Joel Singer - El Peruca

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Una villa miseria en el corazón del Conurbano bonaerense, en la Argentina.
Un territorio de bien acentuados contrastes, de escandalosas diferencias.
Un barrio de discotecas, de pubs, de gimnasios, de casas bajas, de clubes privados.
Una pandilla liderada por un joven, un muchacho rodeado por un grupo de pibes que lo adoran.
Un comisario honesto, convencido de que en la villa Carlos Gardel se concentran todos los males que debe combatir.
Un tren que es una parte central del paisaje, casi un universo.
Un Cuerpo de Elite creado con el único objeto de terminar con la banda del Peruca.
Una agrupación anarquista integrada por chicos que todavía no terminaron la escuela secundaria.
Un pub, The Pits, en las paredes de cuyos baños los pibes escriben la historia de sus vidas.
Una pareja de policías que vigilan una zona que se está volviendo cada vez más peligrosa.
Un comisario que es, en realidad, un delincuente uniformado.
Un grupo de pibes que compiten, que se buscan, que se odian, que se quieren, que se aman.
Una historia de amor, locura y muerte.

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El liderazgo del Peruca estuvo también inseparablemente asociado a la puesta en práctica de ciertos actos de justicia dirigidos contra los enemigos que vivían allí y contra los policías que, con regularidad, sometían a los muchachos y a los más chicos a toda clase de humillaciones. Entre este tipo de acciones no es posible omitir lo que le ocurrió al sargento ayudante Víctor Codovilla, siniestro personaje que cumplía funciones en la Comisaría Segunda de Haedo bajo las órdenes del corrupto comisario Benedicto Marianetti. El episodio merece que le dediquemos cierto espacio porque hoy, después de muchos años de ocurrido, no existe la menor duda sobre la autoría intelectual y material del hecho.

El sargento ayudante Víctor Codovilla era uno de los hombres de confianza de Benedicto Marianetti. Venido a menos por los intempestivos achaques, el Chancho Codovilla manejaba la caja chica de la comisaría que dirigía Marianetti. Era, durante el día, los mismos ojos del comisario. A los cincuenta y siete años había logrado acumular un nada despreciable patrimonio: una señorial casona en la parte más selecta de Paso del Rey; una casa de verano en el exclusivo barrio Los Troncos, en la ciudad de Mar del Plata; dos departamentos en el centro de la ciudad de Buenos Aires; depósitos en no menos de tres bancos; un desconocido número de cocheras; dos autos 0 Km y una camioneta Ford F 100. Su conocida afición por la comida le había hecho ganar una voluminosa panza en la cual cabían los alimentos suficientes para saciar a muchas personas. Víctor Codovilla era capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera el comisario Benedicto Marianetti. Atrás habían quedado los años en los que se había hecho cargo de algunos trabajos sucios por los que había sido bien recompensado, pero seguía siendo un fiel miembro del equipo de Marianetti. Desde el momento en el que iniciaba su tarea de vigilar a pie las dos o tres manzanas circundantes a la muy concurrida estación Haedo, comenzaba con una interminable serie de pedidos a todos los comerciantes de la zona; nadie quedaba libre de sus requerimientos, porque su apetito voraz no rechazaba nada que se pudiera comer o beber. Hasta una pobre anciana paraguaya de ochenta y dos años, que vendía chipas y otros panecillos a la entrada de la estación, era sistemáticamente visitada por este despreciable personaje, por este tipejo que hasta se permitía opinar sobre la calidad de lo que consumía o sobre lo bien o mal hechos que estaban los envoltorios de los panes que, con gran dificultad, hacían las artríticas manos de doña Tole.

La paraguaya doña Tole vivía en las precarias viviendas que se encontraban detrás del Hospital Posadas, en el mismo predio de la populosa villa Carlos Gardel. Era una histórica residente que no había seguido el camino de los paraguayos que habían sido derrotados por el Peruca. Una mujer que vendía en la estación los panes que amasaba con las propias manos, la bondadosa abuelita que asistía a las muchas chicas que, tempranamente, quedaban embarazadas. Madre de varios hijos y abuela de incontables nietos, todos residentes de la villa y trabajadores. Respetada, admirada y hasta temida porque los policías que, de manera recurrente, habían ingresado a la villa en la época de los militares con el objeto de apresar a los militantes políticos que allí actuaban, jamás le habían sacado una palabra. Esto lo sabían todos. Los chicos y los grandes. Los buenos y los malos. Y también lo sabía Víctor Codovilla, bien conocido por su violencia y por los malos tratos y, en especial, por esa voracidad, por esa hambre insaciable que lo hacía salir de la panadería La gran flauta para ingresar al bar de don José, al almacén de Mario, al supermercado de los chinos. Provocaba repulsión ese hombre que estaba todo el tiempo masticando algo, que arrastraba las piernas, con esa panza que se balanceaba por afuera del cinturón como si estuviera pronta a caerse al piso. A Víctor Codovilla se la tenían jurada, estaba marcado desde hacía tiempo, pero sobre todo desde que había cacheado a unos pibes de no más de quince años y se había apropiado de sus pocas pertenencias: cigarrillos, un par de encendedores y hasta las estampitas de San Cayetano que el más chico de todos cambiaba por un par de monedas en el tren Sarmiento, yendo desde Once a Moreno, de una punta a la otra del recorrido. Y uno de estos pibes conocía a Rubindio, el lugarteniente del Peruca y uno de sus hombres más queridos.

