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Las mujeres siempre nos hacemos preguntas.
Leticiaquiere saber qué queda del amor en su matrimonio, dónde fue a parar su pasión por la justicia, y en qué momento sus hijos crecieron tanto que ya ni siquiera parecen necesitarla.
Carolinaa veces querría seguir sintiéndose una adolescente despreocupada, pero sus casi 40 años la desafían a enfrentar su deseo de maternidad y su propio lugar de hija que debe resolverlo todo en la vida de sus padres.
Lolaestá entusiasmada por su nuevo trabajo, donde puede ayudar a las personas más vulnerables, pero la burocracia le pone obstáculos. Tampoco sabe qué hacer con ese sentimiento nuevo que ha llegado a su corazón y que pone su vida en jaque.
Unidas pero independientes, cada una transitará un camino de aprendizaje, con alegrías, desamores y redescubrimientos.
—Mamá, me voy.
La voz de Magui suena desde la planta baja y yo bajo las escaleras a toda prisa para hacer las preguntas de rigor.
—¿A qué hora volvés?
—Calculo que a las dos, más o menos, después del partido nos quedamos en el club… Ah, Pili y Lucre se vienen a dormir acá.
—Mejor, no quiero que te vuelvas sola.
—¡Mamá! —ya empieza con ese clásico tono que los hijos suelen aplicar cuando creen que sus padres están siendo demasiado sobreprotectores. Sin embargo, su modo no me hace escarmentar y le consulto:
—¿Quieren que las busque?
—¡No, ma! Vayan a hacer algo lindo con papá. Salgan a comer o al cine…
No me da tiempo a decir nada más. Me estampa un beso y se va con su bolso y su ropa deportiva. Ella es mi debilidad. Cristian y Gabriel, los gemelos, fueron más independientes. Magui, en cambio, es mi “nena”, mi gran compañera. Vamos a comprar ropa juntas, miramos series, nos quedamos charlando en la galería durante las noches de verano…
De pronto, viéndola partir, siento un dolor punzante en el pecho. Al terminar la secundaria se tomó un año sabático, pero la cuenta regresiva ya comenzó. En pocos meses se irá de casa y de la ciudad para empezar sus estudios. La voy a extrañar demasiado…
Sin premeditarlo me miro en el espejo del recibidor. Me redescubro en este rostro de mujer madura. La imagen que tengo de mí es aún la de una persona joven y vigorosa, pero estas arrugas delatoras, esta piel gastada y este cabello, cuyo tinte cobrizo tapa con esfuerzo las canas, dicen lo contrario. O más bien dicen la verdad.
El silencio que me rodea me resulta excesivo.
Sin pensar, sonrío con nostalgia al recordar cómo me gustaba el silencio cuando mis hijos eran pequeños. Había algo de felicidad culposa cuando los dejaba en el colegio y regresaba sola a casa. Encontrarme con un café humeante entre mis manos sin tener que berrear con ellos era un deleite. Más de una vez, los fines de semana, inventaba que me dolía la cabeza o que estaba descompuesta para que Beto se llevara a los chicos a jugar a la plaza. En ese momento, me encerraba en la intimidad de mi cuarto a divagar por los canales de TV, a leer con avidez un libro o simplemente a sumergirme en la bañera y quedarme allí un largo rato sin la presión de tener que estar con la puerta semiabierta, pendiente de sus reclamos y peleas.
El tiempo pasó rápido… Cristian y Gabriel se fueron a estudiar: uno, Arquitectura; el otro, Ingeniería. Y si bien ellos aún se refieren a esta como “su casa”, sé que ya no van a volver más que para las vacaciones o para algún fin de semana largo. Magui va por el mismo camino.
Me cuesta transitar estos cincuenta y tantos (esa extraña edad en la que a veces se tiene la certeza de que lo mejor tal vez ya pasó) y me cuesta también aceptar una vida sin la rutina de los hijos. Se fueron emancipando sin que me diera cuenta del todo. Vivimos en un mundo demasiado veloz…
“Debería volver a terapia”, me digo. Pero después de tantos años de psicoanálisis, uno ya sabe qué esperar del diván. Varias charlas en torno a lo mismo, algunas pautas para trabajar y un gasto excesivo que bien podría invertir en un lifting o en levantarme las tetas…
Al fin de cuentas, todos sabemos que la vida es así. Períodos de estabilidad y períodos de cambios. A mí ahora me toca el de los cambios… De repente, debemos reconstruirnos en una vida nueva, diferente.
Aquello de “nuestro tiempo sin hijos” que añorábamos con Beto cuando los gemelos tenían ocho años y Magui, tres, está por hacerse realidad. Y, al menos en mi caso, no es como lo imaginaba. No me siento feliz ni libre. Me siento sola.
Me alejo de ese maldito espejo que me devuelve una imagen que no sé si quiero ver. Voy al equipo, conecto el bluetooth y busco alguna canción, de esas que me regresan a los años de la juventud… Es raro, en mi cabeza aún me veo como esa chica que abrazaba todas las causas sociales y políticas que encontraba en el camino. Mi viejo había sido un sindicalista honesto y comprometido. Nos transmitió ese espíritu de lucha. “Sos quilombera, como yo”, me solía decir. Pero, con el tiempo, pasaron dos cosas que me alejaron de aquella que fui: primero, con mis hijos me volví excesivamente temerosa y, luego, el sistema me fue ganando… Incluso cuando papá murió, fue más fácil dejarme vencer. En el fondo, los hijos hacemos muchas cosas para enorgullecer a nuestros padres, aun cuando somos adultos y ellos viejos.
“Leti, estoy saliendo para casa. Ya terminó la reunión. ¿Querés que hagamos algo a la noche?”. El mensaje de Beto me sobresalta. “Vemos…”, le respondo.
Mientras la música suena de fondo, decido que para combatir esa extraña nostalgia que me invade al atardecer no hay nada mejor que matar el tiempo en redes… Las redes, el lugar de la catarsis, de la exposición. Un sitio en el que la gente parece más feliz de lo que realmente es. Ayer, sin ir más lejos, colgué fotos del fin de semana en la casa de campo familiar. Todos sonreíamos: Beto, Magui, mi mamá, mis hermanos, mis sobrinos, yo. Sin embargo, durante el día habíamos estado apagados, preocupados por mil cosas. No…, definitivamente no nos parecíamos en nada a los de las fotos. Entro al álbum: cinco likes de gente que apenas conozco, de gente que apenas me conoce.
“¿Qué quiero?”, me pregunto… Hubo un tiempo en el que me sentía poderosa y lo quería todo. Pero luego llegaron otros tiempos y cada vez que aparecía el interrogante, respondía con evasivas. Me decía: “Quiero hacer esto, pero cuando los chicos crezcan”, “si cambio de trabajo voy a hacer tal o cual cosa”, “haré esto cuando pasen las fiestas”, “haré esto cuando Beto esté menos sobrecargado de obligaciones”… Durante muchos años mi existencia fue una carrera que siempre tenía como objetivo la frase “después de…”. Pasaron los veranos, los otoños, los inviernos, las primaveras y yo hice poco y nada de aquello que deseaba.
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