—¿Podría indicarme dónde puedo encontrar a la casera?
La vecina de Jemina asintió y caminó hacia una de las puertas que había en el lóbrego pasillo, llamando a esta con los nudillos.
—¿Tillie? ¿Estás ahí? —berreó tras el segundo intento.
Se escucharon unos pasos y una señora regordeta y despeinada abrió la puerta chirriante.
—¿Qué se debe? —inquirió al verlas en el rellano. Le faltaban varios dientes y los que tenía estaban torcidos o negros.
—La doña venía buscando a Jemina —explicó la vecina a la que debía ser la casera.
La mujer la miró de arriba abajo con la misma expresión de sorpresa que había puesto la otra mujer.
—¿No es usted muy fina para querer alquilar aquí? —preguntó burlona.
—No… No venía a alquilar el cuarto de Jemina, sino a hablar con ella —explicó Amanda, titubeante—. No sabía que había fallecido.
La casera entornó la cabeza.
—¿Y qué quiere de mí? No sé despertar a los muertos.
Amanda se humedeció los labios y dio un paso hacia la mujer.
—Quería saber si encontró algo en su cuarto cuando… Ya sabe, encontró el cuerpo. Notas, escritos, cartas… Cualquier cosa sería de ayuda.
La mujer frunció el ceño y alzó el mentón, desconfiada.
—Fue un robo, ¿sabe usted? Estaba todo revuelto, los cajones abiertos, to’ tira’o por los suelos… Solo dejaron ropa. No había na’ de eso que dice usted —declaró e hizo el amago de cerrar la puerta.
Amanda se apresuró en interponer la mano.
—¿Está segura de que no había nada? ¿Algo que pueda explicar por qué la robaron?
—¡No sé na’ de eso! —negó la mujer con vehemencia—. ¡Márchese!
Le cerró la puerta en las narices.
—Es cierto que no sabe nada —escuchó decir a la vecina a su derecha—. Jemina no nos contaba en qué andaba metía en ese trabajo suyo. Y si había algo en su cuarto se lo llevaron, ¿entiende usted?
Amanda asintió, derrotada.
—¿Sabe en qué laboratorio trabajaba?
La mujer negó con la cabeza y la contempló seria.
—No y usted no debería ir allá o acabará como Jemina.
Amanda cerró los ojos y exhaló sonoramente.
—Márchese y olvídese de este asunto escabroso —le aconsejó la mujer, alejándose hacia su propia puerta.
Amanda le echó un vistazo a Callum que permanecía sentado en el poyete descascarillado de la ventana. Su única oportunidad de despertarlo antes de la liberación masculina se había esfumado como una pompa de jabón en el aire.
—Vámonos, Callum —le indicó, arrastrando los pies hacia la escalera. Parecía que le pesaba la cabeza una tonelada. ¿Qué iba a hacer ahora?
—¿Doña? —la llamó la mujer desde su puerta—. Ya ha caído la noche. Tenga cuidado ahí fuera, es usted un corderito en una tierra de lobos.
Amanda había asentido sin importarle mucho lo que decía la mujer. Tenía problemas peores de los que preocuparse, y, sin embargo, ahora que se veía perdida en la neblina de la noche comenzó a asustarse.
Supo que estaba atravesando Devil’s Acre porque el suburbio hacía honor a su nombre. Era una sucesión de casas entre dos y tres plantas dispuestas en un rectángulo lleno de esquinas y salientes irregulares que daban lugar a espacios oscuros y callejones aciagos. Las casas estaban tan amontonadas que los moradores no tendrían problemas para ver lo que hacía el vecino a través de las estrechas ventanas rectangulares. Todo parecía haber sido dispuesto para albergar a más personas de las que permitía el espacio. Sucias cuerdas con ropa tendida se habían instalado de un edificio a otro. Algunas partes de los edificios mostraban su esqueleto compuesto de vigas de madera corrompida por la humedad, como si nadie se hubiera molestado en terminarlos. De los tejados ennegrecidos salían pequeñas chimeneas humeantes de forma caótica.