Una noche, el Peruca, Rubindio y tres muchachos más decidieron que había llegado la hora de actuar, que ya conocían demasiado bien los pasos que llevaban a Víctor Codovilla desde la Comisaría Segunda de Haedo hasta su casa en la localidad de Paso del Rey. Los cinco muchachos se subieron al reluciente Chevy negro que el Peruca utilizaba para operaciones importantes. Era un auto que tenía sus años, pero que parecía recién salido de fábrica, un auto que había dejado de fabricarse hacía tiempo y por el cual él sentía un especial cariño. Tenía otros coches y motos, pero el Chevy era como su primer gran amor desde que había llegado al país. Además, todas las cosas que había hecho con ese vehículo siempre le habían salido bien, tenían el éxito asegurado. El Peruca usaba una pistola Bersa calibre 9 mm, pero para esa ocasión decidió llevar un hermoso puñal con un mango de hueso, un puñal que había traído de Perú, un arma con una larga e ilustre historia. El policía no era digno de ser tajado desde el cuello hasta la cintura con esa bella arma, pero las manos del Peruca sí eran dignas de empuñarla para hacer justicia, para pronunciar una sentencia inapelable. El Peruca estacionó el auto a no más de dos cuadras de la casa del policía y desde allí fueron caminando tranquilos, conversando y haciendo bromas, imaginando la cara de estupor de Víctor Codovilla cuando adivinara en los iracundos rostros de los pibes que ese era el último día de vida que tenía. Ellos lo atacarían ni bien doblara la esquina, la esquina de esa oscura calle silenciosa que siempre olía a eucaliptos, sombreada por las acacias y los paraísos, perfumada por las flores de los jardines, iluminada por los refucilos. Eran cerca de las diez cuando vieron al policía que venía caminando, arrastrando los pies, eructando los gases acumulados en ese inmundo estómago repleto de comida: los mates con bizcochitos de grasa, los cafés, los vasos de vino y los sándwiches, los chipas de doña Tole, los choripanes y los panchos, la tira de asado, las porciones de pizza, las copas de anís y de licor de huevo. Todo eso tenía lugar en esa panza inmensa que lo fatigaba, que le demoraba el paso y que lo había relegado a esa guardia marginal, muy lejos, por cierto, de los buenos servicios que en el pasado le había prestado a Benedicto Marianetti. Hacía unos minutos que había comenzado a tronar fuertemente y los relámpagos iluminaban el cielo cuando Rubindio le dio, antes de que doblara la esquina, un tremendo cachiporrazo en la cabeza, golpe que dejó cómicamente rígido al sargento ayudante Víctor Codovilla. Sin demorarse, dos muchachos más lo sostuvieron de los hombros. Rubindio, con inocultable repulsión, lo tenía bien agarrado de los pelos grasientos que, poco a poco, se le iban tiñendo de sangre. Comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia. Eran gotas grandes, de esas cuyo peso se siente en el cuerpo cuando lo golpean, que preanuncian un diluvio a mares que inunda las calles y las vuelve desiertas, pero que por sobre todas las cosas limpia la mugre y refresca el aire. El Peruca se puso un guante de plástico, de esos que se usan para lavar la ropa; ya la lluvia empezaba a ser torrencial cuando le asestó una puñalada tan profunda en el medio del pecho que solo dejaba a la vista el mango blanco del hermoso cuchillo. Después, sin soltar el puñal y a partir de donde se lo había clavado, lo llevó hasta la altura de la vejiga; lo abrió, literalmente, en dos partes; las tripas y todo lo que esa inmunda panza guardaba en su interior cayó ruidosamente al piso, sobre las cuadradas baldosas amarillas. Luego, con lentitud, lo recostaron bocabajo, sobre la vereda, y se fueron caminando en paz, riéndose a carcajadas, bajo la intensa lluvia que comenzaba a lavar la vereda sucia.

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