El comisario Villafañe era un verdadero obseso a la hora de elegir a quienes quería a su lado. Nada se le pasaba por alto al hombre que ponía el ojo en los legajos de todos. Eran bien conocidos sus vetos a los candidatos que el subcomisario Jerónimo Pirker, titular de la División Reclutamiento y amigo personal de Villafañe, le sugería. Todos sabían cuán acaloradas eran las discusiones entre los dos amigos, cuán difícil era llegar a un acuerdo sobre quién sería el más indicado para cumplir una función.
A pesar de ser un hombre de edad madura, el jefe de la Departamental de Ramos Mejía mantenía una exigente rutina deportiva. El boxeo, la natación y la esgrima tenían un lugar estable en la sobrecargada agenda del comisario. Y cada dos semanas iba en bicicleta desde su domicilio, en Ciudadela, hasta la casa de sus padres, en San Antonio de Padua. Villafañe era un hombre del oeste de la provincia, una persona que conocía a todos, a los buenos y a los malos, a los simples arrebatadores y a los peces gordos. Para él, el mundo del comportamiento humano desconocía las gradaciones y solo se dividía entre los que se portaban bien y los que se portaban mal. No existían las excepciones. Desde hacía unos años venía manifestando cierta preocupación por la creciente presencia de inmigrantes. En su mundo de rígidas dualidades, los inmigrantes buenos se habían radicado en la populosa ciudad capital y los malos se afincaban en las villas del Gran Buenos Aires para dedicarse al tráfico de drogas pesadas y a los secuestros extorsivos. Y una de estas villas se encontraba, precisamente, bajo la jurisdicción de la departamental que él dirigía. Era la temida y misteriosa villa Carlos Gardel, emplazada detrás del Hospital Posadas. Una villa inmensa, superpoblada de jóvenes que desde muy chicos adherían a diferentes bandas, pandillas en las que pulían los tres o cuatro valores que los acompañarían hasta la muerte. Villafañe sabía que la clásica población paraguaya había sido reducida a la condición de minoría por la llegada masiva de peruanos que escapaban de un país donde las políticas económicas y sociales estaban haciendo peores estragos que los que estaban provocando en la Argentina. Sabía, también, que la Policía peruana tenía las manos demasiado libres, que practicaba la tortura y las ejecuciones selectivas y que estaba considerada como una de las más corruptas de América Latina. Juan Carlos Villafañe tenía problemas, demasiados: el accionar de la mafia china, la corrupción policial y los peores efectos de un oleaje inmigratorio que no vacilaba en calificar, sin miedo, como un verdadero cáncer que terminaría destruyendo las bases fundamentales sobre las que se sostenía el país que sus padres y maestros le habían enseñado a querer. Su decisión de cambiar algunas cosas era tan firme que se fue convirtiendo en el blanco de ataques que tenían la más diversa procedencia. Algunos más explícitos, otros más sutiles. Pero él no era un hombre capaz de dejarse asustar. De hecho, nunca aceptó la asignación de una custodia permanente hasta que las amenazas verbales y las misivas anónimas fueron reemplazadas por intimidaciones cada vez más graves, actos que tuvieron su punto culminante en la colocación de un artefacto explosivo en su domicilio particular. El estallido de la bomba desmoronó parte del frente del modesto chalet en el cual vivía con su esposa. Para ellos fue tan solo un susto y un aviso, pero una inocente vecina perdió la vida aquel fresco 13 de julio de 1989.
De todos modos, a pesar de lo que llevamos dicho hasta aquí, el principal problema que tenía el titular de la Departamental de Ramos Mejía lo representaba una enigmática figura, un personaje casi novelesco, muy joven, dotado de especiales cualidades de líder, alguien que había sabido burlar todos los procedimientos que se habían ideado para poder atraparlo. No se sabía cuándo había arribado a la Argentina. Estaban seguros de que era un peruano nacido en las afueras de Lima, alguien de singular belleza, un joven en el que la pobreza parecía no haber dejado esas crueles señales que la caracterizan, esas infames marcas en el cuerpo. Todos lo conocían, sencillamente, como el Peruca. El Peruca no dejaba dormir al comisario Villafañe. Él estaba convencido, quizá por la aureola de misterio que rodeaba a su figura, de que si no era un líder, sería el nexo fundamental con algún bien oculto y poderoso personaje que, desde vaya a saber dónde, manejaba ciertos asuntos a través de él.