Las botas de Amanda y Callum resonaban en los charcos del suelo desnivelado y polvoriento, y el hedor le decía que aquello no era solo agua de lluvia.
La calle parecía estar desierta, pero había tantos rincones oscuros y tantas ventanas que tenía la inquietante sensación de ser observada.
El llanto de un bebé le llegó ahogado por el cristal de una ventana baja, y un bulto se movió a su izquierda, haciéndola saltar con los nervios de punta. Inconscientemente, se apretó contra el brazo de Callum, quien, indiferente a los peligros de la noche, continuó con el mismo semblante. Se trataba de un escuálido perro abandonado que olisqueaba las basuras amontonadas en las puertas de las casas.
Amanda se relajó un tanto al ver que solo era un animal, pero su crispación no disminuyó del todo. Con sus ropas elegantes era la víctima perfecta para ser asaltada en aquella callejuela polvorienta. Y estaban corriendo el riesgo para nada, pues Jemina había fallecido, llevándose con ella sus conocimientos sobre la cura.
Amanda no quería ni pensar en que su madre tuviera algo que ver en la muerte, pero tenía que admitir que se trataba de una posibilidad. Aunque no la única. Según las gacetas, una asociación de obreras bien organizadas y con influencia, estaban a favor de la abolición y buscaban la fórmula. Si Mary había encontrado a Jemina también podrían hacerlo ellas. Sin duda, las mujeres al mando no querían arriesgarse a que una organización poderosa se hiciera con el medicamento y comenzaran a despertar a sus hombres.
Todas sus esperanzas se habían ido a la tumba junto con aquella pobre mujer. Su última oportunidad se pudría bajo tierra mojada mientras la devoraban centenas de gusanos.
Si no fuera porque estaba tan asustada por tener que vagar por aquel lugar abandonado por Dios de noche se hubiera desplomado en el suelo para llorar como deseaba hacer.
Al final de la calle, un farolillo de gas brillaba anunciando la intersección con una calle principal más transitada. Apretó el paso sin darse cuenta, a la vez que hundía sus dedos en la carne del brazo de Callum para que captara el mensaje. Si lograban llegar hasta ella, vería el fantasma de la abadía Westminster difuminado por la niebla y se sentiría a salvo.
Dedos huesudos que, a pesar de su delgadez, tenían la firmeza de las garras expertas de un halcón asieron su hombro derecho, deteniéndola en seco y haciéndola trastabillar hacia atrás. Su trasero no llegó a golpear el suelo como era de esperarse, porque su espalda chocó contra el torso enclenque de su captor.
—Callum… ¡Libérame! —le dio tiempo a gritar antes de que una voz rasposa, como la que tendría alguien que ha pasado cuantiosas noches en la calle y bebiendo demasiadas pintas, le ordenara a su maloliente captor que la silenciara.
Una tela asquerosa cubrió sus labios y fue atada tan rigurosamente en su nuca que le dolieron las comisuras de la boca.
Callum, respondiendo a su primera orden, encerró una mano de acero sobre el brazo del hombre. Un joven fornido como él no tendría problemas en reducir a aquel individuo sin esfuerzo. No obstante, con un bramido, la mujer que controlaba a su captor le ordenó que se detuviera. Callum, preso de su servicial enfermedad, hizo lo que le ordenaba sin vacilar, como si para él no hubiera diferencia alguna entre una voz familiar y una desconocida.
Amanda intentó hablarle a Callum, pero la mordaza no le permitía emitir sonidos coherentes que el muchacho pudiera entender.
La desaliñada mujer permaneció en las sombras del callejón del que habían salido como si la iluminación la asustara.
Amanda solo logró ver parte de sus ropas deshilachadas y sus cabellos oscuros y despeinados asomándose desde el pañuelo que le cubría la cabeza como las antenas de un insecto. También vislumbró las bolsas profundas bajo sus ojos, aunque quizá se tratara de un juego de luces y sombras.
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