David Martín del Campo - ¡Corre Vito!

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La aventura de Vito Beristáin inicia cuando la diosa fortuna le deposita en las manos 60 mil dólares. A partir de ese momento, sus días se transformarán en un permanente infortunio… Novela de asombro, de vértigo narrativo como pocas veces en la literatura mexicana, las páginas de este volumen constituyen un relato fresco, deleitable, de amor desesperado, de carcajadas y lágrimas, pero, sobre todo, de supervivencia en una sociedad que se pudre en la apatía.

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¿Pagar cien pesos para ir a ver a una bola de boludos lanzando bolas para hacer carambolas? Jiar, jiar, no me salió el chiste ¿verdad? Pues no. Que se vaya con su simpatiquísimo primo que, la verdad, ya me está cayendo en la punta de donde te platiqué, y nomás me entere, y nomás me entere de que al primo se le olvidan las fronteras a que obligan los lazos consanguíneos, se acordarán de mí. Además que cien pesos no tengo, bueno, no para ir a un emocionante torneo de boliche donde el orgasmo de una chuza te obsequia una sonrisa de felicidad clasemediera que dura una semana. Lo que sí que me ofendió fue lo de mi afición de años, ¿qué tienen contra el cine? Hasta la peor de las películas, por ejemplo La guerra de las galaxias , es mejor que cualquiera de nuestros días rutinarios bendecidos por la crisis, la violencia y el sida. Además el cine es el único lugar donde Pati, de vez en cuando, se deja besar. Cómo me gustaría que un día ella se volteara, me desabotonara la camisa, me besara el tórax y dijera, con trémulas palabras: Vito, llévame al cielo, o donde tú quieras. Me cae que la llevaría, que para eso sí tengo ahorros. Y no precisamente al cielo.

Ya hasta me puse charrascaltroso, ¿te fijas?... Pero no. Fuimos a casa de Magdalena Beristáin en Circuito Poetas, al pie casi de las mismísimas torres de Ciudad Satélite, sin la suculenta compañía de la Maldonalds. Ni modo. El amor suavecito no existe, y si es suavecito no es amor. Eso lo dijo el Diógenes del Bajío, de nombre José Alfredo. ¿Voy muy rápido?, dijo el precoz don Eyaculio.

Qué quieres que te cuente. Las reuniones familiares de mi gente siempre terminan bordeando el pantano de la cursilería. No hay vez en que juntas las tres Téllez: mamá, la tía Cuca y Magdalena mi hermana, aquello no concluya humedecido por las lágrimas en subjuntivo... si no hubiésemos perdido a mi hermanito, si papá no hubiera abandonado el hogar, si el tío Quino no hubiera ido a ésa, la Serenata Fatal. Entonces yo prefiero subirme al cuarto de televisión, mirar alguna película con todo y anuncios de Bacardí, retozar con mis sobrinos y, cuando se quedan dormiditos, curiosear entre los trofeos del ingeniero Sologuren, mi cuñado, que todos los domingos sin falta se va a jugar golf al campo de Chiluca.

Afortunadamente había llevado la guitarra de Mario, como te dije, que a partir de ahora será “la guitarra”, y nos pusimos a cantar luego de los brándises y el cafesiano. Sí, con los brándises y el cafesiano, como dice mi tía Cuca, nos pusimos a cantar, te digo, algunas melodías de sus tiempos: Chacha linda, Buenas noches mi amor, Vereda tropical . Luego llegó ese vacío que vela toda reunión. Como si un fantasma nos acariciara el rostro, uno por uno, recordándonos el privilegio de estar ahí juntos, vivos, cariñosos. Fue cuando mamá dijo, porque tiene sus ocurrencias, “yo creo que ya debe haber muerto”. Se refería, obviamente, a papá.

Magdalena trajo, sin consultar, una botella nueva de brandy Torres. Es el que prefiere mi cuñado Manolo y siempre está de oferta en Aurrerá. Sirvió los vasitos en silencio, porque ya sabíamos que mamá iba a soltar, como si el concurso de los 64 mil pesos, las últimas escenas de su película inolvidable: que papá trabajaba en el bar del hotel Reforma, que era irresponsable y veía enormes cucarachas rojas, que había noches en que definitivamente no llegaba a casa, que cuando joven era más guapo que Emilio Tuero, que lo había parido una tal “hija de Francia” legendaria, que cuando se fue, como la canción “para ya nunca más volver” tendría yo qué, ¿dos años y medio?, y lo más curioso, que le decían El Semáforo porque tenía un ojo azul y otro café. “El izquierdo era el azul, su parte francesa”.

Excusando que tenía que ponerle las pijamas a sus criaturas, Magdalena me llamó al piso de arriba. Dejé la guitarra y regresé a la estancia de los trofeos. “Mira lo que me encontré la semana pasada en que estuve escombrando”, me advirtió. Era una vieja fotografía, mi padre y yo, de meses pero sonriente, encuadrados en un marco de caoba. Como el retrato era en blanco y negro no se apreciaba bien aquel detalle peculiar, sus ojos de semáforo, y no pude reprimir un suspiro de absoluta vacuidad. Era imposible el escrutinio de la sonrisa, entre dolorida y lánguida, de mi padre Pablo Beristáin. Y que Dios lo guarde en su gloria, si es el caso. ¿Dónde habrá terminado sus días ese hombre de semblante taciturno, ese rostro anónimo, ese pobre tipo derruido por la culpa? Nunca lo sabremos.

Entonces Magda desbarató el marco. Mira esto, me dice al zafar la fotografía, que yo recordaba entre la niebla de la memoria. ¿Ya viste? Y sí, ahí detrás y con elegante caligrafía, mi padre había inscrito con punta de lápiz: “Mi lindo mateware, nada te faltará”. Y una fecha. Fue tres semanas antes de que nos dejara, susurró Magdalena al volver a insertarla bajo el cristal. ¿Qué habrá querido decir con esa mafufez, mi querido mateware?, y allá abajo el traqueteo de mi cuñado arrastrando los palos de golf, su fatiga y los abrazos a la suegra, nos distrajeron. ¿No se toman otro brandisito? Y yo preguntándome mientras descendíamos por las escaleras: ¿Ya habrá terminado el torneo de boliche? ¿Le hablo a la ingrata Maldonalds? ¿Le hablo o no le hablo? ¿Y si no la encuentro? Ya sabes, me la vivo preguntándome.

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