—¿Entonces por qué ese empeño en alejarte, en alejarme? Caro, nosotros nos amamos a nuestra manera. ¿Cuánta gente hay que tiene un matrimonio y no se ama, no se desea y hasta la pasan mal juntos?
—Como Claudia y vos —ella sonó mordaz.
—Sí, como Claudia y yo —admitió Ernesto.
—¿Y entonces, si sos tan infeliz con ella, por qué no la dejás?
—Porque no puedo, ya hablamos muchas veces de esto. ¿De verdad necesitás una libreta civil, un casamiento, una formalidad para que nos amemos?
Supo que la estaba engatusando, Ernesto era bueno para envolver con las palabras. Pero no solo la envolvió con palabras, sino que se acercó y con los dedos empezó a recorrer sus hombros. Sin pedir permiso, sus labios comenzaron a transitar por su cuello. Tal vez hubiera podido resistirse, pero no quiso hacerlo. Lo deseaba, había pasado noches enteras deseándolo. Se mintió repitiéndose aquella frase que usaba como pretexto infantil: “Solo una vez más, una última vez”.
Él olfateó su debilidad y la arrinconó contra la pared. Tomó el control de la situación. Besó su boca con autoritarismo y sus manos empezaron a transitar descontroladas por debajo de su remera, apretando sus pechos, descendiendo por su jean. Ella también se dejó arrastrar y deslizó sus dedos dentro de su pantalón, clavando con ímpetu las uñas en sus nalgas. “Sigue teniendo un culo perfecto”, pensó. En pocos minutos se quitaron la ropa para terminar en el sillón, exaltados, inmersos en un revolcón descontrolado. Fue algo tan urgente que no hubo lugar para romanticismos, ni delicadezas. Acabaron rápidamente, agitados, con el sexo palpitante y la piel ardiente.
Al verse desnuda, entre los brazos de Ernesto, Carolina se sintió un poco desdichada. Ese hombre había llegado con un puñado de palabras bonitas, un buen vino, y ella había claudicado. Lo había disfrutado, sí. Pero le temía al después, a las horas venideras, a encontrarse de nuevo sola sabiendo que él regresaría a su hogar, a la cama que compartía con su mujer, a las obligaciones familiares, a los juegos con su hijo… Debía admitirlo: aunque se mostrara como una mujer libre e independiente, ella también soñaba con eso. Quería un entorno familiar, quería alguien con quien pasar la noche entera y compartir al día siguiente un café en pijama. ¡Hasta quería hijos! Todo eso se le había revelado a lo largo de esas últimas semanas.
—Lo que tenemos es demasiado bueno para perderlo —afirmó él.
—No, no es bueno para mí. —Carolina se levantó, se puso su vedettina y el corpiño velozmente. Siguió por la remera y para el último dejó el jean.
Él estaba por replicar cuando sonó el teléfono celular.
Carolina atendió preocupada. Miró el nombre y se sintió incómoda, como si estuviera por ser descubierta en medio de un engaño.
—¿Caro?
—Sí, Diego, ¿cómo estás?
—Yo, bien, pero como no llegabas, me preocupé. ¿Venís o no?
—Estoy un poco retrasada. —Comprobó con placer que Ernesto seguía atento la charla, tratando de atar cabos. Ella le hizo un gesto como para que empezara a cambiarse y él obedeció de mala gana.
—Bueno, esto recién va a largar en un rato… ¿Te espero?
—Dale, dame una media hora y estoy allá.
—¿Estás bien?
—Sí, después te cuento.
En cuanto cortó, Ernesto consultó incisivo.
—¿Quién era?
—Un amigo.
—¿Qué amigo?
—Uno con el que quedé para juntarme hoy, así que acelerá que tengo que salir.
—Con razón estabas tan cambiadita. Debe de ser un pendejo, por el look que llevás.
—Sí, es un pendejo —mintió.
—¿Y después venís a recriminarme lo de Claudia? Sos una hipócrita.
