Diego Chami - El libro infinito

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Los cuentos que conforman
El libro infinito, el inicio literario de Diego Chami, ponen en palabras historias conocidas por todos: las peleas de pareja, las relaciones laborales, las inseguridades y debilidades de cada uno, los miedos, las ganas de cambiar de vida, las coincidencias, el descubrimiento de la propia identidad, los desencuentros y las posibilidades que se abren luego de situaciones fortuitas. Todas ellas quedan ahora y para siempre plasmadas en estas páginas porque Chami convierte en cuento esos mundos vividos, pero también los inventados, los imaginados y los fantaseados. Con ellos nos interpela, hace emocionar, pero sobre todo, confirma que es imposible vivir sin ficción.

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Busqué un cajón de madera de Coca-Cola, lo di vuelta y me subí. Jugué un rato pero no pude embocar ningún tejo ni en la enorme boca del sol, ni en el sapo, ni en el molinete. Solo pude meter los tejos en los otros agujeros.

Al rato apareció Susanita.

—¿Puedo jugar? —me preguntó.

—Bueno. ¿Vos también te aburriste? —y le di las fichas.

Susanita era más alta que yo y un poco gorda. Tenía el pelo largo y oscuro. Por el contorno de la blusa noté sus tetitas firmes. Además, tenía un vaquero que le ajustaba.

Tiré todas las fichas al sapo, emboqué alguna en los agujeros de los costados y logré sumar algunos puntos.

—Viste, es fácil. Probá vos —le dije.

Ella se dio vuelta, se agachó, apuntó al sapo y tiró pero no hizo puntos.

—Pero no embocás ni una. Mirá cómo emboco yo —le dije y seguí tirando al sapo.

—¿En qué grado estás? —me preguntó.

—En quinto, ¿y vos?

—En séptimo. Este año termino el cole.

—¿Qué vas a hacer después?

—¿Y qué voy a hacer? Voy a seguir la secundaria y después quiero ser enfermera. ¿Vos qué vas a hacer?

—No sé… Me gustaría ser piloto de turismo carretera… pero mi papá me dijo que primero hay que ser copiloto y entonces no sé todavía.

—¿Sabés lo que es la paja?

—No, no sé —le contesté, y ella salió corriendo hacia la casa del fondo donde vivía con su madre.

—Chicos, chicos, vengan, vamos a comer el postre, hay torta con helado —gritó tía Estela. Corrimos al patio y nos volvimos a sentar en la mesa.

—Pero no se lo coman todo, tienen que dejar para Segunda y Susanita —dijo la tía Estela.

—Yo les llevo, tía, yo les llevo —dijo Javi.

—¿Quién quiere jugar al billar japonés? —pregunté.

—Yo quiero —dijo Robi—, pero dame ventaja.

—¿Por qué ventaja?

—¿Por qué te parece? Porque ganás siempre.

—Bueno, está bien, te doy cinco fichas de ventaja.

Busqué el tablero y lo apoyé en la mesa del patio.

—¿Qué fichas querés, las verdes o las rojas?

—Las verdes.

—Bueno, te saco las cinco de ventaja y además empezá vos. Ahí va, adentro la primera.

Robi embocó otra más pero a la tercera gritó de dolor por el choque de su dedo índice con el tejo y erró.

—Ahora me toca a mí —le dije.

Gatillé mi dedo índice con el pulgar y lo acerqué al tejo blanco. Tiré y emboqué mi primera ficha roja y después otra y otra sin parar, hasta ganar el partido.

En ese momento vi a Javi que venía caminando de la casa de los caseros y al pasar a mi lado dijo:

—Boludo, no estás avivado.

UN EJÉRCITO PARA SU SABLE DE AVENTURERO

Poco tiempo después de haber empezado a trabajar en el estudio, tuvimos que ir al puerto de La Plata para inspeccionar un buque que se había incendiado. El siniestro era importante y en el estudio decidieron que fuera con Roldán.

Roldán era un español que había emigrado a la Argentina a fines del siglo XIX. Frecuentaba el bar del Hotel Español, en la Avenida de Mayo, centro de reunión franquista. El Hotel Español estaba frente al bar Iberia, donde se encontraban habitualmente los republicanos. Roldán siempre contaba —entre las pocas cosas que contaba— que había participado en muchas de las peleas entre los dos bandos. Roldán repetía que en plena guerra civil un camión republicano se había parado en medio de la Avenida de Mayo, entre ambos bares, y había difundido el Himno de Riego de la Tercera República Española. Entonces con una voz y pose de cierto orgullo decía que desde el bar del Hotel Español comenzaron a volar vasos, tazas, sillas y mesas contra el provocativo camión. La batahola, decía Roldán, solo cesó con la llegada de la policía. Entre los que tiraban contra el camión estaba yo, contaba Roldán.

