1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 Quedaron que cerca de la una regresaría para compartir el almuerzo y ultimar detalles.
Lola empezó a buscar algún lugar para comprar agua fría. Ahora entendía por qué Mariana y su esposo andaban con sus botellitas a cuestas. No sobraban los kioscos en Jacinta.
Cruzó la calle y antes de entrar al dispensario, vio llegar a una familia en un carro tirado por caballos. La mujer llevando las riendas, tres niños con la piel bronceada y el pelo aclarado por el sol y un hombre con la mano envuelta en un trapo lleno de sangre.
Guardó los papeles en la carpeta, le pidió a Oscar que llevara todo al auto y se lanzó a preguntarles si necesitaban algo.
La mujer explicó que su esposo se había cortado mientras estaba aserrando. Y si bien Lola no era de las que se descomponían con facilidad, tanta sangre mezclada en un trapo sucio le revolvió el estómago.
Los ayudó a bajar, les pidió que esperaran afuera con los niños e ingresó al dispensario pidiendo a los gritos por el doctor Juan. Se sintió una estúpida, primero, por no saber el apellido del médico y, segundo, porque el dispensario
era un sitio pequeño en el que no había razón para entrar gritando como si se tratara de un nosocomio gigante.
Juan apareció en medio de una fila de personas que lo esperaban, le hizo unas preguntas al hombre, este respondió a media voz y entonces le indicó:
—Pedile a la gente que salga un rato, que despejen el lugar. Lavate las manos, ponete ese alcohol en gel que está ahí y entrá al consultorio, voy a necesitar tu ayuda ahora que Mariana no está.
Lola quiso decirle que de medicina no sabía nada, pero no hubo tiempo para explicaciones. Hizo lo que le había indicado, mientras le afloraba un egoísmo superfluo. Lo primero que pensó fue que seguramente se mancharía su remera de color natural. Hasta tuvo el tupé de preguntarse, en lo más profundo de su ser, si la sangre saldría con facilidad o si tendría que llevarla a una tintorería… Movió la cabeza de un lado al otro como para borrar esas estupideces.
La máquina había mordido la carne de la parte frontal del brazo. Juan trabajó con una concentración increíble. No tenía muchos elementos, pero fue limpiando, observando y cosiendo con serenidad y palabras tranquilizadoras hacia el paciente que estoicamente soportaba el dolor. “No tengo anestesia”, le había dicho. “Haga tranquilo, doctor, yo aguanto”.
El hombre era de los que habían aguantado tanto en la vida que una sutura no era problema. Ese aguante se le notaba en los surcos de la cara, en la hondura de sus ojos, en las manos ajadas y en la piel curtida y seca.
Lola pasaba gasas, alcohol, tiraba lo usado y cada tanto le preguntaba al hombre si quería agua. Este negaba con la cabeza y volvía a aguantar. Se le vino a la cabeza el tema de Calle 13: “Nacimos para aguantar lo que el cuerpo sostiene, / aguantamos lo que vino y aguantamos lo que viene” .
Pasaron casi cuarenta minutos. Juan le dio unos remedios, una caja de gasas y unas cuantas indicaciones. “A cuidarse”, fue la última recomendación.
Lola estaba muda, no lograba salir de su estupor.
—Lo hiciste bien —le dijo Juan, mientras tomaba agua de una botella pequeña con una fruición que jamás había visto antes, solo en las películas.
—Pobre hombre…, y sin anestesia. ¿Cómo es eso de que no hay anestesia?
—Hay, pero poca. Tenemos que cuidarla para casos extremos.
—¿Y este no lo era?
—No, tratamos de dejarla para los niños, los ancianos...
—Parece el Titanic ; mujeres y niños primero.
—Al menos el Titanic se hundió en medio de lujos y violines resonando… Esta gente se hunde sin saber por qué y sin haber conocido nada mejor —el doctor sonaba desalentado.
Ella estaba por decirle que era pesimista, pero se quedó en silencio. Había sincero abatimiento en su rostro.
—¿Ya tenés todos los pedidos listos?
—Sí —respondió, aunque rápidamente se retractó—. No, voy a sumar anestesia.
Él sonrió y esa boca volvió a impactarle. Para preservarse no quiso mirarlo más y dirigió sus ojos a la puerta.
