1 ...8 9 10 12 13 14 ...18 Leticia vivía en una residencia para chicas y Alberto no tardó en buscar un laburo para alquilar un monoambiente minúsculo.
Desde entonces, ambos supieron que esa relación sería para siempre… Sin embargo, los últimos años habían puesto en jaque aquella certeza.
Últimamente se parecían a esos amigos que fueron alguna vez inseparables y que, cuando se reencontraban después de largo tiempo, ya no tenían en común más que aquel pasado.
Pero Alberto se resistía y buscaba la manera de construir algún camino para volver a ella. Lo que no tenía muy en claro era si esa Leticia de la que alguna vez se había enamorado seguía viva en esta Leticia de ahora.
Volvió a la vidriera. “Anillo, mejor no”, se dijo. Caminó unos pasos hasta una perfumería cercana. Pidió un Chanel Nº 5. Mientras le armaban un envoltorio precioso, Sabina cantaba de fondo “Amor se llama el juego”.
CAPÍTULO 6
Los
"martirios"
—¿Qué pasa? ¿La zorrita esa no te responde los mensajes?
Claudia sonreía con sarcasmo, la ira contenida titilaba en sus pupilas. En los últimos tiempos se le había dado por utilizar esa manera irónica y violenta para dirigirse a Ernesto. Entre ellos no había un muro, sino un campo minado en el que cada uno aguardaba en su trinchera y cualquier paso en falso podía detonar las bombas. Claudia era quien atacaba. Ernesto, quien se replegaba. Aunque ya se estaba cansando de esa táctica.
—Te pregunté algo —volvió a decir con tono inquisidor.
—¿De qué hablás, Claudia? Siempre viendo fantasmas donde no hay, siempre acechando… ¡Me tenés podrido! —Que lo tenía podrido era verdad, lo de los “fantasmas”, no. En realidad sí estaba revisando su teléfono, comprobando si tenía mensajes de Caro.
—¿Fantasmas? ¿Te creés que soy estúpida?
—No, simplemente creo que sos una loca.
—Claro, desacreditame, eso es lo único que tenés para decir en mi contra. Ah, si yo hablara…
Ernesto se levantó violentamente del sillón y se dirigió hacia su mujer.
—Si hablaras, ¿qué? Quiero escucharte… A ver, ¿qué dirías?
Claudia se asustó, no esperaba esa reacción. Pero en pocos segundos volvió a ganar terreno y le recriminó:
—Diría que me metés los cuernos. Y tal vez no una, sino infinidad de veces.
—Delirios tuyos —mintió con cierta incomodidad.
—Ojalá, porque, si llegara a ser verdad, estarías en problemas. Sos el único que perdería con esta situación. Si mi viejo se entera, te juro que te inicia una demanda y a Joaquín no lo ves más.
Ernesto no pudo evitar la furia y, arrinconándola, le lanzó todo aquello que llevaba tiempo soportando:
—¡¡¡El puto discurso de que tu viejo es un intachable juez de familia, la puta costumbre de usar a tu hijo como botín de guerra y la putísima manía de amenazarme me tienen las pelotas al plato!!! Tu viejo puede ser muy poderoso, pero la verdad está de mi lado. Yo también conozco jueces a los que puedo contarles cosas realmente graves. Por ejemplo, que más de una vez te fuiste de la casa dejando a nuestro hijo solo porque no soportabas sus llantos, que vivís medicada todo el día, que no fuiste jamás a la guardería, ni al jardín, porque siempre tenés un dolor o un malestar que te lo impide, y que pese a estar en primer grado ni siquiera pudiste acompañarlo el primer día de clases. Ni que hablar de cuando se enfermó…
—No hables de eso, sabés que esa enfermedad fue la que me devastó. —Bajó su beligerancia, quedó vulnerable—. Sentía que no podía hacerlo, los hospitales me generan pánico. Soy una mujer débil, Ernesto.
