—Callum, vuélvete hacia mí —le ordenó con suavidad. El joven lo hizo—. Rodéame con tus brazos también.
Cuando el muchacho lo hizo fue como sentir una chispa del antiguo Callum, solo que este la hubiera abrazado con más fuerza y sus manos no se hubieran quedado quietas. La pasividad y la paciencia no eran parte de su carácter y eso delataba las diferencias entre ambos, impidiendo que Amanda fantaseara por un instante con que estaba de vuelta.
Sí que le trajo el recuerdo de aquella vez en el bosque en la que Callum le confesó que le parecía bella, a su manera, y ella lo abrazó conmovida.
—Esto es un abrazo, ¿verdad, Amanda? —le había dicho en aquel entonces.
—Sí, si tú también me rodeas con tus brazos.
Él la había estrechado con tanta fuerza que se había quedado sin aliento.
Amanda se echó a llorar ante el recuerdo, humedeciendo el pecho de Callum con sus lágrimas. Hacía dos semanas que lo había perdido, pero le parecía una eternidad.
Continuó llorando hasta que notó un bulto contra el muslo que no estaba ahí antes. Apartó el rostro para verle la cara y vio que tenía los labios entreabiertos pero la mirada igual de perdida.
Amanda levantó la colcha para comprobar si sus sospechas eran ciertas y soltó un improperio al verlo con sus propios ojos. Callum tenía una erección cubierta por su camisa, pero allí estaba, empujando contra el muslo de ella. La prueba de que tenía necesidades físicas. Tal era la enajenación de su siervo ante la realidad que la había obtenido mientras ella lloraba.
Volvió a taparlos con la colcha y se secó las lágrimas contemplando el rostro sonrojado del muchacho. Su piel ardía, incluso más que antes.
—Yo… —Sabía que Callum necesitaba alivio. Sabía que se lo había provocado ella con su proximidad. Sabía lo que tenía que hacer y, aun así, no fue capaz de mover un músculo—. Lo siento, Callum, no puedo. Así no. Perdóname, por favor.
El joven no dijo nada y eso no hizo más que acrecentar su sentimiento de culpa. Dependía totalmente de ella y estaba fracasando como ama. No le estaba proporcionando los cuidados esenciales, pero sentía un rechazo innato ante la idea de tocar su cuerpo inconsciente de esa forma.
—Mañana le haremos una visita a Jemina Price —prosiguió, apartándole un mechón de cabello de la frente—. Si es quien sospecho, podrá proporcionarme el antídoto para ti. Volverás a ser el que eras, aunque tendrás que disimular de nuevo, Callum, mientras logramos la liberación masculina.
El joven no dijo nada. Mantuvo sus ojos en el intrincado dibujo del techo de la cama a dosel que los cubría.
—Procura dormir —soltó cansada y se apartó de él para no empeorar la situación.
Se durmió con la idea de que Jemina Price tenía que ser la persona que le había proporcionado el antídoto a Mary para llevar a cabo el experimento. No sabía cuánto tendría que pagarle a la mujer para que la ayudara, pero haría lo que fuera por conseguir que despertara a Callum de nuevo y lo mantuviera inmunizado mientras forzaban otra votación o un cambio de ley. Lo único que la mantenía de una pieza era su determinación de que las cosas ocurrirían de esa forma. Estaba en mitad de un océano sin nada más a lo que aferrarse que ese plan.
4
Devil’s Acre, Londres.
Los tacones de las botas de Amanda resonaron contra la piedra mojada de la calle londinense, creando un estruendo demasiado obvio para aquellas horas de la noche. La zona estaba desierta y una neblina húmeda dificultaba aún más su visión de la oscura calle que olía a madera quemada, basura y putrefacción. Aquella parte de Londres, a pesar de su proximidad a Westminster Abbey, era una zona pobre y de mala reputación, donde bandidas y borrachas se escondían entre las sombras de la noche para descansar de sus fechorías.
