Ambos sonrieron con complicidad. Carolina aprovechó el momento para indagar sobre un tema que le causaba curiosidad.
—¿Por qué te separaste de tu mujer?
—Ella me dejó.
—Seguro que le metiste los cuernos —ella también afirmaba, sin concesiones.
—Sí. Bah, cuernos, me encontró en una pavada, pero no era la primera. Se hartó de mi vida noctámbula, de la desconfianza, de los engaños y se volvió al pueblo con Manuela, mi hija.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumplió cuatro hace dos meses. Es hermosa. —Diego fue sincero al decir eso y a Caro le gustó esa ternura en sus ojos.
Volvieron a quedarse callados. La noche, la música de fondo, las confidencias… Una cercanía que rozaba la intimidad.
—Bueno, hablá con la gente de La Colonia, sabés que contás conmigo. Podemos hacer uno o dos shows a beneficio. Igual no son cosas sencillas, requieren varios trámites —propuso Diego, dispuesto a cambiar ese clima embarazoso.
—Dale, lo voy charlando y te aviso. —Caro no supo qué más agregar.
—Ya larga la banda, ¿me acompañás adentro y la escuchamos?
—OK.
Al levantarse, él la abrazó y dándole un beso en la sien, le confesó:
—Me encanta que nos hayamos reencontrado. Necesitaba a alguien como vos en este momento.
—Yo también —reconoció ella.
“Suficiente por hoy”, se dijo Carolina por dentro y avanzó al interior del pub sin darle a Diego tiempo para agregar o hacer nada más.
Comenzó el grupo y, entre tema y tema, iban compartiendo sus apreciaciones. De pronto, ella se dio cuenta de que había permanecido demasiado tiempo alejada de la música. En sus años más jóvenes había sido algo inherente a su vida y ahora algo en su ser volvía a vibrar entre los acordes de la guitarra y el ritmo de la batería.
Tras cinco canciones, Carolina se excusó diciendo que al día siguiente debía levantarse temprano, tenía que llevar a sus padres a unas consultas médicas. Se despidieron sin promesas de reencuentro ni indirectas. Con la naturalidad de quienes se conocen desde siempre y no tienen nada que simular.
Al acostarse se sintió extraña. Había estado en una misma noche con dos hombres. Diciéndolo así sonaba más audaz de lo que realmente había sido.
CAPÍTULO 9
Encuentro
de chat
—El negocio es bueno. —Alberto observaba las proyecciones y características del contrato, su socio Matías lo miraba expectante—. El tema es que hay que instalarse sí o sí en San Pablo, al menos uno o dos meses.
—Dos meses, diría yo. No es tanto tiempo, pero yo estoy complicado con Gise y los chicos, están en una edad difícil, plena adolescencia. En cambio, a lo mejor para vos es más fácil… —dejó abierta la frase para ver cómo reaccionaba su amigo.
—Mmm, no sé. Leticia no va a querer ir; no me acompaña a una cena, mucho menos dos meses al Brasil.
—Podés ir solo también y viajar dos veces en el medio, tenemos recursos para costear esos gastos.
—Qué sé yo... Está muy sola, desde que se fue Magui anda medio apagada.
—Che, Albert, no quiero ser metido, pero por la amistad que tenemos te voy a hacer una pregunta: ¿qué le pasó a Leticia? Cambió mucho en los últimos tiempos. Cuando la conocí era un cascabel: puteaba, se reía, le encantaban las reuniones sociales. ¿Y después…?
—No sé, para mí también es un misterio. En un momento ella se dedicó a los chicos, yo a la empresa. Los dos siempre con quilombos, cansados, resolviendo cada uno las cosas como mejor podía, y un día, cuando los chicos crecieron y mis negocios también, éramos estos. —Alberto dejó los papeles, se levantó y empezó a prepararse un café.
Con Matías tenían una sociedad hacía dieciocho años; sin embargo, hablaban poco y nada de su vida personal. Pero en ese momento Alberto deseó compartir con alguien un tema que le preocupaba: la relación con su mujer.
—Con Leticia nos conocemos hace más de treinta años. Me acuerdo perfectamente el momento en el que me enamoré de ella. Estaba arengando a los compañeros en el Centro de Estudiantes de la facultad. Me encantó: era inspiradora. ¡Y su pelo colorado, lleno de rulos! Era como esas mujeres medievales que quemaban en las hogueras.
—Una bruja —dijo en tono de humor Matías.
—Una bruja de magia blanca —agregó Alberto sonriente—. En esa época ella creía que podía cambiar el mundo y yo también. Y desde entonces peleamos todas las batallas que creímos necesarias. Y cuando digo todas, son todas: las propias y las ajenas. Eran los primeros años de la democracia, imaginate… Ahora, si me preguntás cuándo se enfrió todo, no tengo idea.
Alberto levantó los hombros y Matías se quedó callado. Por un momento temió que con Gise, su esposa, le pasara algo similar.
—Ella era audaz, luchadora, risueña, estaba convencida de que las cosas iban a salir siempre bien. Confió en mí y en esta empresa mucho antes que yo. Llegaron los gemelos, Gabriel estuvo grave al principio y eso la volvió temerosa.
—Y claro, siempre me contaba que habían sido prematuros y que Gabriel fue el que peor la llevó.
—Después con Magui empezó a ser obsesiva y durante la infancia de los tres me costó verla sonreír. Llegaba a casa y siempre estaba agotada, puteando, llorando, embolada por el colegio, por el compañero que le había dicho no sé qué a quién, por el cumpleaños al que no habían invitado a Cristian y así. Luego se transformó en una especie de remisera, llevando, trayendo, buscando chicos de un lado a otro. Más de una vez me quedé a laburar hasta tarde en la oficina para no volver y encontrar ese quilombo y ese rosario de reproches. Volver a trabajar la conectó un poco con aquel entusiasmo, pero con el tiempo también se desilusionó. Quería hacer mil cosas y la puta burocracia le ganó. Se la comió el sistema. Se dio cuenta de que no podía cambiar nada y se resignó.
—Tal vez el viaje al Brasil sea una buena oportunidad para reencontrarse como pareja. —Matías no sabía muy bien qué aconsejarle.
—No, vos no conocés a Leticia. Es más fácil mover una montaña que sacarla a ella de casa.
—Y vos, ¿qué? ¿La seguís queriendo?
—Uy, qué pregunta… —Pensó unos segundos y respondió dudoso—: Sí, la quiero. Pero también uno se cansa de esa frialdad, de percibir que el otro no responde a tus atenciones. A veces me reprocho que por dedicarme tanto al trabajo la dejé un poco sola, sobre todo en la crianza de los chicos.
—Pero le construiste un palacio, una vida sin privaciones. ¿Qué más?
—No sé si era lo que ella quería. Detesta la monarquía, mirá si le va a entusiasmar vivir en un palacio, como vos decís… —Por primera vez Alberto sonrió—. Tal vez habría sido mejor tener menos cosas materiales y más tiempo juntos… Bah, conjeturas. —Tomó de un sorbo lo que le quedaba del café, y propuso—: Bueno, terminemos con esto que parece un culebrón mexicano. ¿Qué hacemos con la sucursal de San Pablo?
Leticia había chateado con Miguel unas cuantas veces. Entre charla y charla le contó que vivía en los Estados Unidos, que iba por el tercer matrimonio y que tenía cinco hijos. Dos con la primera esposa, uno con una segunda mujer con la que jamás legalizó, otro con una tercera y ahora uno pequeño con la cuarta. Le iba bien, aunque no tiraba manteca al techo; se había dedicado a una infinidad de negocios chicos y ahora tenía un polirrubro.
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