El 3 de enero. Esa fue la fecha de la partida. Era una mañana lluviosa y eso le imprimió más dramatismo a la despedida. Igualmente me mantuve estoica y sonriente; recién cuando tomamos la ruta me permití soltar alguna lágrima. Pablo manejaba con una mano y con la otra me acariciaba la cabeza, mientras me repetía una y otra vez: “Vamos a estar bien”.
Puse lo mejor de mí para adaptarme a un departamento caluroso en el corazón de la ciudad. Traté de vincularme a algunos de sus viejos amigos (cuyas mujeres no hacían grandes esfuerzos por integrarme) y sobrellevé de la mejor manera esa primera etapa. Llegué a llamar hasta tres veces al día a mi casa, y cuando de fondo escuchaba a mis hermanos y a sus amigos en la pileta o me contaban que eran un montón y que iban a preparar un asadito porque la noche estaba divina, sentía que mi soledad era inconmensurable. Colgaba y lloraba.
La familia de Pablo es pequeña y distante. Su hermana Virginia siempre está ocupada, mi suegra es más bien fría y mi suegro habla lo justo y necesario. No hay abuelos vivos y el vínculo entre tíos y primos no es muy cercano, así que por ese lado tampoco recibía contención.
Además, Pablo salía a trabajar cerca de las siete de la mañana y volvía a las ocho de la noche. “Este es un mes clave para ponerme al día con todo. Pero te prometo que desde febrero van a ser solo ocho horas, así que cerca de las cuatro y media voy a estar en casa”. Era obvio que sentía culpa, porque, aunque yo trataba de mostrarme animada, mi tristeza era evidente.
“Enero es un mal mes, las ciudades están desiertas”, comentaba como para alentarme.
En febrero mis padres vinieron a visitarnos. La pasamos muy bien, pero se me hizo tan breve… En cuanto se marcharon, volví a sentir ese vacío de la soledad. Casi sin querer, me empecé a transformar en una voyerista de las redes. Daba vueltas y vueltas, “stalkeando” las cuentas de amigos y conocidos. Cosa horrenda, eso de andar metiéndome en cuentas ajenas era casi lo mismo que mirar por la ventana del vecino. Pero se me hacía inevitable. Instagram estaba sacando lo peor de mí: las fotos de mis amigas reunidas en las clásicas noches de jueves de mujeres solas y cosas por el estilo me despertaban envidia, bronca, angustia… Me estaba volviendo una persona odiosa. Tenía que hacer algo al respecto.
Los primeros días de marzo empecé a buscar opciones de cursos o deportes, pero nada me entusiasmaba. Encima todo representaba gastos y, aunque Pablo es un tipo generoso, yo no estaba dispuesta a hacerle pagar ninguna actividad recreativa. Lo que necesitaba era trabajar, no tenía dudas. Se lo expuse a Pablo una noche, en medio de un brote de angustia. Seguramente aquello lo movilizó, porque cinco días después llegó con la noticia. “Mi primo te consiguió un puesto en el área de Desarrollo Social. Es una suplencia, pero creo que te va a gustar. Están buscando a alguien con tu perfil”. Me le colgué del cuello gratificada.
“Te voy a pedir un favor, no hables de tu vida personal. Podés decir que estás en pareja, pero evitá los detalles, ni se te ocurra decir que tu novio es el primo del ministro de Gobierno, porque, si no, todo el mundo va a empezar a manguearte cosas”, me recomendó.
Y acá estoy yo ahora. Mirando mi pantalón oscuro, mi camisa blanca, mi cabello ondulado amordazado con una trenza larga y mi alma llena de entusiasmo.
A punto de salir de casa, me llega un WhatsApp de mi mamá: “Buen comienzo, hija”. Ese mensaje me anima para salir desafiante por la calle, dispuesta a comerme el mundo. Estoy segura de que allí, en ese “puesto piola”, como lo calificó Pablo, está mi lugar. Mi espíritu romántico agrega: “Seguramente hay mucho para hacer”.