—Había bastante gente esperándote —señaló.
—Sí, ya lo sé. Me lavo un poco y los hago pasar. Deciles que entren, el sol está fuertísimo.
Llegó la hora del almuerzo. Para Lola habían vivido toda una aventura, pero para Juan, Mariana, su esposo e incluso el chofer no era nada demasiado relevante. Ellos habían llevado su vianda con comida; Lola, nada. A su favor, debía decir que nadie se lo había advertido.
Juan se sentó a su lado:
—Sacá, hay milanesas de sobra —le ofreció.
—No se me ocurrió traer…
¿Qué pensaba? ¿Qué iba a Río de Janeiro y que seguramente al mediodía encontraría algún barcito de mala muerte para picotear algo como si se tratara de la avenida Atlántica? Se sintió una estúpida.
Aceptó la generosidad de Juan y se sirvió una milanesa.
—Gracias. Para la próxima…
—No hay problema —respondió sonriendo. Ambos se dieron cuenta de que había algo extrañamente íntimo en eso de compartir la comida, pero ninguno hizo alusión al hecho.
Mariana firmó todos los pedidos y, antes de marcharse, Lola le comentó lo de la necesidad de contar con más dosis de anestesia. La doctora no dijo nada al respecto, solo volvió a lo que realmente le preocupaba: “Vos insistí con lo de las vacunas y el traslado de esa gente que necesita los estudios de alta complejidad, nos vemos en quince días”.
Antes de irse, Juan la despidió con una pregunta:
—¿Qué hacés metida acá, nena? —No comprendió si lo de “nena” era algo despectivo o una pose de conquistador. Cualquiera fuera la razón, ese “nena” no le gustó.
—Lo mismo me preguntaba hace un rato, mientras te veía rodeado de toda esa gente. ¿Qué hacés metido vos acá?
—Soy médico.
—Y yo, asistente social… Y no soy “nena”, estoy grandecita para que me llamen así.
Se fue con paso firme. Supo que él la miraba. Supo también que sonreía. Supo que darse vuelta para enfrentar esos ojos sería una audacia. Supo, aunque no lo quisiera admitir, que estaba metiéndose en problemas.
Miró una y otra vez la vidriera de la joyería. ¿Qué podía llevarle a Leticia para el aniversario? Últimamente no le acertaba con los regalos. Había dos opciones que nunca fallaban: un anillo o un perfume. Lo cierto era que para otro anillo ya no le quedaban dedos disponibles y el perfume carecía de sorpresa. Hacía más de treinta años que usaba la misma fragancia: Chanel Nº 5. Él le decía “Mi Marilyn”…
Mi Marilyn… Se habían conocido en una toma de la facultad. Los dos eran estudiantes y los dos querían sacar del medio a esa fuerza represiva que, aun con la llegada de la democracia, seguía impregnada en las aulas. Se hablaba de “los topos”. Todavía había miedo, todavía había amenazas, todavía existían esos mecanismos que había legado la dictadura. Ese día charlaron muchísimo. Y desde entonces, empezaron a encontrarse “de casualidad”. No era fácil encontrarse en esa ciudad universitaria, pero él solía cambiar su trayecto solo para buscar la manera de cruzarla.
Los dos venían de la misma ciudad, aunque jamás se habían visto antes. Luego, el destino los unió en otra donde decidieron construir su futuro juntos. Eran demasiadas coincidencias. Después, vinieron todas las demás. Él no podía quitarle los ojos de encima a esa colorada cuyas curvas eran una perdición para sus pasiones juveniles. En una asamblea tomó la palabra y lo conquistó. No tardó en apoyar su moción. Días más tarde, salieron a una peña, cantaron a viva voz “Cambia, todo cambia”… Y de ahí se fueron al departamento de un amigo. Era un sucucho, pero para ellos fue suficiente para amarse por primera vez. A Alberto le sorprendió su modo libre y entregado, ella le confesó que había estado antes con otro chico. Días más tarde, Alberto lo conoció: un fanfarrón que se jactaba de haber tenido una “historia con la Colo”. Él lo puso en su lugar. Nunca más se vieron, nunca más se enfrentaron.
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