Es probable que lo que hoy se llama «opinión pública» sea un fenómeno en el que, según los momentos de que se trate, predomina una u otra de esas dimensiones.
Por ejemplo, no cabe duda, que hay momentos (hoy son la mayoría) en los que predomina la opinión pública concebida como ley de la moda, esos momentos en que los partícipes de la vida social simplemente buscan el reconocimiento. Y hay otros en los que la vida en común (como es de esperar ocurra en un momento constitucional) se vuelve más reflexiva, como si quisiera estar a la altura del ideal kantiano. Pero fuere como fuere, la verdad es que siempre subyace a la esfera pública eso que observaba Ortega, ese sedimento de creencias que orientan inconscientemente la vida de las personas y que, cuando el político logra adivinarlas y acompasarse a ellas, se gana rápidamente su confianza.
¿Tiene algún valor específico la opinión pública?
Por supuesto que sí, sin ella la democracia no sería posible; aunque hay quienes advierten acerca de sus problemas y rozan el desdén.
Para Martin Heidegger la comunicación, incluida la de los diarios o la de la televisión, está amenazada por la «habladuría» cuyo portador sería lo que él llama «el Uno». Heidegger no emplea el concepto de opinión pública; en vez emplea el término «das Man», el uno. Con ese término alude a ese sujeto que es todos y es nadie y al que llamamos opinión pública. Y así decimos «uno piensa que….» aludiendo no al punto de vista de alguien en particular, sino al que atribuimos a aquello que es predominante en la sociedad. Ortega usa un concepto similar, «la gente». Cuando en español decimos «la gente cree esto o aquello», o «así es la gente», no hablamos de nadie en particular, estamos aludiendo al das Man heideggeriano, esa medianía que nos exonera del peso de pensar o decidir siempre por nosotros mismos.
Pues bien, este autor no emplea el concepto de «habladuría» para referirse al cotilleo, al voyerismo o la nota de farándula, sino para designar una característica del discurso humano: el hecho que cuando hablamos nos entendemos gracias a que compartimos muchas cosas que no expresamos. Como para comunicarse los seres humanos deben compartir conceptos (para entendernos debe haber entre nosotros una especie de pacto verbal, un entendimiento tácito que es previo a la palabra) el discurso siempre arriesga el peligro de confirmar los sobreentendidos más que abrirse a cosas nuevas. «Más que comprender —dice Heidegger— se presta oídos solo a lo hablado en cuanto tal». En otras palabras, el discurso en los medios estaría siempre amenazado por la habladuría: la tendencia a buscar en lo que se oye o se lee la confirmación de esos prejuicios o creencias que subyacen a la comunidad lingüística. Un ejemplo que Heidegger no llegó a conocer, pero que sin duda habría citado en apoyo de su tesis, son el de Twitter y las redes sociales. Un vistazo a esas redes muestra la habladuría heideggeriana. En ellas solo se presta oídos a lo hablado en cuanto tal, buscando confirmar lo que ya se creía de antemano.
Heidegger no es propiamente un escéptico acerca de la opinión pública; pero evita ver en ella un puro ejercicio de racionalidad transparente, un juicio meditado.
Lo irónico, sin embargo, es que para su última intervención pública eligió a un periódico semanal, Der Spiegel. Y allí dijo que solo un Dios podría salvarnos. Es curioso, y habla de la fuerza que posee la prensa escrita, que una de las mentes que miró con mayor distancia a la opinión pública y al diario, acabara recurriendo a la misma prensa para anunciar un hecho tan fundamental.
Tal vez lo que Heidegger quiso decir fue que si un Dios no venía en nuestro auxilio, siempre estaba la prensa y el periódico para seguir buscando alguna puerta de escape.
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
¿Por qué importa la libertad de expresión? ¿Por qué, si parecemos dispuestos a aceptar limitaciones en variadas esferas de la vida, nos resistimos sin embargo, a establecer límites para lo que decimos, escribimos o hablamos? Responder esta pregunta ayuda a entender por qué es incorrecto castigar lo que hoy se llama negacionismo o disciplinar el lenguaje atendiendo a lo que es políticamente correcto.
