Después la conversación fue al tema común, que era mi compañero de trabajo, su padre. Le pregunté cómo era Roldán en familia porque en la oficina no se relacionaba con nadie. Le dije que a la hora del almuerzo nos juntábamos todos para comer en la sala de reuniones del estudio pero que Roldán siempre comía solo. Le dije que nunca contaba nada, ni sus salidas, y que parecía que nunca iba al cine, mucho menos al teatro, ni a la cancha. No sé por qué la conversación fue por ese rumbo pero yo seguí con el tema de su padre. Le dije que cuando lo invitaban a las cenas de fin de año del estudio decía, de manera desconcertante, muchas gracias, mejor no. Seguí con mi incontinencia y le dije que además en la oficina Roldán era un obsesivo, maniático del orden, que tenía su escritorio muy prolijo y las carpetas bien apiladas. Además, le dije, es imposible que trabaje sin saco y sin corbata. No te parecés en nada a él. Al rato ella me dijo sin inventar ninguna excusa que se tenía que ir. Le dije que nos podíamos ver de nuevo y me dijo que si no hablábamos de su padre, quizás podíamos salir otra vez, y se fue.
A la semana siguiente de esa primera cita con Natalia, Roldán tenía que visitar a un cliente en San Lorenzo. De nuevo me pidieron que lo acompañara. Roldán tenía que verificar el sistema de medición de tanques de aceite de soja de Nidfous, una multinacional cliente del estudio.
Pasé a buscar a Roldán con el auto. Estacioné frente a su casa y toqué timbre esperando ver a Natalia. Pero esta vez Roldán salió enseguida, me saludó y subió al auto. Natalia no apareció. Roldán traía un bolso en una mano y en la otra un tubo de un metro de largo que pusimos en el baúl. Le pregunté qué había en el tubo y me dijo que era el calibre. Tomamos por Pampa hasta Lugones, General Paz, Panamericana y finalmente la ruta 9.
Después de una hora de viaje paramos en Zárate para cargar nafta. Roldán me dijo que iba a aprovechar para ir al excusado. Seguimos viaje, pasamos San Pedro, San Nicolás, y finalmente los carteles indicaban setenta y cinco kilómetros para llegar a San Lorenzo. Hasta allí Roldán había estado callado. Pero cuando salimos de Zárate me dijo: Te voy a contar una historia.
No sé si conocés Lima, me dijo. Le contesté que había hecho un viaje desde Buenos Aires hasta Arica en un Fiat 600, pero que no había podido llegar hasta Lima. Roldán me dijo que en Lima había, todavía hay, una estatua de Roque Sáenz Peña. Sáenz Peña está parado y la estatua está en un boulevard en medio de una gran avenida de doble mano. No es una gran obra, me dijo y me preguntó si sabía por qué había una estatua de Sáenz Peña en Lima. La pregunta era ociosa o no tanto porque estaba claro que yo no sabía la respuesta. Bueno, me dijo, te voy a contar.
En 1879 empezó la Guerra del Pacífico entre Chile, por un lado, y Bolivia y Perú por el otro. La sociedad argentina apoyaba a Perú pero nadie iba a la guerra. Roque Sáenz Peña dijo que no se había envuelto en la capa de aventurero en busca de un ejército para su espada. No, nada de eso, la causa de Perú y Bolivia era la causa de América y la de sus hijos y ese hijo de América se fue a la guerra, me dijo Roldán que dijo Sáenz Peña. Después me dijo que casi se va a pelear a Sudáfrica a favor de los bóeres. En realidad, lo que movía a ese joven Sáenz Peña era otra cosa. Después de recorrer los senderos del deleite, de beber las copas del placer hasta la embriaguez de las pasiones, a los veintiocho años Roque Sáenz Peña había decidido casarse. No iba a casarse con esas damas de sociedad que su padre le había presentado sino con una vecina de su campo. Y un día la llevó al campo de su padre, don Luis Sáenz Peña. Luis Sáenz Peña después sería presidente y Roque también, pero no nos desviemos de la historia. El día en que Roque llevó a su novia al campo de la familia, Luis Sáenz Peña casi se muere. Lo enfrentó directamente. Le contestó que no, que no podía casarse. No anduvo con vueltas y apenas Roque le preguntó por qué, se lo dijo. Es que tu novia es tu hermana, y que se crea otro que no buscaba un ejército para su sable de aventurero. Se fue para Perú. Llevó la espada que le regalaron sus amigos del Club del Progreso.