—¡Ay, Ernesto, por favor! Vos sos el que tenés una mujer a la que le metés los cuernos conmigo ¿y venís a lanzarme este discurso moralista? Dejame de joder. Terminá de cambiarte que me tengo que ir.
Antes de marcharse le recriminó:
—Ahora entiendo por qué no me llamaste más. Fue fácil olvidar con tanta sangre joven de por medio.
—No seas tarado, no hay ningún pendejo. Es un amigo de la juventud —se sinceró.
—Ah…, peor. —Cuando la escuchó decir ese nombre intuyó que podía ser alguien de quien había oído hablar varias veces, pero quiso desestimarlo. Ahora ya no tenía dudas—. ¿Es el famoso Diego ese con el que cantabas?
—No tengo por qué darte explicaciones.
—No las necesito, estoy seguro de que es ese Diego. Bueno, disfrutalo, por ahí se les ocurre armar una nueva banda y salir de gira por los pueblos.
—Chau, Ernesto —se despidió cortante y le dio la espalda. Él cruzó la puerta derrotado y se marchó en silencio.
Carolina volvió a rociar su cuerpo de perfume, volvió a cepillarse el cabello, volvió a delinearse los ojos y los labios. Hizo todo lo posible por borrar el paso de Ernesto. Diego la esperaba.
Arribó al pub pasadas las once. Había bastante gente y tardó en encontrar a Diego. Finalmente, lo vio apoyado en la barra, hablando con el barman y dos pibes. Caminó hacia él y durante esos pocos pasos corroboró su estado de nerviosismo. Se saludaron casi a los gritos, la música estaba fuerte.
—Al fin llegaste, ¿qué te pasó?
—Nada, justo cayó un amigo y…
—¿Amigo? —Su sonrisa burlona contagió a Caro.
—Un ex que ahora es amigo —aclaró. Se conocían demasiado y no había razón para engaños.
—Vamos al patio, reservé una mesa para nosotros, ahí vamos a poder hablar más tranquilos.
Se sentaron, Diego encargó una cerveza y empezó a preguntar lo del recital a beneficio. Carolina había olvidado que esa era la excusa de la reunión. Se sintió una tonta al vivir todo aquello como una cita cuando en realidad había otro objetivo de por medio. Tuvo que sincerarse, explicarle que había sido una idea de ella, pero que aún no lo había discutido con la gente del lugar. Diego preguntó más sobre La Colonia, y de pronto el nerviosismo de Carolina se fue disipando. Hablar de La Colonia, de su gente, de sus necesidades, la ayudó a relajarse.
—Y si tanto te gustaba ese trabajo e ir a ese lugar, ¿por qué lo dejaste?
—Necesitaba tomar distancia.
—Ah… Me imagino. Lo que necesitabas era tomar distancia de un hombre, no del trabajo —afirmó sin concesiones.
—Algo de eso —admitió.
—Tan propio de vos. Cuando un hombre te lastima, te vas.
Carolina sentía que estaban por empezar a transitar un tema engorroso y por eso no respondió. Pero Diego siguió:
—Como cuando te fuiste del pueblo. Esa mañana fui a la terminal.
—¿Qué mañana?
—Esa mañana en la que te tomaste el colectivo para venirte acá, viajaste con tu vieja, llevabas puesta una musculosa de los Guns.
—Yo no te vi y eso que te busqué. —A Carolina le conmovió que recordara ese detalle.
—Me escondí, no quería que supieras que iba a extrañarte. Cuando el colectivo se fue, supe que te había perdido para siempre. —Diego tenía espíritu de artista y por eso le gustaba hablar así, con los silencios y las pausas, como si se tratara del protagonista de una telenovela. En eso residía tal vez uno de sus mayores encantos.
—Ya me habías perdido antes, cuando te fuiste con Guada y después con otra, con otra, con otra y con otra… —rio Caro como para quitarle tensión a la charla.
—Era un pendejo.
—Eras un pendejo y además un idiota.
—Sí, también. ¿Nunca te pusiste a pensar qué hubiera pasado si...?
—Algunas veces. Pero quedate tranquilo, no habría funcionado.
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