de expresión son indebidos porque serían incompatibles con la autonomía: con la capacidad, que debemos reconocernos mutuamente, de juzgar cada uno por sí mismo la información que tiene a su alcance y en base a ella tomar sus propias decisiones.

Pero J. S. Mill no es el único que ha argumentado a favor de la libertad de expresión. Hay autores, como Kant, por ejemplo, que fueron víctimas de la censura, y que, quizá por eso mismo, se preocuparon con especial deleite de proveer razones para que ella no pudiera ser justificada. Y su argumento tampoco es muy distinto al de Spinoza.

La libertad de expresión sugiere Kant, o como él prefiere llamarla, la libertad de pluma o de crítica, es un homenaje a la igualdad entre los seres humanos. Si cada ser humano, si cada hombre o cada mujer, posee la misma capacidad de discernimiento, si ninguno, por decirlo así, tiene línea directa con la realidad o con la providencia, si nadie recibe los secretos de la naturaleza al oído, si todos, a fin de cuentas, poseemos la misma capacidad cognoscitiva, ¿por qué habríamos de aceptar que algunos pudieren hacer callar a otros, pretendiendo que lo que dicen es maligno, estúpido, corruptor o que no vale la pena? Si la capacidad de discernimiento fue distribuida por igual entre todos los seres humanos, si cada hombre o mujer, al margen de su etnia o de sus características físicas o de fortuna, posee la misma posibilidad que cualesquier otro de conocer y de modelar el mundo ¿por qué habríamos de tolerar que quienes ejercen el poder puedan diagnosticar qué puede ser dicho y qué no? Todas estas razones llevaron a Kant a pensar que la libertad para discernir y expresarse era parte consustancial de la república, de ese modo de vida que reconoce a todos los seres humanos una igual condición.

Pero no son solo la autonomía y la igualdad los principios con los cuales la libertad de expresión se encuentra íntimamente enlazada. Joseph Raz, por ejemplo, ha sostenido que la libertad de expresión es una parte consustancial de la diversidad humana. Uno de los rasgos más notorios de las sociedades contemporáneas lo constituye la proliferación de las formas de vida: los hombres y mujeres organizan su destino al amparo de diversas costumbres y de diversos dioses y cada vez más aspiran a salir de las sombras de lo privado para comparecer en la plenitud de lo que son en el espacio de lo público. Desde las minorías indígenas, a las diversas admoniciones religiosas, todas ellas aspiran, por igual, a manifestarse en la esfera de la vida en común. La libertad de expresión sugiere Raz, permite que las más variopintas formas de vida puedan expresarse, salir de la clandestinidad y del enclaustramiento para darse a conocer a los demás. Y cuando ello ocurre, concluye, la vida de todos es la que se enriquece.

Como se ve, sobran las razones a favor de la libertad de expresión. Sin ella, la autonomía simplemente no existe; la igualdad es maltratada; y la diversidad se oscurece y se sofoca.

Lo anterior no permite, sin embargo, trazar un vínculo firme y seguro entre la democracia como forma de convivencia y la libertad de expresión. Hoy día sabemos, por supuesto, que la democracia y la libertad de expresión van de la mano y que por eso, cuando caen, lo hacen juntas; pero lo que cabe preguntarse es cuál es precisamente la razón de esa conexión y las consecuencias prácticas que de él se siguen.

¿Cuál es el vínculo exacto que permite explicar que la democracia y la libertad de expresión vayan de la mano? El vínculo entre la libertad de expresión y la democracia es doble: es moral y a la vez institucional.

La libertad de expresión y la democracia comparten el mismo fundamento moral. La regla de la mayoría que caracteriza a la democracia no es el fundamento final de esta última. Si lo fuera, aceptaríamos que la mayoría pudiera decidir cualquier cosa y la consideraríamos correcta desde el punto de vista democrático. Pero hay algo erróneo en considerar democrática una decisión que, aunque adoptada por una amplia mayoría, considere que una etnia o una cultura específica no sean plenamente humanas, como ocurrió con el ascenso del nazismo. Llamar a esa decisión democrática o a Hitler un demócrata por haber obtenido la mayoría a favor de sus ideas tiene algo de torcido. Más bien, creemos que una decisión democrática posee ciertos límites morales, como la dignidad humana por ejemplo, lo que probaría que preferimos la regla de la mayoría porque es la que mejor se adecua a un cierto ideal o imagen moral. ¿Cuál sería esa? Se trataría de la imagen de los seres humanos como iguales, como individuos provistos todos de la misma capacidad de decidir. Los procesos electorales democráticos hacen realidad esa imagen conforme a la cual todos somos iguales en nuestra capacidad de decisión, en la posibilidad de decidir qué curso, entre los varios disponibles, habrá de seguir nuestra vida. Preferimos entonces la democracia porque ella permite que los individuos ejerciten su condición de iguales. Ahora bien, esta fundamentación de la democracia es la misma que, como vimos, esgrime Spinoza y los autores posteriores a favor de la libertad de prensa. Así la libertad de expresión y la democracia van unidas, y cuando se desploman lo hacen juntas, porque poseen el mismo fundamento moral. Decirse demócrata y a la vez creer que hay buenas razones para la censura o el control de la opinión es un oxímoron, una contradicción en sí misma.

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