Carlos Peña - Ideas periódicas

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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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Pero ¿qué hay de temer en el humor y en la risa?

Si bien el tema de la risa y la comedia no ha sido frecuente en la reflexión filosófica, en ella es posible encontrar una caracterización de interés. En el Filebo, por ejemplo, Platón define lo ridículo como el resultado de no conocerse a sí mismo y presentarse entonces mejor de lo que se es. Poner en ridículo, uno de los efectos del humor, equivaldría a hacer flagrante en alguien la distancia entre lo que es y lo que cree ser. En la Poética Aristóteles, por su parte, caracteriza al discurso cómico como aquel que presenta a los hombres peores de lo que son. Y en la Ética nicomaquea, que hemos citado en otro de los ensayos de este libro, presenta al ingenioso como aquel que se sitúa en un punto equidistante de dos extremos igualmente viciosos, el de quien se excede en provocar risa (el bufón) y el de quien no es capaz de provocar ninguna (el rústico). El ingenioso, en cambio, sería quien se sitúa justo en el medio y sin herir es capaz de provocar una risa inocua.

Esa caracterización que hace Aristóteles y que trata con algo de desdén al humor (que se hizo popular a partir de una de las novelas de Umberto Eco, El nombre de la rosa, donde los personajes ocultaban y buscaban el libro perdido de la risa) parece rara e idiosincrásica, pero si la miramos más de cerca se ha repetido frecuentemente y casi con porfía en los siglos posteriores, en los cuales la comedia y el discurso humorístico se han considerado indigno, o en cualquier caso desdeñable, como objeto de reflexión académica e intelectual.

¿A qué se deberá eso? ¿Cuál será la razón por la que la academia en general, desde Aristóteles nada menos, ha desdeñado como cosa indigna y casi siempre superficial al humor y a la comedia? ¿Por qué habitualmente se omite al discurso humorístico como objeto de genuina atención intelectual?

Las razones que esgrimen Platón y Aristóteles son dignas de tenerse en cuenta porque, si bien fueron formuladas para explicar su desdén, ayudan a comprender, paradójicamente cuál es la índole del humor y por qué él, como la religión, tiene un lugar en todas las culturas y ha de tener uno también en el espacio público.

Aristóteles enseña que los discursos que actualmente llamaríamos literarios (aunque una expresión como esa no existía, por supuesto, en el mundo griego), eran todos una imitación de la naturaleza o de lo que hoy día llamaríamos sociedad. Imitar, sin embargo, la mímesis de que habla el filósofo, no es la simple reproducción ni tampoco el fingimiento de la realidad, natural o social, sino que más bien se trata de un intento por mostrar una variación de la realidad. En la mímesis, por supuesto, se finge, pero lo fingido no es la realidad, como suele creerse; sino la representación de la realidad o, si se prefiere, lo propio de la mímesis es que altera la realidad fingiendo que la representa (por eso la mímesis mayúscula, dicho sea de paso, es la novela moderna cuyo epítome es El Quijote). La mímesis entonces nos permite reconocer la realidad a la que se alude; pero no porque ella aparezca reproducida, o porque quien emite el discurso tenga la intención de reproducirla, sino porque en ella se muestra la realidad a fin de sugerir que ella podría ser distinta. Así se explica entonces el desdén de Aristóteles por la comedia y no en cambio por la tragedia. Mientras esta última, dice, muestra a los seres humanos mejores de lo que son; la comedia los muestra peores. En ambos casos la mímesis altera la realidad (fingiendo que la representa) pero en un caso lo hace para mejor y en el otro, en la comedia justamente, lo hace para peor.