Quizá la más famosa defensa de la libertad de expresión se contenga en una frase que habría escrito Voltaire: «Desapruebo tus ideas, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarlas». En ella se manifiesta de manera elocuente que el valor de proferir o pronunciar un discurso es independiente de la verdad de su contenido; que una cosa es estar de acuerdo o no con lo que alguien dice, otra es defender la posibilidad que lo diga.
Sí, no cabe duda, es una muy buena frase.
El problema es que Voltaire no la dijo.
La frase fue puesta en boca de Voltaire por Evelyn Beatrice Hall, el seudónimo de S.G. Tallentyre en The Friends of Voltaire (Los amigos de Voltaire) un libro publicado el año 1906. Allí se describe la reacción que habría tenido Voltaire luego que De L´esprit escrita por Helvetius fuera condenada, censurada por la universidad y quemada. Evelyn Beatrice Hall relata:
Lo que el libro nunca pudo haber hecho por sí mismo o por su autor, la persecución lo hizo por ambos. De L´esprit no se convirtió en el éxito de una temporada, sino en uno de los libros más famosos del siglo. Los hombres que lo habían odiado y que no habían amado particularmente a Helvetius, ahora lo rodeaban. Voltaire le perdonó todas las heridas, intencionadas o no. «¡Qué alboroto por una tortilla!», había exclamado cuando se enteró del incendio. «¡Qué abominablemente injusto perseguir a un hombre por una insignificancia tan ligera como ésa! Desapruebo lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», fue su actitud ahora…
Como se ve, la frase solo describe una supuesta actitud de Voltaire.
Tampoco Voltaire fue un defensor a ultranza de esa libertad. En realidad, era partidario de que las masas o el gran público se mantuvieran en una relativa ignorancia. En eso Voltaire acompañó muy de cerca a Federico II que no tenía empacho en practicar la censura hasta que el pueblo, sostuvo, estuviera completamente educado.
Voltaire y Federico II fueron ilustrados, pero eran ilustrados moderados, no radicales. Ellos creyeron que la capacidad de comprender un discurso distinguiendo en él lo que era correcto de lo que no, dependía de la educación. Prefirieron entonces esperar que el pueblo se educara antes de permitir que todo tipo de discurso llegara a sus oídos o cualquier texto a sus ojos.
Otra cosa es lo que ocurría con la ilustración radical.
El más conspicuo de sus representantes fue Baruch Spinoza en cuyo Tratado Teológico Político (1670) hizo una abierta defensa de la libertad de imprenta como entonces se la llamaba.
Para Spinoza «no es posible que un hombre abdique su inteligencia y la someta absolutamente a la de otro», de manera, agregó, que se comete una injusticia cuando se pretende prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero o rechazar como falso». El derecho de pensar era, en su opinión, un derecho natural, algo que nos pertenecía en virtud de nuestra índole, se trataba de un rasgo consustancial que no podríamos enajenar aunque quisiéramos. Por eso, observó, es «imposible que todos los hombres tengan las mismas opiniones acerca de las mismas cosas y hablen de ellas en perfecta conformidad». De ahí se seguía entonces, concluye, que «sería un gobierno violento aquel que rehúsa a los ciudadanos la libertad de expresar y enseñar sus opiniones».
Lo que Spinoza sostiene es que la capacidad de discernir qué es correcto y qué no, qué es bueno y qué no, se encuentra en cada uno de los seres humanos puesto que se trataría de una característica constitutiva o, si se prefiere, de un rasgo definitorio de aquello en que consiste un ser humano. Y esa característica estaría igualmente distribuida entre todos, de manera que todos poseerían la misma capacidad de pensar. Si alguien pretende controlar la expresión o negar que las demás personas puedan conocer alguna en particular, está pretendiendo que posee mayor capacidad de discernimiento que los demás y estaría entonces negando que la racionalidad sea nuestra característica constitutiva o desconociendo que ella está distribuida entre todos por igual.
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