Después del atentado en su domicilio, el jefe de la Departamental de Ramos Mejía sintió una especial preocupación por sus subordinados, un plantel renovado, de gente muy joven que, en promedio, no superaba los veinticuatro años. En la conferencia de prensa que dio después del luctuoso hecho dijo sentirse más padre que nunca, que él era eso, el padre de todos los oficiales bajo su mando. Que se equivocaban los que pensaban que este episodio podría quebrarlo o conducirlo a algún tipo de compromiso. Que no había manera de hacerlo reconsiderar ninguno de los objetivos que se había propuesto. Hasta llegó a decir que si sus mismos hijos hubieran muerto en lugar de esa vecina inocente, eso no hubiera hecho más que infundirle una fuerza adicional para seguir adelante. Que no se equivocaran, vociferó iracundo. Que él no le tenía miedo a ningún poder oculto, a ninguna organización delictiva que tuviera como aliados a policías corruptos, a jueces y a políticos. Después de esto se habló de su posible alejamiento. Fue un rumor que circuló durante varios días en los medios sensacionalistas y en los más moderados y que Caseros se encargó de desmentir en una reacción rápida y tajante cuyo contenido el gobernador Calabró respaldaría más tarde. El espaldarazo de la máxima autoridad política lo comprometió a tiempo completo en la tarea de comprender y desarticular ese sólido entramado que para él no hacía más que confirmar que la Argentina había dejado de ser un país de tránsito para convertirse en una nación donde ya estaban operando los principales carteles de la droga.
En realidad, el Peruca no formaba parte de ningún cartel de la droga. Su banda se dedicaba al asalto de camiones que transportaban mercadería para supermercados y perfumerías. Tampoco estaban libres de sus golpes las casas de ropa que comercializaban las grandes marcas que se conocían en todo el mundo, algunas tan vigentes hoy en día como entonces. La particularidad de los asaltos a estas tiendas la marcaba el hecho de que solo arrasaban con toda la indumentaria masculina. En su haber tampoco faltaban, en menor escala, los robos de joyas y de obras de arte. Pero la droga no le interesaba. Incluso, era odiado en la villa por los dealers que se dedicaban a la comercialización de estupefacientes, personajes peligrosísimos que constituían el principal nexo con los policías corruptos de la bonaerense.
La victoria del Peruca sobre el resto de las pandillas que actuaban o residían en la villa Carlos Gardel estuvo signada por una serie de cambios que, lentamente, comenzaron a impactar en la calidad de vida de muchas personas. El exacto inicio de este reinado, que había logrado sobrepasar el efímero poder que todos los anteriores líderes habían ostentado, tenía de su parte un buen número de muy valoradas realizaciones. Fue en aquellos días cuando los camiones que transportaban carne empezaron a ser desviados a la villa en la cual debían descargar la totalidad de la mercadería que llevaban. Lo mismo les había ocurrido a los camiones de las empresas de lácteos La Serenísima y Sancor y a otras menos conocidas, pero que no se habían visto libres de estas frecuentes expropiaciones que la banda del Peruca llevaba a cabo cada vez con mayor eficacia.
Desde muy chico, quien años más tarde sería el Peruca, recorría con los ávidos ojos la mercadería que veía en las estanterías de Superú , una cadena de supermercados norteamericanos controlados por la South American Company con sede en Boston, Estados Unidos. Fue allí, siendo un niño, entre las góndolas atiborradas de mercadería, donde veía a su madre depositar, a duras penas, en una bolsa de plástico, siete u ocho miserables artículos para darle de comer a sus muchos hijos.
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