Diego Chami
El libro infinito
PRÓLOGO
UN LIBRO QUE SE ESCRIBE SOLO
Un día le conté a Diego una historia. Diego me escuchó atento y, cuando terminé mi relato, repitió el nombre del protagonista de mi anécdota y agregó: “Qué buen nombre para un personaje de cuento”.
Creo que Fogwill dijo alguna vez que los escritores son como los seductores (bueno, él decía “mujeriegos”). Que cuando un seductor llega a una reunión, enseguida busca a qué mujer seducirá y pergeña los artilugios para lograr su cometido. Algo parecido hacen los escritores, que siempre están buscando dónde hay una historia para contar, de qué anécdota pueden apropiarse, y cuál sería el género y la forma de cada una, las estrategias para narrarlas. Porque no importa a quién le hayan sucedido, las historias están ahí, son de todos, universales, flotan en el aire, sólo hace falta saber contarlas.
Diego bucea en su infancia, en los casos que representa como abogado, en su vida académica, en la docencia, en la familia propia y en las familias ajenas, en las vacaciones familiares, en los vínculos íntimos, en los viajes iniciáticos, en las sesiones de terapia, en la historia argentina, en el futuro apocalíptico, en las escenas que se insinúan, para emerger con un relato. Porque Diego convierte en cuento esos mundos vividos, pero también los inventados, los imaginados y los fantaseados.
Y quizás entonces la analogía entre el escritor y el seductor sea nuevamente pertinente. Porque la escritura es también un acto de seducción, el que escribe envuelve al otro en palabras, lo atrae, lo encanta con ese efecto hipnótico que tienen los cuentos bien contados que hacen que siempre queramos que nos cuenten uno más, como bien lo supo Sherezade, que salvó su vida —y enamoró también— contando historias.
La factura de estos cuentos se parece al autito de carreras del protagonista de “Sapo”, que primero y con paciencia desarma el auto del primo para develar el mecanismo secreto que lo hace funcionar. Diego busca sus historias y las desarma, separa las piezas, las reduce y recién entonces las vuelve a ensamblar, las combina y nos las devuelve, seguro de que ofrece entonces a sus lectores relatos equilibrados, que se sostienen y funcionan. El trabajo de Diego consiste entonces, como hace Sebi, en “dar peso y estabilidad” o en hacer que en los relatos, como en los matrimonios de “Ser moderno”, “apenas se noten las costuras”. O que incluso, como en “El libro infinito”, que parezcan historias que se escriben solas.
Diego pone en palabras algunas imágenes que se han impregnado en su retina (y que quizás acompañen a muchos otros) y algunas historias que ya a muchos nos resultan familiares: las peleas de pareja, las difíciles relaciones laborales, las inseguridades y debilidades de cada uno, los miedos, las ganas de cambiar de vida, las coincidencias de la vida, los desencuentros y las posibilidades que se abren luego de encuentros fortuitos. Todas ellas quedan ahora y para siempre plasmadas en estas páginas.
Diego elige que los personajes de estos cuentos no se crucen, aunque el lector bien podría imaginar entrecruzamientos o coincidencias, porque eso implica además la lectura de esta antología, inventar e imaginar mundos posibles a partir de los narrados, como las historias que se cruzan en “Un ejército para su sable de aventurero”.
En su acepción más etimológicamente literal, una antología sería algo así como un ramo de flores. Y, por extensión, sería entonces una recolección, una selección de lo más hermoso o representativo, una compilación de fragmentos elegidos. Pero la antología también tiene algo de engranaje. Su gesto crítico consiste en tomar las piezas y ponerlas a funcionar en un todo. Aquí todas las piezas están en su lugar, y el engranaje funciona a la perfección. Y gracias a ello esta antología se convierte en una guía, en un manual de descubrimiento, en un tratado de exploración de los mundos que Diego tiene para contarnos, sin negociaciones ni explicaciones, o mejor dicho, la explicación, la lógica, es el cuento.
Duplo cego , el libro de poemas de Armando Freitas Filho, tiene como epígrafe una definición apócrifa de un diccionario del protocolo médico que dice así: “Duplo ciego. Adj. Relativo al test en el cual la composición de la droga aplicada, inerte o no, es desconocida tanto por el que la recibe como por el que la administra”. Esta es la metáfora perfecta de la relación escritor / lector. Se escribe para nadie o para todos, que es lo mismo. No se sabe si la droga producida funcionará o no, tampoco quién la engulle. Puede funcionar para algunos y no para otros. O puede funcionar por un tiempo, y después ya no. O puede funcionar para quien no funcionaba y perder la eficacia para los demás por haberse aplicado mucho.
Sólo puedo imaginar para El libro infinito muchos ciegos, como yo.
LUCÍA VOGELFANG
Maldonado, enero de 2018
Para Alicia
Mi papá me avisó que el domingo íbamos a ir a la quinta de mis tíos Luis y Estela, en Don Torcuato. Yo me había quedado con el auto muleto de mi primo Javier. Un día lo di vuelta, lo desarmé, vi bien cómo estaba armado y decidí preparar mi propio autito. Esa misma tarde, después del colegio compré la carrocería de plástico en la librería, fundí unos soldaditos y con un molde armé un rectángulo de plomo. Sacrifiqué varios soldaditos y quemé el jarrito de la leche que usaba mamá para preparar el desayuno y que un día desapareció misteriosamente. Para darle peso y estabilidad pegué el plomo adentro del auto con plastilina. Para armar la suspensión, calenté el propio eje de las ruedas del auto al fuego y quemé el soporte para que las ruedas pudieran subir y bajar. Después tensé los ejes a lo largo con dos elásticos, que clavé con cuatro chinches.
En realidad, debo decir que los primeros intentos no fueron exitosos porque los cortes que hice con los ejes calentados al rojo vivo o fueron desparejos y el auto tenía una inclinación que le impedía andar en línea recta, o fueron demasiado grandes y la suspensión no sostenía el peso del plomo, o ambas asimetrías a la vez. Después de varios intentos y de sacrificar varios autitos y de quemarme con el eje caliente, pude armar uno que tuvo los ejes cortados de manera simétrica y del largo justo para que los elásticos funcionaran bien. Para la presentación de mi autito en sociedad, agarré una caja de mocasines de Guido de mi padre que durante la carrera sería mi box. Puse en la caja el autito “preparado”, dos paquetes de plastilina, un rollo de elásticos, una cajita de chinches y un plomo de repuesto. La caja durmió conmigo todas las noches.
Cuando llegó el domingo, busqué la caja de zapatos y probé el autito, que corría derecho, muy firme, amortiguado por la suspensión. Me puse la campera, agarré un pañuelo y lo guardé en el bolsillo de atrás de mi blue jean, y esperé a mis padres sentado en el living. Mis padres no aparecían. Fui a buscarlos a su cuarto, que estaba al fondo del pasillo. La puerta de su cuarto estaba cerrada y por el tono de las voces supe que discutían. Entré y los noté incómodos.
Bajamos al garaje con papá y me senté en el asiento delantero del Peugeot 403 que había comprado ese año. Con cuidado, coloqué la caja de zapatos en el asiento de atrás. Papá puso la radio y con el encendedor del auto prendió un Chesterfield. Abrí la ventana. Papá bajó y abrió el portón del garaje. Esperamos un rato eterno a que mamá terminara de peinarse, pintarse y vestirse. Finalmente llegó.
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