Llueve, pero nada puede quitarme la sonrisa de los labios. Salgo caminando con mi paraguas, feliz como una loca. Me calzo los auriculares y pongo a Rod Stewart con un tema que mis viejos solían cantar en un pésimo inglés y que a mí me encanta: “ I want to know, have you ever seen the rain? ”.
“Sos una mina egoísta y además impulsiva. Estás tomando la decisión equivocada”, le escribo.
Espero su respuesta… Una rayita, dos rayitas, rayita celeste. La pantalla se apaga, vuelvo a encenderla y sigo atento. Está escribiendo, el mensaje tarda y, finalmente, leo: “Yo egoísta e impulsiva. Vos cagón e incapaz de tomar decisiones. Por eso no funcionó”.
La llamo, no da para seguirla por mensaje. Pero no me atiende. Quiero decirle que hubo y hay muchas razones por las cuales no funciona. Ella nunca quiso hablar de eso, pero no tiene idea de lo que es cargar con la enfermedad de un hijo pequeño. Cuando a Joaquín le diagnosticaron su leucemia fueron dos años en los que viví con miedo, como si el aire no fuera suficiente para llenar mis pulmones. Exámenes, tratamientos, el trasplante, los casi sesenta días de vivir en una burbuja con un niño inmunodeprimido… Y encima de eso, Claudia, con su depresión, sus brotes de locura, esa forma tan suya de hacerme sentir el culpable de todo. No pude contar con ella para nada. Preferí que se quedara en casa, haciéndose la mártir, a tener que tolerar sus ataques de llanto, sus enojos y sus histerias. Soy de los que creen que quien no te suma, te resta. Bien podría recriminarle a Caro que en ese tiempo ella tampoco sumó, tomó distancia, se alejó de mi dolor y me dejó solo. Tal vez fue mejor así.
Pero el cuerpo tira, el deseo es una pulsión que no tiene reglas ni límites… Cuando las cosas se fueron acomodando, aquello que alguna vez tuvimos renació. No lo programamos, simplemente una noche, en la reunión de fin de año de la oficina, nos miramos y con eso fue suficiente. Ella se fue, yo la seguí y a los pocos minutos terminamos cogiendo desenfrenadamente en el auto, como si fuéramos dos adolescentes.
Volvimos a construir nuestra rutina en esta incómoda clandestinidad. A mí me basta y sobra, pero al parecer para ella es insuficiente. Y ahora, cuando pienso que tal vez con el tiempo las cosas se pueden acomodar, me sale con esto: la licencia, el viaje… En fin, la distancia.
El día del cumple de Caro, Claudia se encerró en el baño y amenazó con tomar pastillas. Sé que es su modo de manipularme, pero lo logró. No me pude ir y me quedé alerta, junto a la puerta, pidiéndole de mil maneras que saliera de allí y se tranquilizara.
Al otro día fui a lo de Caro, le llevé de regalo un perfume carísimo, de los importados, pero me lo devolvió. No quería ni perfume ni nada mío.
Desde entonces no dejamos de hacernos daño. Nos decimos cosas ofensivas, nos mandamos mensajes hirientes… Mensajes que se escriben y se borran, pero que nos quedan resonando en el alma.
Ella no sabe lo que siento, ella cree que mi vida es simple y que todo es cuestión de cobardía. ¡Si supiera…!
Miro el reloj, tengo que ir a buscar a mi hijo a su taller de arte. Me calzo la careta del padre ejemplar y sonriente, y parto en silencio. En el auto suena “Ese maldito momento” de No Te Va a Gustar.
CAPÍTULO 2
Lola,
sin Dolores
A Lola le hubiese gustado que Pablo la llevara a su primer día de trabajo, pero había viajado a Buenos Aires para hacer una capacitación. De todas maneras, estaba tan entusiasmada que nada podía atentar contra su buen ánimo. Dio unas cuantas vueltas por el gigantesco edificio estatal hasta que halló la oficina que buscaba. Era una sala pequeña, con tres escritorios.
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