Publicado por:
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© 2021, Beca Aberdeen
© 2021, de esta edición: Nova Casa Editorial
Editor
Joan Adell i Lavé
Coordinación
Edith Gallego
Corrección
Mario Morenza
Portada
Vasco Lopes
Maquetación
Manuel Baraja
Primera edición en formato electrónico: Septiembre de 2021
ISBN: 978-84-18013-93-5
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).
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Epílogo
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Un grito resonó en la madrugada a las afueras de la mansión Fairfax en el tranquilo pueblo campestre de Crawley. Tan humano y desgarrador que Amanda recordaba haber temblado al escucharlo en su infancia, segura de que se trataba de alguna mujer en apuros. No obstante, se había acostumbrado al sonido nocturno del zorro rojo y con los años había dejado de prestarle atención. Cuando el grito era explosivo y breve, como el que acababa de escuchar, se trataba de un macho advirtiéndole a su rival de su agresividad; mientras que cuando se tornaba complejo, solía ser una hembra en busca de pareja.
Amanda nunca se había detenido a pensar en la forma en que los animales a su alrededor se relacionan entre géneros. Al menos no hasta la llegada de Callum. En esos momentos, mientras oteaba el bosque a través de la ventana, no pudo evitar preguntarse si los zorros de la campiña emitirían esos chillidos si uno de los géneros fuera eliminado.
Mary se revolvió entre las sábanas, percatándose de la presencia de Amanda en la penumbra de su dormitorio. Alzó la cabeza y miró hacia el sillón donde Amanda estaba sentada, bajo la ventana. Solo sus piernas estaban iluminadas por la brillante luna llena.
—¿Amanda? —exclamó la mujer con voz adormilada. Se incorporó, sacando las piernas de las pesadas capas de colchas y mantas. La noche era inusualmente fría para aquella época del año—. ¿Eres tú?
Mary encendió la lamparilla de gas que había sobre su mesita de noche y la alzó hacia la ventana, pestañeando para agudizar su visión. Descubrió, entonces, la presencia de Callum, sentado a los pies de Amanda y se echó hacia atrás de forma instintiva.
—No es necesario que lo temas, madre —la tranquilizó ella con voz ronca. Llevaba tiempo sin usarla—. Callum ya no está ahí dentro. No va a vengarse de ti si no sabe quién eres. Ni siquiera sabe quién soy yo o él mismo.
Mary soltó un largo suspiro relajando los hombros.
—Sabía que volverías —se limitó a decir la mujer, ajena a lo terrible y descorazonador que era lo que acababa de explicar Amanda.
Se levantó de la cama y se puso la bata atándose el cinturón con celeridad, sin apartar los ojos de ella.
—No deberías haberlo hecho —prosiguió, calzando sus pantuflas para evitar el frío del suelo.
Amanda entornó los ojos.
—No estoy segura de si te diriges a mí o a ti misma, madre —espetó. Sus uñas se clavaron en las palmas de sus manos, formando medias lunas.
—A ti, por supuesto —gritó Mary, perdiendo la compostura—. Tú eres la que ha allanado el andrónicus y robado un siervo.
—Es mi siervo —replicó con tono de falsa tranquilidad—. No es eso lo que defiendes tan ferviente, el derecho de una mujer a su esclavo.
Mary inclinó la cabeza hacia un lado, recobrando la paciencia con su decepcionante hija.
—Sí, es tu siervo —concedió—. Nadie va a quitártelo ahora, pero no debiste sacar…
—¡Tú me lo has quitado! —bramó Amanda, logrando que su madre se encogiera, sorprendida. Hundió una mano entre los cabellos de Callum y zarandeó su cabeza con suavidad—. Esto no es él. Está vacío, no es Callum. Callum está muerto. ¡Tú lo has matado!
Mary tomó una inspiración profunda mientras la contemplaba con cautela, como si no supiera muy bien qué esperar de ella. Ver esa expresión en el rostro de su madre era una novedad que le gustó.
—Entiendo que te enamoraras, hija —comenzó con tono conciliador—. Sé que un hombre puede tener sus encantos al principio. Hazme caso cuando te digo que el embrujo no dura. Su forma de tratarnos degenera con los años, se vuelven fríos, crueles y violentos. ¿Querías llegar a eso con él? ¿No prefieres vivir con el recuerdo del romance?
Amanda tragó saliva, intentando recobrar el control de sus nervios.
—¿Fue eso lo que le ocurrió a la abuela? —preguntó en tono quedo.
Mary dio un pequeño respingo como si la hubieran pinchado con un alfiler.
—¿El abuelo era un hombre encantador hasta que los años de matrimonio y el alcohol lo transformaron en un ogro? —presionó—. ¿Es eso lo que ocurría en todos los hogares o solo en el tuyo, madre?
Mary puso los ojos en blanco.
—No en todos, pero te aseguro que las estadísticas no están de su parte —rebatió, señalando a Callum. Dio un paso hacia ella—. Sé que no lo ves ahora, pero esto es lo mejor para ti, Amanda. Para todas nosotras. Los hombres solo traen violencia y degeneración; e incluso si fuera cierto que algunos son más templados, no merece la pena el sufrimiento que provocan los perversos como para traerlos de vuelta.
Era imposible razonar con su madre. Siempre había creído que Mary despreciaba a los varones, pero ahora entendía que era el miedo lo que motivaba sus acciones. Para ella todos los hombres eran su monstruoso padre, e imaginar vivir en un mundo lleno de ellos, la llenaba de pavor.
—Quiero que me entregues el antídoto —exigió, ignorando su perorata.
Los hombros de Mary se hundieron con su insistencia.
—No podría dártelo, aunque quisiera —explicó la mujer con serenidad—. Se me entregó una cantidad determinada para llevar a cabo mi experimento. No tengo ni idea de dónde procede o de su contenido.
Se levantó del sillón y se aproximó a su madre hasta que estuvieron a un palmo. Mary analizó su rostro, quizá evaluando lo alterada que estaba su hija debido al experimento.
—Mientes —determinó Amanda en tono quedo.
—Sé razonable, Amanda. Me costó mucho que aprobaran el experimento. ¿Crees que entregarían la fórmula del antídoto a cualquiera? Y menos con mitad de la población a favor de la liberación masculina. Es un secreto celosamente guardado.
Por mucho que Amanda deseara creer lo contrario, sabía que su madre no le mentía.
—Solías confiar en mí —se lamentó la mujer, buscando sus ojos.
Esa confianza estaba del todo muerta. Miró el rostro envejecido de su madre. La dignidad habitual con la que se conducía estaba mermada por el camisón y la trenza despeinada. O quizá era ella la que ya no sentía la misma admiración y respeto por su progenitora.
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