Carlos Peña - Ideas periódicas

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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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Lo anterior es el fruto de un malentendido de algunos textos de Roland Barthes o Julia Kristeva a los que se conoce de oídas. Y entonces el análisis de los argumentos en lo que esos autores fueron expertos y sagaces (basta leer de veras a la excelente Kristeva para saberlo) se reduce a la tontería de conducir todo a la posición funcionaria o de poder de quien lo profiere (malentendiendo el concepto de sujeto de la enunciación) para así eludir flagrantemente el análisis de los argumentos. Hay pocas tonterías mayores que esa que ahorra la comprensión del argumento ajeno y el esfuerzo por refutarlo.

Y todo lo anterior, claro está, se encuentra fortalecido por una cierta idea del lenguaje que descuida y desmiente las funciones que cumple en la sociedad humana.

Tradicionalmente, y para qué decir en la filosofía moderna, el lenguaje, como ya explicamos en otro de los ensayos de este libro, es la experiencia pública por excelencia, el lugar donde los seres humanos nos encontramos. Gotlob Frege al analizar, a fines del siglo XIX, qué era un número descubrió que los números no eran conceptos mentales (porque en tal caso si yo digo dos ¿cómo sé que usted tiene en su mente lo mismo que yo?), ni tampoco estaban en las cosas que se enumeraban (si digo hay dos tazas ¿cómo sabe que me refiero al utensilio y no al color o al tamaño de cada una?) sino que su significado estaba en el lenguaje que compartíamos: la experiencia intersubjetiva, la forma de relacionarnos los seres humanos estaba en el lenguaje. Así la filosofía contemporánea —lo que en los textos se llama el giro lingüístico— deriva de allí. Todos los autores desde Ludwig Wittgenstein a Jürgen Habermas han visto en el lenguaje un lugar del tráfico humano mediante el cual, entre otras cosas, comunicamos conocimiento y logramos descubrir lo que en cada caso es correcto. Pero resulta que ahora el lenguaje no es eso, sino que el lenguaje es una forma de relacionarse las múltiples identidades cuidando no lesionarse la una a la otra, cada una estableciendo una frontera invisible que no puede ser traspasada. El lenguaje así concebido arriesga el peligro de aislar a los seres humanos, fortalecer la idea que han decidido tener de sí mismos, en vez de invitarlos a corregirla en medio del intercambio con otros.

Y se encuentra en fin el desprestigio o el malentendido acerca de la idea de verdad. Tradicionalmente la verdad alude a la coincidencia entre lo que decimos de una cosa y lo que la cosa es (así es como Aristóteles definía la verdad, aunque lo expresaba de una manera algo más enrevesada). Por supuesto esa idea se complica cuando advertimos que nunca accedemos a las cosas tal como son en sí mismas, sino que siempre vemos las cosas mediadas por algún sistema de conceptos. Desde ese punto de vista, nunca los seres humanos confrontan lo que afirman del mundo con el mundo en sí mismo, sino que en general validan sus afirmaciones al interior de una cierta imagen de cómo el mundo es. Pero de esa idea no se sigue que la verdad no exista, es decir, no se sigue que no hay afirmaciones o enunciados mejores que otros, enunciados que describen más correctamente aquello a que se refieren. La creencia que para que exista la verdad tenemos que confrontar lo que decimos con una realidad objetiva, entendiendo por ello hechos brutos, es una creencia muy dañina para el debate moral o político porque, como es obvio, en estas materias no hay hechos (no hay entidades morales como hay en cambio entidades físicas). Pero endosando esa idea, hoy día suele decirse que la verdad no existe y que, en cambio, existen verdades o que cada uno tiene la suya. Este punto de vista es un rechazo de cualquier diálogo público porque de ser así nunca confrontaríamos lo que cada uno cree sino que cuando discutimos simplemente nos relataríamos recíprocamente nuestra distinta forma de ver el mundo y las cosas. Pero ese punto de vista es profundamente erróneo porque los seres humanos contamos con procedimientos para saber quién tiene la razón y quién no. Y ese procedimiento se llama diálogo o debate mediante el cual intentamos justificar ante una audiencia lo que afirmamos. Y cuando nuestras afirmaciones están suficientemente justificadas ante la audiencia decimos que son correctas o verdaderas.

