—¿Conocés La Colonia?
—No. —Estaba por explicar que ella no era de allí, pero se contuvo. No quería ahondar en detalles, en especial porque le molestaba tener que mentir u ocultar ciertas cosas.
—Es duro, no es un trabajo para cualquiera.
—¿Estás buscando desalentarme?
—No, te estoy alertando, porque me da la sensación de que sos muy joven y tal vez tengas una idea digamos “romántica” de la pobreza.
—No tengo ideas románticas sobre la pobreza —respondió con firmeza.
—Perdón —se excusó él bajando la vista—. Pongo mi voto de confianza en vos, intuyo que vas a andar bien.
—Si te habías propuesto intimidarme, lo estás logrando. —Lola volvió a sonreír.
—No es mi intención, no suelo intimidar a las mujeres. —Juan le devolvió el gesto con un toque de seducción que la descolocó. Sin pensarlo, Lola se detuvo en su boca. Rodeada por una barba bien recortada y tupida, esa boca parecía devorarlo todo… incluso a ella.
El sonido del teléfono celular la sobresaltó. Era un mensaje de Pablo diciéndole que la recogía en la esquina.
—Me voy, me están pasando a buscar. Nos vemos pronto. Un gusto.
—Claro, calculo que nos veremos la semana que viene.
—Sí, creo que el miércoles viajo a La Colonia. —Tiró la colilla y le dio un beso de despedida.
Volvió al interior del bar, recorrió esa mesa gigantesca para saludar a todos, le deseó suerte a Carolina y se marchó.
Juan la observó desde el vidrio. Era bonita, le fascinó el tintinar de sus pulseras, el movimiento de su pollera llena de piedras y colores, ese cabello castaño claro y ondulado que
le llegaba hasta la cintura. En su hombro se veían los últimos trazos de un tatuaje, parecía una mariposa, un ángel, algo con alas, seguro. Lola era de una sensualidad volátil, lo dejó envuelto en un exquisito aroma a cítricos.
Al regresar a la mesa, se acercó a Caro y le consultó:
—Carito, ¿la nueva es casada, tiene hijos?
—No, pero vive con su pareja y parece estar muy enamorada. No te hagas el vivo, que te conozco. Además, ¿cómo se te ocurre andar preguntando por una desconocida cuando llegás muy de la mano con esa otra pobre chica? —Carolina miró a Lisa y Juan le sonrió con un gesto pícaro.
Todos se fueron marchando de a poco, los últimos en irse fueron los de La Colonia. Ernesto no veía la hora de quedarse a solas con Carolina. Finalmente lo logró.
—Bueno, parece que la despedida llegó a su fin —dijo ella sentándose a su lado.
—¿Nos pedimos un martini?
—Prefiero no tomar nada más.
—Me estás evitando.
—Me estoy preservando.
—¿Y lo de la licencia? ¿Eso también es preservación?
—¿A vos qué te parece? No preguntes obviedades, Ernesto, por favor. Sí, me quiero alejar de vos, quiero hacer algo por mí, quiero cambiar, quiero proyectar otras cosas.
—Ya te perdí como pareja y te extraño demasiado. Ahora me hacés esto, me negás la posibilidad de verte todos los días.
Carolina sonrió de mala gana.
—Vos me podrías haber tenido como pareja si realmente hubieras querido darme ese lugar. Pero me relegaste al de una amante. Y yo ahora quiero otra cosa.
—Dale con lo de la amante, por Dios. La pasábamos bien, estábamos bien juntos.
—¿Vos estabas bien? Yo estaba como el culo. Siempre yendo a fiestas y a reuniones sola, como una viuda. Pasé mi cumpleaños sola mientras estabas resolviendo no sé qué historia nueva con Claudia. Dejate de joder, Ernesto… ¿Creés que no me dolió decirte basta? ¿Que no me duele dejar mi laburo, la seguridad de un sueldo fijo, el ir todas las semanas a La Colonia?
