1 ...8 9 10 12 13 14 ...18 Callum.
Un llanto fuerte sacudió su cuerpo con tal vehemencia que no pudo articular palabra y tuvo que conformarse con llamar a Callum con un gesto de mano.
Al ver que Amanda no lograba erguirse y estaba a punto de ahogarse en sus propias lágrimas, Eleonor le ordenó al Callum que la levantara por los hombros.
Amanda hundió el rostro húmedo contra su pecho cálido pero vacío mientras rememoraba las últimas palabras que jamás oiría del auténtico Callum.
Rose repetía, fascinada, que lo había escrito él. Tenía entre sus manos el tomo de Tiempos difíciles de Charles Dickens que Callum había estado leyendo en el bosque antes de enfermar.
Amanda había continuado con la lectura en voz alta por dónde Callum la había dejado porque le partía el corazón pensar que él no podría terminar la historia. Quería narrársela, aunque fuera a esa versión comatosa que quedaba de él. Nunca se le había ocurrido desdoblar el papel que Callum había usado de marca páginas. Jamás pensó que sería una carta para ella. Recordaba haberle preguntado qué escribía, aquella noche frente a la hoguera, y él había bromeado con que era la lista de la compra.
Eleonor la dejó llorar por varios minutos y finalmente la separó del joven y la obligó a beber algo que olía a acre. Por el color pardusco del líquido, dedujo que se trataba de una tintura de láudano.
Empezó a sentir que sus ojos pesaban demasiado y notó la mano de la mujer acariciándole la frente como una madre preocupada. Su voz también sonaba muy triste.
—Has perdido un dedo por él. No pierdas también la cabeza —la oyó decir justo antes de dormirse—. Es hora de decir adiós.
****
No recobró la consciencia hasta que alguien sacudió su hombro con vehemencia. Había anochecido y el rostro de Callum se cernía sobre su cama, ensombrecido por la falta de iluminación. Toda la luz provenía de una puerta abierta a espaldas del muchacho.
Amanda se dio cuenta de que la habitación estaba vacía y, aun así, Callum la había despertado. Abrió los ojos de forma desmesurada.
—¿Callum? —gimió. Si nadie le había dado la orden de despertarla significaba que lo había decidido por sí mismo.
—¿Sí, ama? —respondió él de forma monótona y giró el torso para recoger un bol de sopa caliente de la mesita de noche. Hundió la cuchara en el humeante caldo y se dispuso a alimentarla.
Amanda pestañeó y se hundió más sobre el colchón. Su corazón se calmó al entender que Callum no había regresado, sino que simplemente cumplía una orden de Eleonor a la que podía oír en la habitación contigua.
Dejó que el joven le sirviera la sopa, aunque no tenía ganas de tomarla. Sentía un vacío en su interior, fruto de no haberse alimentado en tantos días, que había desterrado por completo el apetito. Sin embargo, tuvo que reconocer que una vez su estómago estaba lleno del cálido líquido se encontró mucho mejor.
Con ayuda de Callum se levantó de la cama y, como una anciana a la que no le quedaban fuerzas para este mundo, se desplazó hasta la sala iluminada.
Eleonor y Rose estaban sentadas en un diván junto al fuego. La monja bordaba mientras que Rose, desplomada con desgarbo, leía un libro.
Otras monjas ocupaban la sala, enfrascadas en distintas tareas o en conversaciones discretas.
Ambas levantaron la cabeza al verlos aproximarse y Eleonor le indicó con un movimiento de mano que se sentara en el sofá frente a ellas, observando su inestabilidad al caminar.
—¿Has cenado, muchacha?
Amanda asintió mientras se echaba con gran esfuerzo una pesada manta de lana azul sobre las piernas. A pesar de que el fuego de la chimenea ardía con vigor justo a su lado, sentía como si la habitación estuviese congelada.
