ELFOS, HADAS Y OTROS SERES SURGIDOS DE LA FANTASÍA
En el capítulo «Las novelas y los elfos» de sus memorias, Els jardins de la malenconia (1992), elaboradas a partir de escenas y fragmentos más que narradas cronológicamente y en continuidad, Perucho incluiría de nuevo una serie de reflexiones sobre la irrupción de «lo invisible» en poetas-videntes como Yeats, que veían «más allá» de la realidad y creían en seres fabulosos como los elfos. También rememoraría el acontecimiento que supuso, en un páramo de realismo social como era la España de los años cuarenta y cincuenta, la aparición simultánea, sin ellos conocerse aún, de dos escritores, uno catalán, él mismo, y uno gallego, Álvaro Cunqueiro: «En el año 1957 apareció mi primera novela, Libro de caballerías, que fue, con Merlín y familia, de Álvaro Cunqueiro, aparecido ese mismo año, la primera reacción contra la literatura social, o testimonial, de la época». Como el autor recordaba, con los intelectuales gallegos Álvaro Cunqueiro y José María Castroviejo, que llegarían a ser grandes amigos suyos, hablaron desde el principio «extensamente» de literatura fantástica. En concreto, Perucho les dio a conocer a ambos a Lovecraft, que había leído en 1954 en una traducción francesa de La couleur tombée du ciel, comprada en París, que le produjo una «impresión enorme» y le inspiró su primera composición, Amb la tècnica de Lovecraft, de 1956. Un texto que inauguraría su ciclo personal de literatura de género fantástico, tras haber publicado únicamente poesía y unas pequeñas prosas poéticas, Diana y el Mar Muerto, de carácter realista.
Por su parte, a través de la lectura del poeta irlandés W. B. Yeats, «memorable autor —como afirmaría— de “Un aviador irlandés prevé su muerte”», un poeta que «tenía una gran sensibilidad para ver los seres invisibles», Joan Perucho descubriría los elfos y las fuentes de su origen en las baladas y las canciones irlandesas. ¿Ver lo invisible? Sí, incluso fotografiarlo, como harían las niñas inglesas Elsie Wright y Frances Griffiths, de Bradford, en 1917, que «verían» y lograrían reproducir fotográficamente a unos pequeños seres «feéricos» en un bosque maravilloso, hecho al que Conan Doyle dedicaría todo un libro, El misterio de las hadas. ¿Quiénes serán los más dotados para esta «segunda visión», como la llama Perucho? Sin lugar a dudas, «los niños, los poetas, los videntes, dotados con una segunda visión, hombres y mujeres que han sintonizado y están en paz con su entorno natural, ellos han sido los que históricamente han tenido más oportunidades de entrar en contacto con los elfos». Por otra parte, como seguiría explicando, «los elfos son espíritus de la naturaleza, los hijos de la Madre Naturaleza, y son tristes, vengativos, pesados, amistosos, bromistas y llenos de odio, dependiendo de las circunstancias».
Muchas veces, y de múltiples formas, desde el comienzo de su obra, ya sea esta poética, narrativa o de reflexiones e inspiraciones varias, Perucho ha relatado, de una manera u otra, esa nostalgia triste e indefinible por el mundo ido de la poesía que en un tiempo todo lo impregnaba, de forma envolvente, sutil y delicada, a la vez que respetuosa e imbuida del halo de un sumo prestigio. Es decir, la nostalgia por la desaparición de «una sociedad que amaba a los poetas y a la que los poetas daban algo que se recibía con agradecimiento». Ahora, dirá, «el pulso del tiempo es otro». Se trata de una nostalgia también por la literatura imaginativa, por las delicias de la fantasía, por «la erudición inventada, de ternísimo humor», por una literatura fundamentalmente encauzada «en un mundo de la más pura arbitrariedad poética», como decía muy en concreto refiriéndose a su querido y llorado amigo Álvaro Cunqueiro, paralelo a él en gustos, afanes y formas de encarar el arte y la literatura, y recogido también en esta Colección Obra Fundamental con el volumen De santos y milagros. La poesía, el arte, la imaginación, la risa mezclada en todo ello todo lo consigue. Logra fijar y detener mágicamente el instante, el tiempo en sí: «Sólo el arte detiene el tiempo», recordó Perucho en su texto «Santiago Rusiñol desde la ventana del tiempo», del libro Galería de espejos sin fondo.
LA HISTORIA, LA RISA Y OTROS HECHOS MARAVILLOSOS
A Cunqueiro, su camarada de la literatura y de tantos momentos compartidos, Joan Perucho rindió siempre los más altos elogios: «Nadie ha escrito, ni en este país ni en ningún otro, con un sentido tan profundo de lo que es maravilloso, sacándonos de lo que es inmediato y útil, de aquello que deseamos y anhelamos mientras nos hundimos en la más resignada de las condenas. Él abrió la puerta de los sueños».
