Si usted es, por decirlo así, una persona enteramente privada, y sus acciones no comprometen derechos de terceros, nada tiene de malo que sea usted, y nadie más, quien decida qué aspectos de su vida han de mantenerse en secreto. Por supuesto una protección a ultranza ni siquiera en este caso parece sensata o posible; pero parece razonable, sin embargo, que, como lo enseña una larga tradición del derecho privado, usted tenga derecho a ser protegido de las intromisiones que lesionarían a una persona de sensibilidad ordinaria.
Pero si, al revés del caso anterior, usted ha hecho de su vida y de su imagen una mercancía de la que obtiene rentas (usted es un miembro del star system local) o usted es un personaje público (usted pretende guiar a otros exhibiendo su ejemplo o su discurso) entonces parece obvio que el umbral de protección de su privacidad se ha rebajado. Su vida y sus actos, en este caso, se ofrecen al examen y la inevitable curiosidad de los demás. No hay aquí imposición alguna: es el conjunto de sus propios actos el que ha hecho más débil la protección general a la que usted tiene, como vimos, derecho.
Si usted, en fin, ejerce una función pública que demanda la confianza de los otros, entonces usted no tiene derecho a que su privacidad sea protegida de la misma forma y con igual intensidad que los casos anteriores. Cuando usted desempeña un cargo público, sus actos comprometen derechos de terceros, quienes deben, entonces, estar facultados para saber si su discurso y sus acciones son consistentes con el rostro que usted mostraba amablemente cuando solicitaba la confianza de los demás. La ciudadanía tiene derecho a saber qué tan íntegros o capaces son aquellos que pretenden guiarla y a quienes se ha confiado el manejo del estado. Es esta la única manera, como se comprende, de evitar tráficos ilícitos, ineptitudes graves o que, por ejemplo, el proceso político sea capturado por grupos de interés. Por supuesto, en estos casos la privacidad como derecho persiste; sin embargo el umbral de protección ha, inevitablemente, disminuido para dar primacía al interés público. Es cierto que este criterio permite que a veces se salpique injustamente el honor y la honra de la gente; pero ese es el costo inevitable de vivir en una sociedad abierta al escrutinio y al control del poder.
La libertad de expresión cuenta con firmes fundamentos a su favor y con claros vínculos hacia la democracia. Y justo por eso —porque muchas cosas dependen de esa libertad— es necesario tomar tantas cautelas a la hora de relacionarse con ella y de regularla. Después de todo tenemos libertad de expresión para dar a conocer nuestros puntos de vista, pero también para oír a los otros y entablar así un diálogo racional del que, si no brota la verdad, al menos nos permite relacionarnos como iguales.
LAS NUEVAS AMENAZAS AL DIÁLOGO RACIONAL
Uno de los rasgos que se pueden apreciar hoy en el debate público es la aparición de un conjunto de criterios para disciplinar el discurso. Se castiga el uso de ciertos términos que se juzgan odiosos, ofensivos o desdorosos y se reclama protección para la identidad del grupo al que se pertenece, cuyos valores o creencias debieran ser aceptados sin más. Todo esto acaba dañando el debate público y a las instituciones que cultivan el diálogo racional.
No se necesita haber leído ningún complicado texto de semiótica sino apenas recordar la Balada de la cárcel de Reading de Oscar Wilde, para saber que las palabras pueden herir o matar, y que en consecuencia es debido cuidarse de dañar a los demás con injurias o calumnias o expresiones desdorosas; pero de ahí no se sigue que emplear la palabra «hombre» para designar a todo integrante de la especie humana sea una forma de agresión machista o patriarcal que merezca una condena y deba entonces ser sustituida por individues. Y tampoco se requiere haber leído el proceso de Núremberg o el Informe de la Comisión Rettig para saber que en el mundo han existido inaceptables violaciones a los derechos humanos; pero de ahí no se deriva que todo aquel que se proponga echar una gota de duda o examinar los datos que allí se contienen, sea un negacionista del valor de esos derechos o de la existencia de esas violaciones o un vil cómplice de nazis y de dictadores. No se requiere, haber formado parte de la Comisión de verdad histórica y nuevo trato de los pueblos indígenas, para saber cuánto se les ha explotado y maltratado y la necesidad que existe, de que su cultura sea reconocida, pero de ahí no se sigue que la cosmovisión indígena deba estar a salvo de la crítica o que el conocimiento que alberga sea equivalente a los Principia Mathematica de Isaac Newton. Y, en fin, no cabe duda de que el derecho de la infancia en América Latina se haya usado para maltratar a la niñez en vez de para protegerla, pero de ahí no se sigue que cualquier expresión crítica de esta o aquella conducta adolescente, equivalga a un desprecio de quienes comienzan a transitar por la vida.
