David Martín del Campo - ¡Corre Vito!
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Le colgué, la verdad, más asustado que molesto. Lo pensé un rato, y luego me ganó el cariño. Volví a llamarle y le dije no te preocupes, he decidido no ir, ¿qué te parece si mañana vamos al cine?
Bueno, tú lo sabrás mejor que yo, le dije al ingeniero Miramira, y entre los dos exhumamos el recuerdo. Salieron de la ciudad amaneciendo y seis horas después, porque iban como bólido, se hospedaron en unos bungalitos económicos. Luego luego se fueron a la playa Condesa, que no sé donde quede, y mientras Silvano y su primo se metían a nadar, porque creo que rentaron un par de llantas, de esas de tractor, dejaron a Mario en la orilla, porque no sabía nadar, se disculpó. Se quedó el gordo cuidándoles la ropa y la hielera mientras los otros dos se adentraban con sus llantotas, explorando las aguas aturquesadas de ese paraíso tropical mientras a lo lejos, en la playa, escuchaban la música de los mariachis y el rumor sedante del oleaje. ¿Qué os parece?
Como a las tres horas regresaron de su navegación y cuál no va siendo su sorpresa que Mario, más borracho que Paco Malgesto en tarde de toros, tenía un grupo de mariachis a su servicio y en ese momento pedía que le tocaran, otra vez, Paloma Negra. Igual que el mesero del “beach-bar”, ya le había pedido una botella de Chivas Regal y tres órdenes de ostiones a la Rockefeller... son gratinados, con salsa inglesa y un chorrito de Tabasco. Total, que entre el mariachi y el mesero les debían más de mil pesos, y sólo llevaban quinientos. Los mariachis protestaban manoteando: Ya le tocamos El abandonado , luego Qué bonito amor , y más luego Dos palomas al volar . Igual el mesero, cobrándole hasta las perlas de la Virgen. Tuvieron que dejarles el dinero que llevaban y lo demás: los relojes, la llanta de refacción y el autoestéreo del coche. Y así, sin retornar al hotel para evitarse otro pleito, directamente de la playa, embadurnados de arena y malhumor, llegaron a México poco después de la medianoche. ¿O no?
Sí, sí, el “Acapulco Express”, reconoció el ingeniero tapatío. Mira, por aquí guardo una foto, dijo. Me la enseñó y qué tristeza reconocer allí, de nueva cuenta, la barriga feliz de Mario, la melena rebelde de Silvano, la camiseta percudida de su primo que entonces sugirió; mira, vamos a la capilla. Ya se me acabó el ron.
Al llegar junto a los dos ataúdes, que les habían encimado banderas del Frente Electoral como si fueran los Niños Héroes de la Posmodernidad, reconocí a los veteranos de Los siete Quinos; más viejos y panzones. Traían sombrero de charro y sus instrumentos. En llegando yo, pero sin verme, se arrancaron con la notas de Cruz de olvido y comenzaron a cantar muy sentimentalosos. Me les emparejé cuando iban en eso de “...la barca en que me iré, lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor, y en esa cruz sin ti, me moriré de hastío”. Habían llegado con mi mamá y con la tía Cuca, porque ellos nos apadrinaron cuando fundamos Los Marsellinos, pero luego murió el tío Quino y de los siete que quedaban uno le dio un traspiés y otro murió de un brinco, así que sólo quedan cinco, cinco, cinco, aunque arrugados y panzones, como ya te dije.
Luego cantamos la Canción mixteca y luego Dios nunca muere . Qué impresionante cantar entre los deudos, sin que nadie te aplaudiera y todos soltando suspiros y lagrimones mientras yo me esforzaba por sostener el tono cuando aquello de “...muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir”.
Entonces, cuando los cinco Quinos ya se retiraban, se paró la mamá de Mario en el rincón donde sollozaba y se vino derechito hasta donde yo me despedía del ingeniero Andrade. Me abrazó y me dijo, no sabes lo mucho que mi hijo te quería. Cuídate, Vito, cuídate mucho y que Dios te bendiga porque lo vas a necesitar.
Así que, como dijo el primo de Silvano, ya se acabó el gallo y de los Marsellinos sólo quedo yo, que viviré cien años. Sólo quedo yo, que es decir una voz, una simple voz que ahora está demasiado fatigada y sencillamente quiere dormir, si me permites.
