Fernanda Pérez - Una mujer con alas

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¿Acaso alguien sabe a ciencia cierta qué es el amor?
Leticia, Carolina y Lola viven etapas y circunstancias de vida muy diferentes. Una siente el peso de la rutina y la soledad, a otra le cuesta terminar una relación que la tiene estancada, la tercera no sabe qué hacer frente al desarraigo y la llegada de un amor inesperado. Unidas por su trabajo y el compromiso social, irán sorteando problemas y desafíos con la convicción de que la amistad femenina cura casi todos los males. Una novela sobre mujeres reales, adultas y valientes que se atreven a ponerles alas a sus sueños y deseos.

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A Leticia, su vida, que todos creían perfecta, le sonó aburrida a la hora de describirla. El mismo esposo desde hacía casi treinta años, tres hijos, comodidades, vacaciones todos los veranos e inviernos, un trabajo estándar…

“Así que finalmente el tipo ese que te arrebató de mi lado se quedó con vos”, había escrito Miguel. Era la primera vez que aparecía una alusión a aquel pasado. Ella podría haber replicado y decirle que nadie la arrebató de su lado, que fue él quien la apartó. Pero prefirió el silencio, desde hacía muchos años prefería callar antes que decir, enmudecer antes que pelear. Como si parte de su carácter estuviera anestesiado.

Sin embargo, debía admitir algo. Desde que chateaba con Miguel se sentía más animada. Hasta procuraba colgar fotos en las que saliera bien. Buscaba aquellas que disimulaban sus arrugas o los rollos afincados en la cintura y en su cadera. De él no había visto casi fotos, solo dos o tres con su niño pequeño y su última esposa.

Estaba por cerrar la compu cuando lo vio conectado. El chat se reactivó con una pregunta: “¿Estás ahí?”.

CAPÍTULO 10 El vuelo de la libélula Lola se sentía mal Las partidas de - фото 42

CAPÍTULO 10

El vuelo

de la libélula

Lola se sentía mal Las partidas de vacunas eran insuficientes y no les habían - фото 43

Lola se sentía mal. Las partidas de vacunas eran insuficientes y no les habían enviado la totalidad de los otros insumos solicitados. Temía que todo eso, en parte, se debiera a su error con el llenado de planillas. Mariana trataba de tranquilizarla, pero la preocupación no se le borraba de la cara. Juan, aunque parecía molesto, lo disimulaba bastante bien.

—Bueno, ¿armamos por sectores, por grupos etarios, priorizamos a los pacientes más riesgosos? —En medio de eso interrogantes, los médicos se pusieron a trabajar en una logística que parecía imposible.

Lola tenía deseos de llorar. Sentía que si alguien se moría por una neumonía seguramente ella sería la culpable. Sin embargo, con criterio y creatividad, Juan y Mariana fueron trazando un plan viable.

—Uy, es tarde. Tengo que ir hasta casa a buscar unas cosas. Ya vuelvo. Si tenés que ir a los parajes, andá yendo, Juan. Yo calcu­lo que en veinte minutos estoy de regreso —anunció Mariana.

Juan, que hasta ese momento había estado absorto con el plan de vacunación, se detuvo a observar a Lola. Era evidente que estaba afectada.

—No te pongas así —se arrodilló frente a ella y le levantó el mentón para mirarla a los ojos—. No es la primera vez que pasa, si eso te deja más tranquila.

—No me deja tranquila, para nada. La verdad es que me siento mal.

—No es culpa tuya, sino de esos hijos de puta que ponen trabas para todo, hasta para una partida de vacunas.

—No son solo las vacunas, faltan insumos también.

—Faltan desde que empecé a trabajar acá. No te amargues ni te persigas.

Lola bajó la cabeza abatida, pero Juan buscó su mirada y le dijo:

—Lola, acá la gente no se muere solo por las vacunas. Tienen estudios retrasados, mala nutrición, viven en lugares inhóspitos, sufren diabetes, problemas cardiológicos… Ni que hablar de los casos de violencia y abuso. Las causas son miles, las vacunas no cambian demasiado las cosas. Tenemos un sistema sanitario colapsado, programas que no funcionan… y mucha burocracia.

—Ni siquiera me autorizaron los estudios de alta complejidad, necesitaban una auditoría y todavía no la tenían —a Lola se le quebró la voz. Juan la abrazó para contenerla.