—Sos débil para lo que te conviene. Para amenazar, para hablar con cinismo o para enloquecerme con tus indirectas no sos nada débil. Pero para hacerte cargo de tu hijo venís con el discurso de tus nervios, de tu ansiedad, de tus ataques de pánico y todas esas huevadas de niña rica. Andate a la mierda, Claudia, dejame de joder y dejale de joder la vida a Joaquín. Si sigo en esta casa es por él.
—Desagradecido, cuando te casaste conmigo se te abrieron todas las puertas, antes no eras nadie.
—Puede ser y pagué cara mi ambición. Tal vez soy un pelotudo y hasta un hijo de puta, pero no metas a Joaquín en el medio, porque me vas a conocer… Y tu familia, también.
Se alejó. En lo más profundo de su ser habría querido tener el poder de borrarla de su vida.
—¿Adónde te vas? —preguntó Claudia cuando lo vio agarrar sus cosas para salir.
—¿No sabías? —Ahora el irónico era él—. Joaquín tiene hoy solo dos horas de clases. Lo busco y lo llevo a casa de un compañerito con el que se va a quedar hasta la tarde. De ahí me voy al trabajo. Preguntale a Marta, como vos siempre estás al borde del colapso, es ella quien lleva nuestro cronograma.
—Sos cruel… —Bajó la cabeza y luego, tratando de apaciguar los ánimos, consultó—: ¿A qué hora vuelven?
—Volvemos los dos después, cerca de las seis. Tenés tiempo de sobra para andar por la casa con el pijama, simulando malestares y dedicarte a jugar a “la loquita”… Llamá a tu mamá o a tu papá para contarles la mala vida que llevás entre estas paredes. Contá bien cada detalle, así tu viejo lo va sumando a la causa.
No esperó respuesta, simplemente se fue. En la puerta de salida, Marta le dijo que se quedara tranquilo, que cualquier problema con la señora lo llamaba. Ernesto tampoco respondió a eso. Solo saber que Joaquín no pasaría el día en esa casa de locos sin su supervisión ya lo tranquilizaba. Marta era una buena mujer, pero no tenía carácter para manejar los arranques de Claudia.
Al subir al auto se quedó pensativo unos minutos. No encontraba la manera de liberarse de su esposa. Él temía que, en caso de divorciarse, la ley priorizara que Joaquín se quedase con ella. Su suegro le haría la vida imposible. Era demasiado condescendiente con Claudia. Él no podía permitir que su niño terminara conviviendo en ese manicomio disfrazado de hogar. Ya bastante había pasado durante los últimos años.
Le sorprendía que una persona pudiera comportarse de manera tan distante con su hijo. Aunque no siempre había sido así. Al principio, había sido maternal, lo llevaba a las juntadas con sus amigas y lo mostraba con orgullo. Por momentos era insoportablemente obsesiva. Se levantaba mil veces a la noche para ver si respiraba. Si Joaquín lloraba más de la cuenta, partía desesperada al pediatra o a las eternas guardias de las clínicas. Le limpiaba las manos con toallitas humectadas en alcohol cada vez que alguien lo acariciaba o lo besaba… Pero cuando a los tres años le diagnosticaron leucemia, Claudia tomó una distancia absurda. Esa actitud también terminó por destruir una relación de pareja que ya estaba deteriorada. La psicóloga se lo había explicado así: “Tal vez por miedo a perderlo, Claudia alejó a Joaquín de su vida. Fue su mecanismo de defensa”. Pero Ernesto no era tan condescendiente. Él creía que para Claudia su casamiento, su hijo, eran los pasos esperados y necesarios para cumplir un mandato familiar y cultural. Mientras todo estaba bien, el mandato funcionaba. Pero ante el primer obstáculo (en este caso, un hijo enfermo), ya no pudo o no quiso seguir sosteniendo nada más. Ahora que lo pensaba bien, tal vez jamás había logrado maternar, con todo lo que implicaba esa palabra.
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