Todo eso parece bastante obvio y se reduce a sostener la simpleza que una cosa es el valor que debe asignarse a un discurso o el respeto que merecen quienes lo profieren, y otra cosa distinta la validez, verdad o corrección que posee su contenido. Desgraciadamente esa distinción obvia entre el valor antropológico o cultural de un discurso y la verdad o validez de su contenido es lo que hoy día parece estar en riesgo. Ello ocurre cuando se transforma a las instituciones en las que el discurso humano se despliega —las universidades y la esfera pública— en un baile de máscaras donde las palabras arriesgan permanentemente ofender las identidades de quienes participan de él o son denunciadas como si fueran solo un disfraz en la búsqueda de la dominación o del poder.
Esa sencilla distinción entre el valor cultural de una identidad, por una parte, y la validez o la verdad de lo que afirman sus miembros, por la otra, es la que está hoy en curso de ser abandonada y el resultado es que aparecen en la esfera pública y lo que es peor universitaria, múltiples prohibiciones que cercan el lenguaje. Opiniones que critican la forma de vida o las creencias de una minoría étnica, o relativas a la identidad de un grupo, o que ponen en duda hechos que integran la memoria de otro, o incluso enunciados que lesionan la autoimagen de una persona o de un colectivo son rápidamente condenados y quienes los sostuvieron pasan a ser réprobos, personas dignas de condena a los que se cancela o se funa mediante pullas e insultos y a las que se impide seguir participando de la conversación. La idea que hay formas de vida mejores que otras es prontamente descalificada como etnocéntrica; la crítica a la conducta adolescente como adultocentrismo; las críticas a opiniones vertidas por mujeres como machismo o espíritu patriarcal; el examen de hechos históricos luctuosos como negacionismo, y así. Proliferan las zonas que se pretende sean cotos vedados al discurso crítico, a la ironía o incluso al humor. Si Sigmund Freud decía que los chistes respecto de las minorías no eran una agresión sino una forma de sublimarla, hoy día se dice que constituyen una indesmentible forma de violencia.
Nunca como hoy, la comunicación de un discurso o punto de vista había sido más fluida, con menos obstáculos provenientes del poder estatal y alcanzado a más audiencias; pero nunca, tampoco, habían circulado en la esfera pública tantos y tan variados argumentos para controlar el contenido del discurso con límites invisibles o para despojar lo que se escucha o se lee de toda pretensión de verdad o validez transformándolo, en cambio, en un puro signo identitario o en un recurso de poder o en un puñado de prejuicios inconfesados. Pero eso es lo que está ocurriendo hoy en las manos, o en las plumas, de algunas personas, habitualmente profesores, intoxicadas con dos o tres lecturas cuya deficiente comprensión (los venenos favoritos como consecuencia de ingerir dosis inadecuadas y a malas horas son Michel Foucault o Jacques Derrida) acaba cancelando los supuestos del debate racional. Pero no se requiere malentender a esos autores para que ocurra esa pérdida de confianza en la palabra. El mismo fruto se alcanza cuando otros académicos prefieren seguir leyendo sus libros y escribiendo sus textos mientras miran lo que ocurre con la institución que los alberga, esperando, es de suponer que todo esto sea transitorio y no pase a mayores. El resultado de todo eso, es que hoy existen formas de expresión que se rechazan por considerarlas lesivas de la identidad de un grupo y hay otras que se alaban simplemente por el hecho de expresar algún origen particular. Así, ya no se atiende al contenido de lo que se dice, para confirmarlo o refutarlo, sino que en vez de eso se imputan los motivos ocultos, las pretensiones de dominación o de poder, que se tendrían para emitirlo.
Читать дальше