José Soto Chica - Imperios y bárbaros

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Edad oscura" es el nombre que tradicionalmente se ha venido dando al periodo comprendido entre las grandes invasiones germánicas y la eclosión del Imperio carolingio, un tiempo que supuso
la transformación definitiva del mundo antiguo y el alumbramiento del Medievo. Y aunque las nuevas corrientes historiográficas han cuestionado ese adjetivo, no parece baladí cuando comprobamos una característica esencial del periodo: la ubicuidad de la guerra. Los conflictos bélicos, ya fueran de carácter casi mundial porque enfrentaban a los grandes imperios, o de carácter local, fueron continuos y feroces, desde
Atila y sus hunos y la caída del Imperio romano de Occidente, al avance incontenible de l
a marea islámica, solo frenado
in extremis por
Bizancio y los francos. En 
Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura, 
José Soto Chica, profesor de la Universidad de Granada, aúna un exhaustivo conocimiento con la veta de gran narrador ya mostrada en incursiones en la novela histórica, para trenzar un análisis de enorme calado histórico pero que se lee con la agilidad que merece un tiempo y unos hechos excitantes. En este libro asistiremos a la caída de potencias como los sasánidas o Roma, al
final del reino visigodo, a batallas cruciales en el destino del mundo como Poitiers, al nacimiento y disolución de efímeros imperios de las estepas o al alumbramiento de leyendas como el rey Arturo. Sin duda,
Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura,
arroja luz sobre una época poco luminosa y poco iluminada por la investigación.

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En cualquier caso, al amanecer del día 20 de junio de 451 la colina se hallaba entre los dos ejércitos e impedía que el flanco izquierdo romano y el flanco derecho huno se vieran. Así que solo una parte, dos tercios, de las formaciones de ambos ejércitos eran visibles para el enemigo. Esto iba a ser importante, pues obligaba a ambos comandantes a mantener constantemente a sus tropas en alerta y a desplegar exploradores que vigilaran y dieran cuenta de cualquier movimiento contrario. De hecho, los manuales romanos de táctica recomendaban eso a los generales romanos que lidiaran con ejércitos hunos: «Cuando avanzan hacia la batalla, la primera cosa que hay que hacer es mantener a tus exploradores en alerta, estacionados a intervalos regulares. Luego hay que hacer planes y actualizar los preparativos…»; 79 de hecho, eso fue lo que debió de hacer Aecio: mantener a sus exploradores alerta y a sus tropas y aliados a punto de encarar cualquier movimiento de Atila.

Pero Atila no se movía. El sol salía ya y los hunos y sus vasallos permanecían a resguardo de su círculo de carros. El campo, sobre el que debía de haber ya centenares, quizá miles de cadáveres como fruto del salvaje combate nocturno entre francos y gépidos, debía de resultar inquietante.

A la luz del día los dos ejércitos debieron de medirse y comprobar que contaban con fuerzas muy parejas, aunque es indudable que Aecio, al sumar a sus filas el contingente franco, disfrutaría de una ligera superioridad numérica. Esa era otra razón más para que Atila dilatara todo lo posible la inminente y temida batalla.

Sí, la temía. Una nueva prueba de ello es que Atila, al contrario de lo que era habitual entre los hunos, no formó sus líneas de batalla durante la noche, al filo de la madrugada. En efecto, según el autor del Strategikon esa era la costumbre de los hunos: formar sus líneas aprovechando la cobertura de la noche y sorprender así al enemigo que quedaba alarmado al ver al ejército huno perfectamente formado para la batalla no bien despuntaba el día. 80 Por el contrario, Atila retrasó todo lo que pudo la formación de sus líneas. No las reunió hasta el mediodía, ¿por qué? Jordanes nos lo aclara: no confiaba en la victoria y pensaba que, en caso de derrota grave, la noche, cercana ya, pondría fin a la matanza y podría cubrir su retirada. 81

Comenzar una batalla pensando en la derrota no era muy tranquilizador. Tampoco lo eran los movimientos de Aecio. Este, recordémoslo, conocía muy bien la forma de combatir de los hunos y, por lo tanto, adoptó un plan de batalla que trataría de contrarrestar las mejores bazas de Atila.