Relacionado con ese desprestigio de la idea de verdad, se encuentra el rechazo y la condena de lo que se ha llamado negacionismo. El negacionismo, en estos tiempos en que la verdad en cualquiera de sus versiones parece no existir, es el esfuerzo por poner a salvo de ese punto de vista disolvente la ocurrencia y la condena de ciertos hechos. Conviene detenerse brevemente en este tema que permite diagnosticar, mejor que ningún otro, parte del problema que hemos venido analizando.

Se llama hoy negacionismo a cualquier tesis que descrea o niegue una verdad que, por razones políticas o morales, se tiene por suficientemente acreditada. Un negacionista es lo que en otros tiempos se habría llamado un hereje o un heterodoxo. Su origen se encuentra en el revisionismo que consistió en un conjunto de reflexiones que disentían de la ortodoxia originalmente política. Fue el caso de Eduard Bernstein un marxista que luego de abogar por la socialdemocracia fue llamado un «revisionista». Más tarde apareció el revisionismo histórico. Los revisionistas históricos fueron quienes comenzaron a evaluar la Revolución Francesa no como un principio de libertad, sino como anticipadora del bolchevismo o el fascismo como fue el caso de François Furet o Ernst Nolte, insignes revisionistas. El revisionismo —un término con aire inevitablemente peyorativo— protegía entonces ciertas tesis políticas o verdades históricas. La condena del negacionismo de hoy está en cambio vinculado al holocausto y configura tipos penales en algunos países como Francia o Alemania. Así, en Francia se condenó a quienes publicaron una inserción reivindicando la figura del general Philippe Petain. El aviso se calificó de apología del crimen y del colaboracionismo con los nazis. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sin embargo, consideró desproporcionada la condena porque, dijo, la nota no hacía la apología de una política sino el elogio de un hombre. Pero si el aviso fue perdonado, no ocurrió lo mismo con un libro de Roger Garaudy (se le recuerda por sus estudios sobre la relación entre marxismo y cristianismo en los sesenta). El año 2003 Garaudy fue condenado por cuestionar en un libro (The Foundings Myths of Israeli Politics) la ocurrencia del holocausto cometido por los nazis. El Tribunal Europeo dijo que en ese caso más que una crítica política, había un negacionismo que horadaba el régimen democrático. La línea entre la negación fáctica admisible como parte de la libre investigación y la apología, que es condenable por razones morales, es muy débil y borrosa. Y quizá por eso la jurisprudencia en torno a estos temas en el caso del derecho estadounidense es la que parece más adecuada: debe penalizarse el discurso de odio (es decir, el discurso que incita a la violencia contra grupos en razón de sus ideas o cultura) en vez del negacionismo.

La tesis que aboga por el castigo del negacionismo exige sostener que hay hechos históricos irrefutables, claramente establecidos, verdades fácticas indesmentibles. Se configura así una de las paradojas más flagrantes de la cultura contemporánea. La paradoja consiste en que en una época donde se descree de la justificación y la verdad, es cuando más proliferan los esfuerzos por proteger algunas de estas últimas. Como hemos visto, en ocasiones la carencia de una verdad universal se esgrime, como ocurre con el multiculturalismo, para limitar el discurso que se estima lesivo de las identidades, y en otras ocasiones se esgrime en cambio una verdad universal para alcanzar el mismo objetivo. Lo preocupante del fenómeno es que al parecer lo que importa es cómo limitar la expresión y la opinión ajena esgrimiéndose a veces la ausencia y otras la presencia de la verdad para lograrlo.

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