—¿Es demasiado tarde para el piano? —preguntó una vez estuvo acomodada. Había varios instrumentos en la sala, pero no estaba segura de qué hora era. El invierno en Inglaterra era tan oscuro que, en ocasiones, no se podía distinguir las seis de la tarde de las diez de la noche.
—No, pero quizá moleste a las hermanas —respondió Eleonor, deduciendo sus intenciones—. Mejor que toque el arpa. Más suave. Ideal para esta velada.
Amanda le dio la orden a Callum que se aproximó al instrumento y comenzó a tocar.
—Callum es músico —anunció.
—Era músico —la corrigió Eleonor con seriedad mortal—. Es mejor que empieces a verlo como si el Señor ya lo hubiera llamado a Su lado.
Amanda giró el rostro hacia el fuego, deleitándose por la sensación de calor en sus mejillas. Intentó concentrarse en esa emoción.
—¿Qué cree que un siervo que no ha pensado ni un solo día de su vida tiene que decirle a Dios cuando llega al cielo? —le preguntó a la mujer. Rose las contemplaba pensativa.
—Lo mismo que un perro que regresa a su creador, o un bebé —contestó la monja tras una breve pausa. Amanda la observó con cierta sorpresa.
—¿Cree que los animales van al cielo?
—He visto más sentimiento y bondad en los ojos de un perro que en los de algunas personas.
Amanda se preguntó qué historia habría tras la mujer. Era lo suficientemente mayor como para haber vivido en los tiempos en los que los hombres eran libres. Antes de la bacteria.
—¿Cree que Dios aprueba la esclavitud de los hombres?
—No lo sé. Pero lo que sí sé es que yo no lo hago. Así que no necesitas ponerte a la defensiva, muchacha. Toda esta historia me parece una aberración desde que encontraron la cura y decidieron no usarla. ¿Por qué crees que tomé los hábitos?
—¿Por qué le gusta llevar una sábana en la cabeza? —sugirió Amanda. Las monjas eran las únicas que no poseían un siervo—. Dudo que a Dios le moleste que mostréis el cabello.
—«Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza. Corintios 11:3» —recitó la monja de memoria.
—Pero eso lo dice la Biblia, no Dios —contestó Amanda, recordando la conversación que había tenido en el río con Callum. —Quién sabe quién ha escrito ese libro y si de verdad sabía lo que «Él» quería decir. Quizá se refería solo a mujeres con el cabello feo.
Rose soltó una risotada.
A Eleonor le llevó unos segundos darse cuenta de que Amanda bromeaba.
—Creo que no es una casualidad que el Señor te haya entregado a Callum, al único hombre consciente de la Tierra —comenzó con una sonrisa. Amanda sabía que no era una coincidencia, sino las artimañas de su madre—. Creo que tienes un razonamiento independiente, que ve más allá de los barrotes que crean la tradición y la costumbre. Y por eso Dios te dio a Callum.
—Pero usted cree que debería darle por muerto. Que debería rendirme.
—Lo que creo es que la cordura reside en aceptar las cosas que no se pueden cambiar, y la locura va de la mano de la inconformidad —declaró con convicción. Sus ojos se encontraron y la vio titubear—. También debo reconocer que todos los inventos y avances de la humanidad los ha producido un loco o una loca que no se conformó con la imposibilidad de las circunstancias. ¿Quién sabe? Quizá tú seas esa loca que va a cambiarlo todo para siempre.
Amanda tomó una profunda inspiración mientras meditaba sobre esas palabras. No era la primera vez que se planteaba que todo lo que le había ocurrido era una prueba divina. La forma que tenía Dios de poner el destino de los hombres en sus manos, pero maldita fuera si sabía cómo liberarlos. No tenía poder ni contactos. Ni siquiera era una persona influyente en su círculo cercano. ¿Y si Dios se había equivocado de mujer? ¿Y si Callum debía haber sido de otra joven de Crawley? Alguien con dotes de liderazgo y poder de convicción. Esa sospecha la hizo sentir pequeña e inútil. Incapacitada para la tarea que le había sido encomendada.
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