—Arriba ese ánimo, mirá que yo puse todas mis fichas en vos. —Estaba demasiado cerca al decir aquello. Lola lo percibió, pero no quiso apartarlo.

—Apostaste demasiado —replicó.

—No. Más aún, estoy seguro de que vas a volver a la ciudad y vas a conseguir lo que falta. —Estaba siendo condescen­diente con ella, pero Lola aceptó su voto de confianza—. Vení, acompañame a recorrer otros parajes que no conocés.

Lola no se resistió. Necesitaba irse de ahí, respirar otros aires, calmar su congoja.

Salieron en camioneta e ingresaron por un sendero estrecho. El olor a verde era embriagador y borraba tiernamente las culpas.

—¿Hace cuánto que estás acá? —le consultó Lola sin dejar de mirar por la ventana el paisaje.

—Dos años y pico.

—¿Por qué viniste a La Colonia?

—Es una historia larga —Era evidente que no tenía muchos deseos de abrevar en ella.

—La quiero escuchar —insistió Lola.

—Me recibí rápido, a los veintiséis tenía mi título con un muy buen promedio. Hice la residencia en un hospital público; una experiencia buenísima, aunque dura también. Me quedé ahí y después entré a trabajar en una clínica privada, el dueño era un amigo de mi papá; de hecho, mi viejo es el abogado de la clínica. Al principio estaba entusiasmado, pero después vi tanta frialdad, tanto negociado con la salud, que me empecé a asquear. La situación del hospital tampoco ayudaba, veía a la gente esperando siglos para ser atendida, falta de insumos; bueno, algo de lo estás viendo ahora acá. En ese momento llegué a cuestionarme mi vocación, sentía mucha impotencia.

—Supongo que es algo que les debe de pasar a muchos médicos cuando empiezan…

—Tal vez. Pero a mí se me sumó la muerte de mi vieja, un cáncer de páncreas fulminante. Sentía que con todo lo que había estudiado no había encontrado la manera de salvarla.

No pudo seguir. Lola tampoco tuvo el coraje de preguntar más.

Se quedaron en silencio. Fue él quien decidió volver a hablar:

—Mi papá y mi hermano continuaron enfrascados en su estudio y yo no sabía qué hacer de mi vida. Estaba un poco perdido. Fueron tiempos horribles. Dejé la clínica privada, me dediqué a full a la salud pública y fui llevando mi duelo como pude.

—¿Y La Colonia? ¿Cómo apareció entre tus opciones?

—Cosas del destino. Mariana era amiga de mi mamá, se conocían desde chicas, eran vecinas, se criaron en la misma cuadra. Ella me llamaba siempre, conmigo tenía una relación especial. Una mañana se comunicó para ver cómo estábamos y me contó que andaba buscando un médico joven, para La Colonia, le habían autorizado un puesto más y quería saber si conocía a alguien a quien le interesara la experiencia. No sé, en ese momento sentí que el puesto era para mí.

—Guau… Fuerte, seguro sentiste que tu mamá te estaba marcando el camino.

—Algo así, aunque mi viejo no pensó lo mismo. Su sueño de “m’hijo el dotor” no tenía mucho que ver con esto. Discutimos demasiado. Ya no le había gustado mucho que dejara la clínica, pero lo de La Colonia fue un baldazo de agua fría. Recuerdo sus palabras: “Es una locura tirar un título en medio de la nada”.

—A veces los padres anteponen sus expectativas a las de sus hijos. No creo que lo hagan por maldad, pero les cuesta entender que somos personas diferentes de ellos, que tenemos otros sueños, otros anhelos… Igualmente, venir a La Colonia debe de haber significado todo un cambio para vos.

—Sí, yo vivía rodeado de comodidades, nunca me faltó nada; es más, ahora que lo pienso bien, creo que a nivel material me sobró todo. ¡Y acá es tan distinto! Uno empieza a reconocer el valor real de las cosas. Además, este sitio me ayudó a sobrellevar mejor el duelo de mi vieja, porque yo venía a los tumbos. Acá sentí que mi vocación tenía sentido. —Juan paró la camioneta e indicó—: Bajemos, vamos allá, a esa escuelita, quiero hacerles una revisión general a los chicos y a Flora, la maestra. Ella está con un problema cardiológico complicado, es uno de los estudios que necesitamos con urgencia.

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