Instalado en una incontenible «nostalgia del pasado», que nunca se podrá llegar a sentir con la misma intensidad en el presente, Perucho creará el suyo propio, un pasado a su manera y medida, como hacía también Cunqueiro, el gran transformista de hechos, épocas, leyendas, lecturas, héroes y poemas. Un pasado, en el caso del autor catalán, adornado por numerosos fantasmas, como manifiesta en el pasaje de su libro Detrás del espejo titulado «Los fantasmas góticos»: «Cada persona crea, si es capaz de ello, sus propios fantasmas […]. Los racionalistas no los ven. La fe, como en tantas cosas, es esencial. Los devotos de lo maravilloso, por el contrario, los ven y, a través de ellos, se materializan». La literatura, pues, actuará de «médium» que convoca espíritus en la mesa del texto, de vaso comunicante de un pasado del que se extrae la sangre y al que se vampiriza poéticamente para otorgarle vida y mantener así las mejillas del fino entramado de la ficción sonrosadas. Todo tendrá que ser siempre así, «velado y susurrante». En un texto titulado «El secreto de los magos», del libro Rosas, diablos y sonrisas, Perucho se preguntaría, con mucha razón, estupefacto, ante el «entusiasmo congresual» imperante: «¿Qué clase de congreso es este?», ya que en aquellos días se había anunciado pomposamente un «congreso mágico internacional». Perucho esperaba que fuera eso, algo velado y susurrante, que sirviera para intercambiar entre los participantes secretos y experiencias «sutilísimos y oscuros». Un ambiente como el que Rilke describía «de círculos concéntricos, dilatándose alrededor de las cosas, misteriosamente atraído por su presencia y también por su ausencia», vinculado a una poesía que expresa la fugacidad de las cosas, lo inaprensible, los destellos y luces que nunca dejan de parpadear a lo largo de los tiempos, y que tendrán que ser emitidos con el respetuoso susurro de lo no dicho, de los ecos sutilísimos y remotos.
Todavía compartirían algo más Perucho y Cunqueiro: su devoción por el poder de la risa, de la ironía, del puro juego formulado con las técnicas imperturbables de la seriedad, levemente retocadas para provocar la más placentera de las sonrisas, común en ambos. Un juego y divertimento culto, dirigido a todos los públicos y a todo tipo de lectores, indudable salvador de los hechos solemnes y de las gestas de este mundo. En una ocasión, el filósofo Santayana enunció los tres componentes esenciales de la vida: «Todo, en la naturaleza, tiene una esencia lírica, un destino trágico y una existencia cómica». Muchas veces Perucho hablaría de ese revulsivo fantástico, la risa, que él prefería llamar «ironía», y que tanto practicó en su obra, convirtiéndose en un pilar fundamental que sostiene la originalísima y extensa arquitectura de sus libros: «La risa surge, no en un fluir craso y rabelesiano, sino encogida sobre sí misma, con doble intención, algunas veces solo insinuada, apuntada en un pince-sans-rire. Rara vez lo grotesco deja aquí de ser macabro, pero es una identificación que no coincide exactamente con lo que se ha venido en llamar “humor negro”, a la manera de un Alfred Jarry», diría Perucho en «La nueva Ester» de su libro El basilisco. El gran poeta italiano Giacomo Leopardi, serio y pesimista siempre respecto a sus contemporáneos y, en general, respecto al ambiente pétreo y sombrío que lo rodeaba, nunca dejó de apreciar la llegada de momentos desinhibidos, así como a los alegres y felices practicantes de la risa. «Entre los hombres es inmenso y terrorífico el poder de la risa, frente a la cual nadie, en su fuero interno, se siente por completo inmune. Quien tiene el atrevimiento de reír es dueño del mundo». Se puede decir que, de relato en relato, de aventura en aventura, de búsqueda e investigación apasionada en búsqueda y pesquisa no menos ferviente en pos de metas casi inalcanzables, los personajes de la obra de Joan Perucho conforman una especie de familia de lazos estrechos y genéticos, «un mundo aparte, autónomo, peculiarísimo e inquietante; un mundo en que los misteriosos personajes mantenían ligaduras invisibles, una jerarquía de estirpe solar, una ironía entre cáustica y erudita», definición que Perucho aplicó a la literatura de Salvador Espriu, «maestro de una prosa rarificada, tensa y difícil, para mí la punta avanzada de la literatura catalana hacia Europa», pero que se podía aplicar perfectamente a él mismo y a los personajes que poblaban sus libros, siempre a mitad de camino entre la erudición y la sonrisa irónica, entre la solemnidad académica y rigurosa y la fantasía libre y sin ataduras propia de bardos y poetas.
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