Aecio constituyó su ejército en tres grandes secciones: su flanco derecho estaría compuesto por las tropas de Teodorico I: 15 000 visigodos. La inmensa mayoría de los mismos era infantería ligera armada con bebras, esto es, jabalinas, con angones, es decir, con lanzas pesadas y con scramas y securones, espadas cortas de un solo filo y hachas arrojadizas. Estos infantes ligeros no disponían de yelmo, ni de armadura alguna y tan solo se protegían tras escudos de madera o de mimbre forrados con cuero de buey. Esas tropas ligeras estarían reforzadas por pequeños grupos de nobles a caballo rodeados por sus comitivas armadas. Estos pequeños grupos de combatientes de élite irían mejor armados con espadas largas y lanzas pesadas e irían, asimismo, provistos de yelmos y, en el caso de los más ricos, armaduras de estilo y procedencia romana. 82

El centro de la formación de Aecio estaba compuesto en su mayoría por los alanos bajo el mando de su rey principal, Sangibano. Ya hemos visto que Jordanes trató de echar sobre este el pesado manto de la traición y la cobardía. Según el historiador de origen godo, los alanos habían pensado en desertar y entregar Aurelianorum a Atila. La oportuna llegada de Aecio y Teodorico impidió dar cima a la traición y obligó a Sangibano y a sus alanos a unirse a los romanos. 83 Esta versión de los acontecimientos no se sostiene a poco que uno medite sobre ello. Entre otras cosas porque los alanos de Sangibano, que residían en Aurelianorum, eran los principales encargados de protegerla y lo hicieron con brío durante tres semanas y sin recibir auxilio ni de godos, ni de romanos. La ciudad no solo no fue entregada a los hunos, sino que fue defendida con valentía y éxito. Jordanes acusa a los alanos de cometer traición, aunque no lo hicieron y les atribuye unas intenciones que se contradicen con su actitud real. Jordanes, simplemente y una vez más, puso por delante su «orgullo nacional» y trató de echar sobre unos viejos enemigos de su pueblo, los alanos, el baldón de la traición y la cobardía y, de paso, hacer brillar aún más el valor de sus compatriotas.

Pero el esperpento de Jordanes va más allá de atribuirles a los alanos intenciones de traicionar a Aecio y de acusarlos de ser aliados poco fiables. En efecto, para sustentar su acusación contra los alanos, Jordanes dice que Aecio, al no fiarse de ellos, los colocó en el centro de su formación de batalla con la esperanza de que al estar ceñidos por romanos y visigodos, no les quedara más remedio que combatir. 84 Esto no se sostiene. Como veremos, el centro sería un punto clave de la táctica de Aecio. Si el centro se hundía la batalla se perdía. Aecio hubiera sido un insensato si hubiera colocado allí tropas inseguras y tentadas de desertar al enemigo. Además, ¿cómo se comportaron Sangibano y sus alanos durante la batalla? Pues como tropas aguerridas. Fueron ellos, los alanos, los que aguantaron la embestida de las mejores tropas de Atila y lo hicieron luchando palmo a palmo y retrocediendo en orden y sin romper nunca filas, ni descubrir el flanco visigodo que resguardaban. Hasta Jordanes, sin darse cuenta, certifica que, en el momento cumbre y más duro del combate, cuando cayó herido de muerte el rey Teodorico, los alanos seguían peleando y sosteniéndose junto a los visigodos. 85

Esa no suele ser la forma de combatir de unos hombres acobardados y tentados por la deserción. No, los alanos de Sangibano lucharon bien y con valor. Jordanes, una vez más, deformó la realidad para aumentar el esplendor de sus compatriotas godos. Es sobre estos últimos sobre los que Jordanes hace recaer todo el mérito de la batalla y por eso intenta deslucir a los alanos y opacar a los romanos.

Además de por los alanos, unos 10 000, el centro de la formación de Aecio se veía reforzado por los burgundios, unos 5000 guerreros, y por los contingentes de los sajones y de tropas romanas limitanei y laeti del norte de las Galias: los armoricanos, liticianos y olibriones de Jordanes y que, en total, debieron de sumar varios miles de hombres. Así que el centro era, junto con el ala izquierda, la sección más poderosa de la línea romana. Una formidable combinación de caballería alana, infantería ligera burgundia y sajona, y contingentes de infantes romanos veteranos procedentes de los antiguos limitanei y laeti de la Galia noroccidental, que demostró ser acertada y que debió de sumar unos 18 000 hombres. 86

Por último, el ala izquierda estaba integrada por las legiones, cohortes y vexillationes del ejército de campaña de las Galias, por los bucelarios hunos de Aecio, por los francos salios de Meroveo y por la comitiva armada del príncipe visigodo Turismundo, 87 el hijo mayor del rey Teodorico. ¿Estaba Turismundo implicado? Sí, Jordanes así lo señala y todo apunta a que Aecio quería tener al príncipe cerca de sí. ¿Por qué? Pues porque de quien en realidad no se fiaba era de los visigodos. Y es que, recordémoslo, estos y no los alanos, habían sido los grandes enemigos de Aecio durante las décadas del 420 y el 430 y solo tras la batalla del Mons Colubrarius (438), y tras las luchas de 439, había logrado que se avinieran a respetar el nuevo foedus y, además, los visigodos se habían negado hasta el último momento a sumarse a la coalición contra Atila y habían recibido embajadas de este último. Por todo ello, Aecio quería tener a Turismundo cerca. Sería una suerte de «rehén» en caso de que su viejo padre Teodorico vacilara durante la batalla.

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