No había sido su intención pasearse por esas calles una vez caída la noche, pero el tren de Amanda se había retrasado en el nudo de Stewarts Lane. Además, al salir de la estación Victoria le habían indicado mal el camino hacia Westminster, y había terminado por recorrer dos millas antes de encontrar Old Pye Street, que tenía como referencia de la dirección que buscaba. Cuando llamó a la puerta de Jemina Price nadie le respondió y esperó en el sombrío y mísero rellano de aquel edificio a que la mujer volviera durante casi cuatro horas.
Cuando al fin había aparecido alguien con la ropa empapada por la lluvia nocturna no se trataba de Jemina Price sino de su vecina. Amanda se llevó dos dedos a la nariz para mitigar el hedor que provenía de la mujer. Una pastilla de jabón de cuatro onzas costaba lo mismo que un buen trozo de ternera por lo que no era ninguna sorpresa que las clases obreras no malgastaran su dinero en algo que cualquiera con un estómago vacío considerara una nimiedad.
La mujer, con el rostro ceniciento y cansado, le echó un buen vistazo a Amanda, deteniéndose en su abrigo verde jade y sus botas impolutas.
—¿Se ha perdido usted, doña? —le preguntó extrañada.
—Espero que no —respondió, carraspeando para aclarar la voz tras las horas en aquel pasillo frío—. Busco a Jemina Price. Tengo entendido que vive aquí.
La mujer frunció los labios y miró por encima de su hombro las escaleras por las que había subido.
—¿Quién es usted? —preguntó recelosa.
Amanda tragó saliva. Soy la hija de Mary Fairfax y estoy aquí para hablar de un asunto que la señora Price tenía pendiente con mi madre.
La mujer la contempló con curiosidad durante un instante.
—Me da que esos «asuntos» se van a quedar a medias —dijo al fin.
Amanda frunció el ceño.
—Jemina murió hace una semana —prosiguió la mujer alzando la barbilla y señaló la puerta cerrada a la que había llamado Amanda horas antes—. La casera la encontró degollada en la cama. «Un robo», determinó la inspectora.
—¿Usted no cree que se tratara de eso? —indagó Amanda ante el tono irónico con el que había añadido eso último.
La mujer abrió los brazos mostrando la capa de lana agujereada que llevaba como si fueran alas de murciélago y la ropa remendada que vestía bajo esta.
—¿Qué tesoros podría buscar un ladrón en este edificio? —inquirió, socarrona.
Amanda abrió la boca ante la insinuación de que había sido asesinada adrede.
—¿Usted la conocía? ¿Jemina era científica?
La mujer soltó una risa nasal.
—¿Científica? No, doña. Aquí, si una mira libros todo el día no come, ¿sabe usted? —le explicó con una sonrisilla y dándole un repaso con la mirada, como si la creyera demasiado inocente con respecto al funcionamiento del mundo real—. Pero sí que era lista, Jemina, un ratón colorado. Trabajaba de ayudante en un laboratorio. Quizá sabía demasiado para su propio bien, ¿entiende usted?
Amanda exhaló, sintiéndose mareada. La había encontrado, la razón por la que su madre la había visitado meses atrás. Jemina le había proporcionado el antídoto a Mary para llevar a cabo el experimento y ahora estaba muerta. Asesinada, sin duda.
Se sostuvo en la barandilla de la escalera y trató de recomponerse.
—¿Alguna vez la señora Price le explicó algo acerca de su trabajo?
La mujer negó con la cabeza.
—Y ahora que ha muerto, lo quiero saber aún menos —respondió un tanto mordaz, preguntándose quizá si Amanda iba a traerle problemas.
Asintió afectada. Los pensamientos arremolinándose en su cabeza demasiado deprisa. ¿Tenía algo que ver Mary con la muerte de Jemina? Por terrible que hubiera sido la idea del experimento, se negaba a creer que su madre era capaz de asesinar a alguien.
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