—Guau, ¡qué sacrilegio! —Lola fue lo suficientemente irónica como para obligar a Pablo a intervenir.
—Los derechos deben respetarse —resumió Pablo y Lola sintió su mano apretándola con firmeza en el hombro. Era el modo sutil que él tenía para decirle “no te enganches”.
—Igual, yo creo que sitios como La Colonia no cambian más. Viven desde siempre en la miseria y así van a seguir.
—Hay gente que genera proyectos para que vivan mejor —retrucó Lola.
El cuarto, que había permanecido callado, comentó:
—Una tía mía está en una fundación que trabaja allá, pero dice que la gente no participa, quieren todo sin esfuerzo y rápido.
—Esa gente se esfuerza hasta para llevarse un vaso de agua a la boca. Muchos ni siquiera tienen agua corriente. El concepto de “esfuerzo” no es igual para todos. Vos, por ejemplo, tu mayor esfuerzo en este momento es abrir esa botella de vino, en cambio para un niño que vive en La Colonia es lograr dormir aunque la panza le retumbe de hambre. Es fácil hablar cuando no se ha pasado hambre nunca…
—Yo hice dieta una vez —dijo Pepo y todos se rieron. “Definitivamente son unos boludos”, pensó Lola. No tenía sentido discutir con gente así.
—Nos vamos —dictaminó Pablo, y Lola lo adoró por esa actitud.
—Che, no se enojen, es un chiste —expresó Pepo.
—No nos enojamos, simplemente es que no me gusta que se le falte el respeto a mi pareja. Podemos coincidir o no en lo que cada uno piensa, pero la burla no me agrada. Igual entre nosotros todo está más que bien, cuando sea una reunión de hombres solos me avisan, por ahí puedo llegar a venir.
—No te calentés… —volvió a intervenir Pepo, esta vez un poco avergonzado.
—Los dejo, que la van a pasar mejor; es evidente que no les gustan las mujeres con ideas propias. —Pablo sacó de su bolsillo unos cuantos billetes de cien pesos y los puso sobre la mesa—. Aquí les dejo nuestra parte del asado.
—No, es mucha guita y además no comieron nada —replicó Sebastián, claramente incómodo con la situación.
—Es para que no pasen hambre. —Pablo era diplomático, pero también podía ser hiriente si se lo proponía.
Tomó a Lola del brazo, saludó uno a uno con cordialidad. Lo mismo hizo ella, pasaron por la sala, repitieron el rito con las mujeres y salieron de allí sin decir una palabra.
Ya en el auto, Lola dijo:
—Gracias.
—No hay nada que agradecer, son unos pelotuditos que han llegado a tener lo que tienen por legado familiar, no cuentan con inteligencia ni iniciativas propias. Igualmente, preferiría que hicieras un esfuerzo por ser menos vehemente. —Pablo estaba molesto con sus amigos, pero también con ella.
—Estaban diciendo estupideces.
—A veces hay que saber callarse. Uno no va por la vida diciendo todo lo que piensa, menos cuando el receptor es un idiota que no entiende nada.
—Perdón. —Lola estaba angustiada, en el fondo era consciente de que le estaba causando problemas a Pablo.
Él se movía en ese mundo y, aunque coincidiera o no, estaba inmerso allí con un objetivo claro: capacitarse, crecer y ganar dinero. Era un estratega, de los que diseñan todo. A él nada lo iba a sorprender más que una fatalidad. Todo lo demás, en su vida, estaría calculado.
Lola rozó su mano, que estaba sobre el cambio de marchas, y él le respondió el gesto con una caricia entre los dedos.
—Voy a aprender a controlarme, te lo juro.
—¿Justo ahora que te quiero descontrolada? —Sonrió con picardía, y a ella la invadió de pronto una tremenda excitación. Faltaban unas pocas cuadras para llegar a la casa.
CAPÍTULO 8
El efecto Diego
A Carolina le encantaba producirse. Rara vez alguien la iba a encontrar “así nomás”. Se tomaba su tiempo para elegir la ropa, combinar colores, buscar accesorios, encontrar los zapatos y la cartera adecuados. Además, jamás salía de su casa a cara lavada. Podía ser un maquillaje natural y fresco, pero maquillaje al fin. Sin embargo, esa noche tenía la sensación de que se estaba probando demasiadas cosas. “Es solo una reunión”, se repetía. Aunque era consciente de que no se trataba de una reunión cualquiera, sino de un reencuentro con Diego después de muchos años sin verse.
Lo primero que buscó fue una pollera corta y una camisola semitransparente, pero al verse en el espejo le pareció que era mucho. Al fin de cuentas iba a un pub, a escuchar una banda. Recorrió sus pantalones y los dos o tres que se probó la hacían ver vieja. Finalmente se decidió por un jean y una remera casual que le sentaba muy bien.
Tenía que admitirlo: estaba alterada con la “cita”. Quería gustarle a Diego, quería que la volviera a mirar como alguna vez lo había hecho. Le incomodó saberse tan vulnerable a su presencia. Durante su juventud ella se refería a esa sensación como el “efecto Diego”. Cuando él la llamaba, ella iba. Cuando él la buscaba, ella no lograba resistirse. Cuando él la lastimaba, ella lloraba en soledad. Cuando él aparecía, todos sus fundamentos para mantenerlo a distancia se desvanecían. Ahora, más de veinte años después de ese frenesí adolescente, el “efecto Diego” volvía a alterarla.
Eran casi las nueve y media de la noche cuando sonó el timbre. Debía de ser algún vecino de los departamentos. Ni siquiera preguntó quién era y abrió. Se quedó petrificada: Ernesto estaba allí, con una botella de vino en la mano, símbolo de una noche prometedora.
—¿Qué hacés acá? —Carolina no pudo ocultar su nerviosismo.
—Esperaba mejor recibimiento —admitió Ernesto y entró a la casa sin esperar su aprobación.
A ella no le quedó otra que cerrar la puerta y quedarse allí, observando un poco sorprendida cómo él se quitaba su saco y dejaba la botella sobre la mesa.
Al verlo así, de espaldas, con esos hombros anchos y su aroma exquisito logró quitarse de encima el “efecto Diego” para caer en otro peor: el “efecto Ernesto”.
—No me devolvías las llamadas, ni lo mensajes, te extrañaba y vine. —Se acercó y le pasó una mano sobre su cuello como para reafirmar sus palabras. Estaba a punto de besarla, pero, en un arranque de dignidad, Carolina se alejó.
—Deberías haberme avisado que venías. No es que me paso las noches encerrada.
—Ah, entonces tenías planes —expresó molesto. Pero no demostró la mínima intención de marcharse. Por el contrario, abrió el mueble en el que se guardaban las copas y sacó dos.
—Tengo una reunión —dijo ella.
—¿Reunión? Suena a algo laboral. Pero a estas horas es raro. ¿En qué andás, Caro?
—Es una reunión medio laboral y medio de encuentro con viejos amigos —prefirió el plural como para no quedar tan expuesta.
—Te pido disculpas si te molestó que viniera, no pude evitarlo. Ha sido mucho tiempo de no vernos…
Un Ernesto enojado era más fácil de esquivar. Este Ernesto sincero y tierno era irresistible.
Carolina se vio de pronto frente al cajón, buscando el destapador y supo que si esa botella de vino llenaba las copas, ya no habría retorno. Se sentía como una adicta en recuperación a punto de caer.
—¿Vos me extrañás, al menos?
—Sí, te extraño. —Carolina entregó el destapador, que fue casi lo mismo que entregarse a sí misma.
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