3
No hay que darle demasiada importancia a lo que no la tiene. Me he quedado sin amigos y vagabundeo como loco por las calles de mi colonia, la Juárez, la colonia de colonias. Han pasado, qué, ¿siete semanas? y lo que más extraño es su compañía musical. No su “compañía” a secas, esa posibilidad de platicar y ensoñar conjuntamente, porque por fortuna tengo muchos otros amigos y los compañeros de la facultad. Además está Patricia Maldonado, que a ratos me acaricia la cabellera y se me queda viendo como si estuviera ante un canario enfermo. Está también el menso de Arturo, con el que paso metido siete horas en el gimnasio, y mamá y la tía Cuca. Eso es lo que tengo... ¡Y Estopa!, mi perro consentido, mi único perro, que ahora paseo para que se cague y se mee fuera de casa. Un perro es un perro y a pesar del collar, el pedegree y los puñados de croquetas, lleva una vida de perro.
¿Qué es la compañía musical? Es algo distinto a la amistad. Una suerte de camaradería, como la de los soldados en guerra, como la de los beisbolistas en un partido, como la del boxeador y su manager antes de la pelea. Es una complicidad de miradas, una sugerencia al retrasar una entrada, un acompasarte cuando andas enronquecido. Y ahora que Los Marsellinos no existen, que los hizo polvo un crimen que la prensa no pudo explicar... digo, ahora que no existen quedan esas melodías en la memoria, que nos aprendimos luego de ensayar noche tras noche. Queda, y triste es recordarlo, la música que soltamos al aire en algunas veladas, siete bodas y varias serenatas de novios envalentonados por el mezcal.
No hay mal que dure cien años, me dijo mamá al día siguiente del funeral. Y aquí entre nos, insistió luego que retornamos a casa, los más terribles son los primeros cien días. Velos contando, Vito. Anótalos al acostarte como un bálsamo para el sueño. Habrá fechas en que olvidarás esa rutina y un día terminarás por arrumbarla. Eso hice cuando perdimos a tu hermano, y ya ves; pude superar el trance. Me lo dijo con cierto temor, como recordando mi semana negra.
Aquello fue cuando tenía cinco, tal vez seis años, ya no recuerdo bien. Llegué a casa bañado en lágrimas y la tía Cuca le dijo a mamá, no te preocupes, ya se le pasará. Pero al día siguiente seguía ahí anegando mi camita. No comía. Dicen que no comía. No dormía. Dicen que no dormía y que nada me consolaba. Llorar y llorar y llorar, tanto que por eso odio las lágrimas. Todo comenzó en una sala de cine y al salir dijo mamá, ay, qué muchacho tan susceptible. Pero como seguía pasmado en mi cama, así me llevaron con el doctor. La primera vez no le dio importancia, la segunda me mandó una colección de vitaminas y emulsiones, además de solicitar que me practicaran un encefalograma, que por entonces estaban de moda. Era una forma de decir, no digan que no intentamos los más avanzados recursos de la ciencia, y todo para ver si mi llanto incontenible no estaba originado en un tumor cerebral. Finalmente no me hicieron los estudios, en parte porque eran muy caros y en parte porque apareciste tú. Según ellos todo se resolvió por arte de magia. Así me hallaron esa tarde en el tapetito de mi recámara, tan campante y platicando contigo. ¿Y con quién más, si no?
Todo fuera como llevar la vida de Estopa. Despertar y corretear por el departamento hasta que logra colarse en la primera cama que se le ofrezca, generalmente la mía, porque mamá es muy rezongona a esa hora. A todas. Luego mear en la terraza que da a la calle y a ver quién tira esos periódicos sancochados. Luego zamparse un platón de leche, más tarde una ración de croquetas, que son más baratas que la carne, y después, a la hora de la comida, robar lo que pueda al pie de la mesa, entre gruñidos suplicantes, además que luego llega la tía Cuca con sus desperdicios, que ya quisiéramos de almuerzo en domingo. Luego salir a pasear en esa expedición callejera donde se conjuntan los instintos y las funciones excretorias. Ni modo, así son los perros y Estopa, hasta donde conozco, pertenece a la especie.
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