Frente a una Claudia distante y desequilibrada, a él le había tocado acompañar cada instancia del tratamiento. Estuvo a su lado durante la quimioterapia, fue quien calmó los llantos y malestares, quien llenó de energía su cansancio, quien le obsequió su sonrisa en los momentos más duros. Acompañó cada internación, lloró de felicidad solo cuando apareció el donante, padeció las interminables horas de hospital y se encontró solo durante la enorme ansiedad y angustia del proceso de remisión.
Sus suegros y su familia acompañaron cuanto pudieron, pero su mayor sostén fue su propio hijo. Joaquín era un ser resiliente, como un corcho pequeño que flota en medio del océano. Ahora que lograba mantener el fantasma de la enfermedad a raya, Ernesto debía admitir que su pequeño estaba hecho para la vida.
Ese fue también un tiempo de culpas. Dejó a Carolina con el convencimiento de que debía dedicarse solo a su familia y dar por finalizada esa relación clandestina.
Caro había aceptado esa distancia. A él le hubiese gustado que se involucrara con lo de su hijo, pero no. Acató su deseo sin replicar. Eso también le dolió. Para Ernesto, ella no era una amante ocasional. Se había quedado embelesado desde el primer momento en que la vio. Después aprendió a amarla. ¡Querer a Carolina era tan sencillo…! En cambio con Claudia…
Su esposa era una muñeca: preciosa, fina, culta… Pero él se había casado con ella más por convencionalismo (al fin de cuentas era todo lo que en su casa denominaban “buen partido”) y cierta atracción. En ese momento, pensó que tal vez eso era amor, pero al parecer no. Pero ¿acaso alguien sabe a ciencia cierta qué es el amor? Cuando el convencionalismo y la atracción se esfumaron, quedaron un hijo con una enfermedad que los destrozó, muchas mentiras, demasiados ataques y una hostilidad insoportable.
Volvió a revisar el teléfono, no había mensajes. Se tomó unos segundos para escribir: “Entiendo que ya volviste de viaje. ¿Podemos vernos?”.
Aguardó unos segundos más. La respuesta no llegó.
Carolina se sentía Hamlet. No se trataba ya de “ser o no ser”, sino de “llamar o no llamar”. Había vuelto de España. Estaba ultimando detalles para iniciar su trabajo en los consultorios de Lara, su amiga. Le había pasado tres casos que quedarían a su cargo: una niña disléxica, que estaba comenzando el cuarto grado; un pequeño con déficit atencional, que estaba en segundo; y un tercero con síndrome de Down, al que debería acompañar tres veces a la semana al colegio en calidad de integradora.
Repasaba apuntes y diagnósticos, pero su cabeza no lograba abstraerse del teléfono celular.
Ernesto le había enviado varios mensajes a los que tuvo la tentación de responder, pero no lo hizo. Lo de Diego en cambio era distinto. No había nada peligroso en discar su número… ¿Por qué no la había llamado él? “Basta, me estoy comportando como una adolescente estúpida”, se reprendió.
Se pasó todo el día buscando excusas, hasta que cerca de la tardecita encontró el pretexto perfecto. Marcó. Las manos le temblaban. Sonó tres veces, y estuvo a punto de cortar, pero él atendió. Ya no había escapatoria.
—Hola.
—¿Diego?
—Sí. ¿Quién habla?
—Yo, Carolina Acosta.
—¡Hola! ¿Cómo andás? —Él no era de mostrar sus sentimientos, pero a ella le tranquilizó saber que le había gustado escucharla.
—Perdón que te moleste…
—No es molestia, decime.
—Cuando nos vimos vos me contaste que manejabas grupos musicales y esas cosas, y quería saber qué chances habría de organizar algún recital a beneficio o algo así para la gente de La Colonia. Yo antes trabajaba para esa zona, cuando estaba en Desarrollo Social. —Le sonaba que había pasado una eternidad de aquello.
—Sí, estaría bueno. Podés contar conmigo… para lo que sea. —Eso último había sonado intencional—. ¿Cuándo nos vemos para organizar?
—Bueno, en realidad no sé si sería ya, tan pronto. Es algo que se me ocurrió ahora, tendría que hablarlo con la gente de La Colonia .
—Igual, ¿cuándo nos juntamos? Podemos hablar de otras cosas también, ¿no?
—Sí, obviamente. Te mando un mensaje en estos días y vemos de tomarnos un café.
—Prefiero una cervecita por la noche, ¿qué te parece? A no ser que quieras un martini —dijo con sorna.
Carolina sonrió imaginando el gesto seductor con el que habría dicho aquello.
—Mejor cerveza.
—Organicemos ahora, porque si no después no vas a llamarme.
—Está bien. —Caro volvió a sonreír, Diego tenía razón—. Decime vos, que sos el que conoce más la noche, ¿adónde nos vemos?
—¿Por qué no te venís el viernes a mi pub, a Martirio? Toca una banda.
—Dale, ¿a qué hora?
—Cerca de las diez. Picoteamos algo y a la medianoche largan los músicos. ¿Te parece?
—Perfecto, nos vemos el viernes.
—¿Sabés dónde queda, no?
—Sí, nos vemos ahí. Besos.
—Besos.
Carolina cortó rápido.
Era extraño, se sentía como aquella vez cuando Diego le había pedido que lo acompañara a los quince de su prima. “Vamos como amigos, ¿qué problema hay?”. Pero para ella fue una salida reveladora, fue cuando comprendió que lo amaba, con ese modo de amar tan visceral y propio de la adolescencia. ¿Había vuelto alguna vez a sentir de esa manera?
“Por Dios, no puedo ponerme así. Me estoy convirtiendo en una reverenda boluda”, se dijo justo en el preciso momento en el que estaba por contar los días para saber cuánto faltaba para el viernes.
Eliminó esa cuenta absurda y se concentró en el diagnóstico de sus pacientes.
Esa fue la primera noche que no sintió su corazón abrumado por la lejanía de Ernesto.
CAPÍTULO 7
La
domesticación
—Me acaban de devolver esta solicitud, completaste mal unos datos, fijate. —Leticia volvía con los papeles y se los dejó a Lola en la mesa sin dar demasiadas explicaciones.
—¿Qué falta? —Lola se puso nerviosa al comprobar que era uno de los pedidos de dosis de vacunas.
—Hay que especificar bien las edades y en el ítem en el que se pregunta si es de urgencia no basta con contestar que sí, tenés que justificarlo… Mirá, acá es donde lo tienen que completar los médicos de allá, así que cuando vayas de nuevo a La Colonia, acordate de hacerlo.
—¡Uy, pero se va a retrasar todo! —Lola recordaba que las dosis se habían pedido en tandas. En las otras planillas habían completado todo, pero entre tanta charla en la última le había quedado pendiente ese punto. Detestaba llenar planillas, aunque fuera algo sencillo siempre la ponía nerviosa. Detestaba también la burocracia.
—Y sí, por ahí esta partida se retrasa un poco... La próxima vez prestá más atención. Acá son muy detallistas y exigentes. —Ese día Leticia estaba insoportable, de muy mal humor.
—¿Quiénes son detallistas y exigentes? —Lola sacaba a relucir su carácter cuando algo le molestaba.
—Los jefes y la gente del área de Autorizaciones. —Leticia volvió a su escritorio y se enfrascó en la computadora.
Читать дальше