Esa alteración de lo real, que produce lo que en la literatura antigua se llama comedia (el humor en sentido estricto aparece como tema autónomo muchísimo más tarde, casi recién en el siglo XVII) es lo que explica los consejos que Platón había formulado en Las Leyes (7, 817e). Tanto la tragedia como la comedia, dice allí, son muy importantes «porque (…) ninguna persona inteligente puede conocer lo serio sin lo cómico; (aunque) lo que no puede hacer un hombre virtuoso es participar en las dos». Así entonces, siendo ambas cosas imprescindibles, pero no pudiendo el virtuoso ejercitar las dos, la salida aconseja Platón consiste en entregar la comedia, es decir lo que hoy día llamamos humor, «a los siervos o a los extranjeros mercenarios», es decir, agregaríamos nosotros, a aquellos cuya opinión no nos importa porque, a fin de cuentas, no pertenecen a nuestra comunidad.

La desconfianza que muestran los autores clásicos por lo que hoy día llamaríamos discurso humorístico se funda en la misma naturaleza de la mímesis. Al mostrar una realidad alternativa —pero fingiendo que simplemente la representa— el discurso humorístico describe el potencial de la realidad, pero al mismo tiempo muestra sus limitaciones; permite conocernos mejor, pero lo que vemos no es siempre del todo bueno; muestra la realidad y hasta cierto punto nos consuela, pero también exhiben otras realidades alternativas que tarde o temprano minan y socavan a la primera, porque nos revelan que la realidad está siempre por debajo de nuestros sueños y de nuestras aspiraciones.

Este carácter, diríamos, subversivo del humor es el que subrayó también Freud en un breve escrito del año 1927 (es decir, veintidós años después de su libro clásico sobre el tema). Si bien allí distingue entre el chiste y el humor, a ambos les confiere el mismo poder de perturbar o inquietar la forma que tenemos de concebir la realidad. El chiste lo hace permitiendo que un impulso inconsciente aflore, como en un disparo, en la conciencia; el humor, por su parte, lo hace por la vía de negar y despreciar la realidad y por eso su forma máxima sería, dice Freud, el humor negro. Habría en el humor entonces un cierto narcicismo del yo, una cierta omnipotencia que se permite no aceptar la realidad y vengarse de ella mediante una negación que altera, aunque por un momento, el curso de las cosas. Por eso, dicho sea de paso, en La Retórica, Aristóteles caracteriza al humor justamente después de describir la omnipotencia que anima a la juventud. Esa omnipotencia que los seres humanos sentimos, especialmente en los primeros años, explica, según Aristóteles, que los jóvenes sean tan dados a las burlas de los demás y de sí mismos.

Esas características que posee el discurso humorístico —tanto el discurso humorístico como la simple risa, el humor y el chiste— son, sobra decirlo, las que lo hacen especialmente digno de consideración desde el punto de vista político.

En efecto, lo propio del político, sea democrático o no, consiste en generalizar una cierta descripción de la realidad que ojalá acabe adecuándose, como un guante, a lo que él ofrece y es capaz de dar. Desde las versiones más brutales del socialismo autoritario que relata Milan Kundera, capaz de alterar bibliotecas y reescribir enciclopedias, hasta las más tenues o solapadas de las sociedades democráticas, que no tienen asco en manipular los medios con influencias y con guiños de diversa índole, la pulsión del político es siempre la misma: hacer que la realidad se ajuste a la manera en que él la ve y la describe. Si el científico procura adecuar su discurso a la realidad, el político hace exactamente lo contrario intenta adecuar la realidad al discurso, a las percepciones y puntos de vista que le confieren legitimidad y que él, a través de diversos medios, ha intentado esparcir.

Siendo así, no es raro entonces que entre el discurso humorístico y la comedia, por una parte, y la política o, en términos más amplios, el poder, por la otra, existan relaciones eternamente rivales. El humor —por supuesto, el humor más que el chiste— socava la realidad que tenemos por real, insinuando que detrás de ella hay otra realidad posible, mejor o peor, que el discurso normalizado se niega a ver o se esfuerza porque no veamos. Posee así el humor un gigantesco poder subversivo que muestra cuán contingente es la realidad que tenemos ante los ojos e insinúa que podemos, llegado el caso, cambiarla.

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