Los peruanos lo designaron teniente coronel. Roque caminó no sé cuántos kilómetros en el desierto de Atacama con un sol abrasador y sin agua. Yo lo crucé en auto y ya fue duro. Primero peleó en la batalla de Tarapacá y después en la defensa del morro de Arica. Los chilenos eran más que los peruanos y dieron la orden de rendición con la amenaza de que no habría prisioneros. No se rindieron y los chilenos escalaron y tomaron el morro. Encontraron a Roque con una herida en el brazo derecho. Los chilenos se entretuvieron robándole la cadena y el reloj y un oficial chileno que lo reconoció, le salvó la vida.
Estuvo prisionero y a punto de ser fusilado hasta que intercedieron los amigos, en especial Miguel Cané. Después volvió a Buenos Aires como héroe de la Guerra del Pacífico, fue el del sufragio universal y murió en la presidencia por una enfermedad de su época. Por eso tiene una estatua en Lima, me terminó diciendo Roldán.
Llegamos temprano a San Lorenzo y nos fuimos directamente a la terminal portuaria de Nidfous. En ese momento me enteré de dos cosas. La primera, que la comprobación del calibrado se hacía desde el techo de los tanques, y la segunda, que se subía al tanque por una escalerita de una altura de cinco pisos que daba al vacío. Vos llevá el tubo, me dijo Roldán mientras guardaba su linterna en el bolsillo. Subió sin dudar y yo lo seguí sin mirar para abajo. Llevé el tubo en una mano mientras con la otra me agarraba de la baranda que daba al vacío.
Fue muy lindo porque desde el techo del tanque vimos los meandros del Paraná, la caída de la barranca en el río y los sauces sobre una extensa pradera verde. También había muchas chatas y barcazas en el río.
Después de un rato, Roldán me dijo, mirá, ese es el Campo de la Gloria, ahí fue la batalla de San Lorenzo. Miré al norte, hacia donde Roldán apuntaba, y vi una gran plaza en medio del pueblo. Enseguida Roldán me dijo que por ahí habían llegado los españoles y me señaló el lugar.
Roldán abrió la tapa del tanque y vimos el sistema de medición. Era una cinta métrica de metal calibrada que recorría el tanque desde el fondo hasta el tope. La altura del líquido en el tanque determinaba la cantidad almacenada. Roldán me pidió que le diera el tubo. Abrió la tapa, sacó el metro articulado que estaba adentro y lo metió en la boca del tanque. Me dijo que me acercara y después me dijo: ves, ves. El tanque estaba oscuro y no vi nada. Mirá, mirá, insistió Roldán. No tuve más remedio que mirar. Me asomé con cuidado para no caerme dentro del tanque y miré el lugar iluminado por la linterna. Lo que vi fue que el metro de Roldán era más largo que el metro de calibración del tanque. Roldán tomó unas fotos, sacó el calibre y cerró la tapa.
Vos sabés que siempre tuve un poco de vértigo y había que bajar del tanque. Roldán bajó primero y yo lo seguí mirando fijo los escalones, siempre con el tubo en la mano. Después tuvimos dos horas libres para almorzar antes de la reunión en las oficinas del cliente, unos pitucos que cortaban el bacalao, según Roldán. Así hablaba.
La semana siguiente llamé de nuevo a Natalia, de nuevo cuando Roldán no estaba en su casa. Vamos al cine y después te invito a cenar, le dije. ¿Al cine no me invitás?, me dijo. Sí, por supuesto, al cine también, le contesté. Mirá, no tenés que invitarme ni al cine, ni al teatro, en todo caso también te puedo invitar yo, me dijo. Y fuimos a ver Sol ardiente de Nikita Mijalkov. No sé si la viste. En el cine apenas si me animé a rozarle el brazo con el mío, pero cuando terminó la película Natalia me empujó a la salida de emergencia donde estaban las escaleras y me dio un beso. Ves, me dijo, no tenés que invitarme a nada, yo me invito sola. Fuimos a cenar y después a mi departamento, el primero que alquilé cuando me fui a vivir solo. Ella llamó a su casa para avisar sin dar explicaciones que esa noche no volvía y se quedó a dormir conmigo.
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