Roldán vivía en un PH en la calle Olleros y Roosevelt, en Colegiales. Y ahí empieza la verdadera historia. Me acuerdo de todo como si fuera hoy. Llegué a su casa muy temprano y toqué el timbre. Un perro se acercó mientras esperaba y empezó a olerme. Me quedé un momento parado a la sombra de unos plátanos sin podar frente a la calle que todavía era de adoquines. Toqué de nuevo el timbre y a través del vidrio de la puerta vi a una chica que bajaba por la escalera de mármol blanco y me abría la puerta. Pregunté por Roldán y la chica me dijo que Roldán bajaba enseguida pero que pasara si quería, y pasé. Se presentó como Natalia, la hija de Roldán. Me ofreció un café y me dijo que lo esperara en la mesa del comedor. La mesa estaba cubierta por un paño verde. En el comedor, sobre el piso de pinotea, había un gran aparador de madera y mármol.

La chica me preguntó si quería el café solo, con leche o con crema. Le dije solo. Desde donde estaba sentado en el comedor se podía ver la cocina y me quedé mirando a Natalia mientras preparaba el café. Había algo en sus rasgos que me parecían conocidos. Me sirvió el café y me dijo que su padre hablaba mucho de la oficina y también de mí y de papá, tu abuelo. Me sorprendió el comentario y no le pude decir lo mismo porque en el estudio Roldán hablaba muy poco y además nunca mencionaba a su familia. No se lo dije, pero yo ni siquiera sabía que tenía una hija. Enseguida apareció Roldán y nos fuimos en mi auto a La Plata.

Roldán era muy peronista y cuando asumió Perón visitó la fragata Galicia que Franco había mandado para que sus marineros participaran en el desfile militar.

Yo no aguantaba ese dejo de melancolía de los comentarios de Roldán —“seguro que nos dieron este siniestro para analizar porque es un caso chico, no tenemos capacidad para atender siniestros técnicos”, y otros comentarios por el estilo—, por eso simplemente prefería no hablar durante los viajes. Los viajes en auto tenían un condimento especial porque Roldán fumaba con boquilla. Apagaba un cigarrillo prendiendo el siguiente. Pero lo peor no era el humo sino el olor a nicotina que quedaba en el auto. Siempre odié el cigarrillo. Nunca fumé.

Durante el trayecto hasta La Plata y en los días que siguieron pensé en Natalia. Había algo misterioso en ella que me atraía y muy de a poco se convirtió en una obsesión. Además, yo había terminado con Yanina, una novia de esa época, y me sentía con la necesidad de al menos una conquista, y la perspectiva de una relación me entusiasmaba.

A veces no me acuerdo de cosas que me pasaron ayer, pero de esto me acuerdo perfectamente, no sé por qué. Me acuerdo de que llamé a Natalia una tarde en que Roldán estaba trabajando en la oficina. Cuando la llamé, yo podía ver a Roldán sentado en su escritorio. Era un viejo escritorio de algarrobo. Había varios iguales y hoy, ya viste, los reemplazamos. El escritorio de Roldán tenía sobre la tapa un vidrio y debajo guardaba los almanaques de los años en que había trabajado en la oficina. No había fotos. Roldán escribía en su computadora y hablaba. Yo no oía lo que decía y desde el lugar donde estaba sentado no podía ver con quién hablaba. De repente dejó de escribir, retrocedió con el sillón, abrió el cajón del medio del escritorio y se puso un cigarrillo en la boca. Después giró y me miró.

En ese momento me atendió Natalia. Hablamos un rato y la invité a tomar un café al día siguiente a la salida del trabajo.

La esperé en un bar en la esquina de Cabildo y Federico Lacroze. No sé por qué la cité allí. Llegué un rato antes. Abrí la puerta de blindex del bar y busqué una de las mesas de atrás. Eran de fórmica blanca y no tenían mantel. Cada mesa tenía un servilletero de plástico transparente con forma de medialuna con servilletas de papel. En el fondo del bar había un espejo esfumado que cubría toda la pared. Cuando estaba por llegar a la mesa que había elegido, la vi por el espejo. Era verano y llegó con una musculosa blanca y con un pantalón ajustado. No tuve que explicarle por qué la llamaba y ella no me preguntó nada. Me contó que estudiaba filosofía en la UBA. El problema de la carrera es que no tenés que dar los finales al terminar el curso y eso se vuelve una trampa mortal porque no los rendís nunca y te atrasás en la carrera, me dijo. Le dije que yo me había recibido de abogado en cuatro años y que las materias habían sido promocionales. Le propuse compartir un tostado y me dijo que había empezado una dieta macrobiótica. Estaban de moda en esa época.

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