—Y yo soy el culpable de ese dolor —expresó con un dejo de resignación.
—No, Ernesto. No empecemos con las culpas. Yo acepté estas reglas y también tengo mi parte de responsabilidad. Pero no quiero seguir así…
Llegó el martini y Carolina terminó pidiendo otro para ella. Ya estaba claudicando, la bebida no le haría bien y tener a Ernesto tan cerca, tampoco.
—¿Creés de verdad que no te amo, que no me volvés loco? Hoy, cuando vi llegar al trastornado ese del médico…
—¡¿A Juan?! —Carolina sonó sorprendida.
—Sí, a Juan, porque desde que llegó a La Colonia, hace unos años, no parás de hablar de él.
—No metas a Juan en el medio, estás diciendo una estupidez.
—¿Por qué no? Es un tipo buen mozo, de carácter, combativo, como te gustan a vos. El tipo se cree el Che Guevara de La Colonia.
—Mirá, no sé qué historia armaste en tu cabeza. No hay otro hombre, ni Juan ni nadie. Acá hay un solo hombre: vos. Un tipo indeciso por el que llevo esperando unos cuantos años.
—¿Te olvidás de la enfermedad de Joaquín?
—¿Ahora metés a tu hijo? ¡Qué bajeza! Eso ya fue y en ese momento yo tomé distancia sin quejas ni reclamos. Pero cuando él se recuperó y volvimos, ¿qué? Todo igual que antes.
—Claudia es una mujer enferma también, inestable… No puedo divorciarme de la noche a la mañana.
—Entonces no hay nada más que hablar. Quedate arreglando los quilombos de tu casa, con tu hijo, con tu mujer, y dejame a mí hacer mi historia.
—Sos una mujer egoísta, Carolina.
—Es probable… Tal vez por eso estoy sola. —Tomó un trago grande del martini que recién llegaba a su mesa. Respiró
hondo y suplicó—: No terminemos mal, por favor, no es eso tampoco lo que quiero.
—No terminemos, entonces. Andá a Europa y cuando vuelvas, hablamos tranquilos.
—¿Vas a dejar a Claudia cuando vuelva? —Era la última esperanza que le quedaba.
—Sabés que no puedo, no por ahora. Joaquín es mi prioridad y dejarlo bajo el cuidado de su madre es casi como abandonarlo dentro de una jaula de leones. Tengo que resolver las cuestiones legales. —Ernesto bajó la vista apesadumbrado.
Carolina tuvo un sentimiento encontrado: por un lado, detestaba su falta de decisión y, por el otro, comprendía que estaba en una encrucijada. Sin embargo, debía pensar en ella.
Tomando coraje, se puso de pie y se fue hasta la barra a pagar la cuenta. Mientras estaba de espalda, sintió la mirada de Ernesto en su piel. Llevaba un vestido ceñido y corto que mostraba sus piernas, uno de sus mejores atributos. Pasaron unos minutos y él se dio por vencido. Dejó dinero en la mesa y se marchó. Carolina respiró, aunque la tentación seguía latente.
Se dispuso a pagar y a tomar lo último que quedaba en su vaso. Se debatía entre quedarse allí un rato más o salir como una loca hacia la calle, interceptarlo y pedirle que se fueran juntos para tener una última vez, esa mentirosa “última vez” que tantas veces se habían dicho.
Sin embargo, el destino decidió por ella. Una voz la alertó:
—No sabía que una chica Orson Welles tomara martini, en nuestros años eran solo cervezas o alguna sangría hecha con vino barato.
Hubiera reconocido ese modo, ese tono, esa voz, aunque tuviera noventa años.
—¿No venís? —Alberto hizo la pregunta por pura formalidad. Era evidente que Leticia no iba, estaba descalza, desarreglada, con un pantalón viejo y una camisola suelta.
Читать дальше