Lola, que hasta ese momento había logrado relajarse, sintió nuevamente el peso de que la vida y el bienestar de alguien dependieran de sus gestiones. Juan percibió el cambio y, tomándola de los hombros, le remarcó:
—Lola, en este laburo vas a encontrar muchas cosas que te superan, no todo es tu responsabilidad. Te traje para distenderte, no para sufrir. Ya vas a ver que tanto Flora como los chicos de la escuela son divinos.
En cuanto escucharon el auto, salieron de la escuelita unos quince niños que tenían entre cinco y catorce años. Llegaron corriendo a recibirlos y los abrazaron con una ternura que la emocionó. Ni siquiera la conocían e igualmente estaban allí, queriéndola porque sí. Detrás, salió una mujer de más de cincuenta años, la seño Flora. Era gordita y sonriente. Lola se sintió tan plena que por un momento deseó quedarse por siempre allí. No tenía nada que ver con su casa paterna, pero el escuchar los juegos, los correteos de los chicos y sus risas, fue como conectarse con ese mundo ruidoso que había dejado atrás.
Los niños le mostraron la huerta, el aula y sus cuadernos, mientras Juan los llamaba uno a uno para revisarlos.
Lola cada tanto lo observaba. Él les hacía chistes y cosquillas, mientras los auscultaba, los medía y completaba el procedimiento médico. Ese hombre era una caja de sorpresas. Sonreía, aunque en su rostro era fácil entrever la sombra de la preocupación. Igualmente a cada uno de sus pequeños pacientes le infundía confianza. Sus manos daban palmadas
tiernas, tal vez uno de los pocos gestos de ternura y protección que esos chicos recibirían ese día. Parecía hipnotizada por Juan. Volvía la mirada hacia él cada dos por tres, pero dejó de hacerlo cuando sus ojos negros la descubrieron. Se sintió traspasada y un poco avergonzada también.
Luego, lo vio ingresar a la escuela con Flora. Pasaron más de diez minutos y después salieron hablando animadamente, aunque a Lola le pareció que Juan estaba intranquilo.
Llegó la hora de marcharse y los chicos le obsequiaron montones de flores silvestres y unas cuantas naranjas. Dibujitos sin colores y coronas hechas de ramas de sauces también fueron parte de los regalos.
Lola se sentía feliz. Flora y sus alumnos los despidieron sonrientes, y ella por largo rato se quedó mirando hacia atrás, moviendo su mano de un lado al otro.
—Tenías razón, hace bien este lugar.
—Sí, aunque también te enfrenta a cosas demasiado duras.
—¿Qué le pasaba a esa nena, la rubiecita más grande?
—Cosas que suelen pasarles a algunas de las niñas de acá. Tenía signos de violencia, temo que pueda haber abuso… Ahora, en cuanto llegue al dispensario, me pongo en contacto con una de las casas que trabaja para la defensa de los derechos de niñas, niños y adolescentes, para que puedan intervenir. Hay que revisarla bien, necesito que una psicóloga hable con ella. Lo charlé con Flora, por suerte en estos días vamos a tratar de que duerma en el cole.
—¡Ay, qué espantoso! Había muchos casos así cuando trabajaba en el hospital de niños. Esas infancias que sufren y que casi nunca son escuchadas…
—También hay adultos que no ven o no quieren ver, o sea, doble sufrimiento.
Se quedaron en silencio gran parte del viaje, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Finalmente, Juan preguntó:
—¿Y vos? ¿Qué hacés acá?
—Mi historia es mucho más simple. Vine a la ciudad para acompañar a mi novio que fue trasladado por razones laborales.
—Pero ¿cómo llegaste a este trabajo?
—Necesitaba trabajar, no tanto por dinero, sino para sentirme útil. Y bueno, un poco de suerte y otro tanto de acomodo.
—Ah, la familia de tu novio está bien acomodada entonces.
—Parece, no los conozco casi —no le gustaba mentir, por lo que buscó una respuesta discreta.
—¿Y tu familia?
—Mi familión, querrás decir. Somos seis hermanos, tengo un sobrino que viene en camino, unos padres que siempre tienen las puertas de la casa abiertas para todo el mundo, así que por momentos uno tiene la sensación de que vive en un hostel y no en un hogar convencional. Aprendimos a vivir en el caos, ropa por todos lados, el lavarropas funcionando el día entero, el tendedero colmado de remeras, bombachas, calzoncillos, medias… Libros, bolsos, cuadernos y cosas desparramadas en cada mesa y escritorio disponibles. O sea, mi
casa es un despelote. —La sonrisa de Lola fue tan fresca, tan sincera, que Juan tuvo la certeza de que extrañaba demasiado eso que había definido como “despelote”.
—Debe de ser lindo vivir así.
—Sí y no. Por momentos da ganas de salir huyendo, pero tiene lo suyo, es divertido. —Su mirada quedó perdida en el horizonte, como observando recuerdos.
—Por eso te aburrís acá.
—La soledad es complicada. A mí al menos no me gusta. A veces paso tantos días sin hablar con alguien que no sea Pablo o algún que otro compañero de trabajo, que me encuentro en el departamento hablando sola por los rincones… Tengo miedo de volverme loca.
—Nadie que habla solo enloquece. Lo que enloquece a las personas es callar.
Volvió el silencio. Juan decidió poner algo de música. Lola se dejó llevar por una canción ondulante, de esas que te hacen sentir en el balanceo de las olas.
—Qué lindo tema, ¿de quién es?
—Cantan Mon Laferte y Manuel García. Se llama algo de las libélulas. —Él la miró esperando su reacción. Pero Lola siguió inmersa en la melodía.
El desparpajo de ese cabello castaño claro que ella acomodaba con un rodete improvisado era demasiado atractivo. También sus aretes largos con piedras verdes y semillas que colgaban de sus orejas. Ni que hablar de ese tatuaje que se
dejaba entrever en la zona del hombro. No pudo confirmar qué era, tan solo había visto unas alas.
Solo de algo estaba seguro: Lola era peligrosamente cautivante.
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