Beca Aberdeen - La mirada de Callum

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Callum ya no está. 
Su mente ha desaparecido para siempre contagiada por la bacteria que portan todos los hombres. 
Pero no se ha ido del todo. Su cuerpo sigue ahí, justo frente a ella, recordándole lo maravilloso que fue conocerle, enamorarse de él y lo terrible que ha sido perderle. 
Amanda siente que le ha fallado a Callum. No ha podido salvarle de su sociedad sexista que quiere a los hombres como esclavos. Como si sus pensamientos fueran poca tortura, tiene a Callum justo frente a ella, recordándole a diario que le ha perdido. ¿Cómo puede superar su pérdida si tiene al hombre que ama justo frente a ella?
Pero sus ojos ya no son los mismos. Su mirada ahora está vacía como la de cualquier otro hombre.
¿Qué puede hacer una mujer sola contra toda su sociedad para salvar al hombre que ama? No solo eso… ¿Qué puede hacer ella sola para terminar con una esclavitud sexista que después de conocer a Callum ve como una aberración contra los derechos humanos?
A veces la guerra es la única respuesta.

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Abrumada por el hilo de pensamientos y la debilidad física que notaba, ojeó el periódico que alguien había dejado sobre una de las mesitas en busca de novedades sobre la liberación de los hombres o alguna pista de cómo proseguir.

«Anatolia sigue siendo la enferma de Europa con sus formas arcaicas», leyó el titular de la portada. Era la clase de artículo que explicaría a Callum y sobre el que debatirían durante horas. El joven acabaría buscando libros en la biblioteca de la mansión Fairfax para profundizar en la materia. Su mente siempre ávida de conocimientos sobre el mundo en el que había despertado, incluso, más allá de las fronteras que conformaban su nación. Pero a su nuevo siervo ya nada le interesaba.

«¿Está el color verde detrás de las misteriosas muertes de centenares de personas?». Amanda frunció el ceño ante la peculiar noticia. Alguien culpaba el arsénico mezclado con la pigmentación de dicho color y usado en objetos cotidianos como el papel de pared de las casas o dibujos de libros, del padecimiento o incluso fallecimiento de numerosos británicos.

Ojeó el periódico de principio a fin, sin hallar nada sobre la liberación de los hombres, ni tan solo una mención a la muerte de Jemina Price. Lo que era de esperarse, teniendo en cuenta que su implicación en el antídoto no era de dominio público y su muerte había pasado por un mero robo a una mujer pobre y sin conexiones sociales influyentes que se preocuparan de investigarlo.

Sin más pistas que seguir en Londres, Amanda decidió regresar a Crawley a la mañana siguiente, desoyendo la recomendación de Eleonor de que se quedara unos días más para recuperarse.

El trayecto en tren fue incómodo, mareada y débil como se encontraba tras la infección y los días de reposo sin apenas probar bocado. La mano la atormentaba, pero se cuidó de no tomar nada para aliviar el dolor con miedo de que los efectos de la medicina los dejaran a ambos a la merced de ladronas y oportunistas. Ya no era la misma muchacha inocente que había salido de Crawley una semana atrás.

Cuando llegó a casa, sus familiares la emboscaron y hostigaron con preguntas sobre a dónde había ido y el estado tan lamentable en el que había regresado.

—¡Te dábamos por muerta, Amanda! —se quejó Henrietta a los pies de su cama, mientras ella se quitaba la ropa y se dejaba caer, agotada.

—Lo estoy —respondió, ignorando la presencia de Cassandra en su alcoba y cómo sus palabras podían afectarle—. He muerto. Esto que veis es solo el fantasma que queda. Dejadme descansar.

Se encogió sobre sí misma en una diminuta bolita en el centro de su lecho y le pidió a Callum que le acercara la tintura de láudano que Eleonor le había entregado para el dolor. Tomó una cucharada y se dejó caer de vuelta abandonándose al conforto del opio.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando despertó con Edith Monroe toqueteándole la mano.

—¿Qué te ha ocurrido, muchacha? —preguntó la doctora. Le había retirado el vendaje de Eleonor y observaba el muñón ensangrentado que había quedado en el lugar de su dedo índice.

—Me robaron —respondió, volviendo a cerrar los ojos. Los párpados le pesaban demasiado y no estaba muy segura de si aquello era real o un sueño. Quizá había tomado demasiada medicina.

Fue vagamente consciente de que la doctora le lavaba la mano con un líquido de un aroma dulzón y volvía a vendársela con gasas nuevas.

—Haga lavados de ácido carbólico varias veces al día y cambie el vendaje —le dijo Edith a alguien.

Amanda abrió los ojos y vio a su madre de pie junto a la cama.

—¿La mataste tú? —preguntó con voz débil.

—¿Qué? —inquirió Mary, inclinándose hacia ella con el ceño fruncido. Sin duda creía haberla escuchado mal.

—A Jemina Price —explicó con voz rasposa—. La mandaste a asesinar, ¿verdad?

Mary se mostró lo suficientemente perpleja como para que Amanda la creyera inocente. Miró a la doctora quizá preguntándose si lo que acababa de decir su hija era fruto de su convalecencia.

—¿Fuiste a ver a la señora Price? —dijo, medio pregunta, medio afirmación, uniendo cabos—. ¿Qué ha ocurrido, Amanda? ¿Te hicieron daño por ir a buscarla? ¿Por preguntar por la cura?

Amanda negó con la cabeza de forma casi imperceptible.

—Cuando llegué, ya la habían asesinado.

Mary la miró anonadada. Después, tomó un profundo suspiro.

—Puede que su muerte haya sido en parte por mi culpa, pero no soy una asesina, hija —le respondió, visiblemente dolida—. En todo caso, habría sido un daño colateral. Si yo logré que la señora Price me entregara el antídoto para el experimento, también otras podrían acudir a ella con intenciones de mayor consecuencia.

Amanda suspiró y cerró los ojos.

—Su madre había sido una asesina con Callum, pero por mucho que se lo dijera, ella nunca lo vería de ese modo, simplemente porque no creía en el derecho a la vida de los hombres. Se podían cometer verdaderas barbaries sin ser consciente de ello si la ideología lo justificaba.

A partir de su regreso, el tiempo se volvió extraño. Como una sucesión de nada, que se hacía dolorosamente eterna. Semanas de infernal castigo durante las cuales su mente seguía sin aceptar la pérdida de toda esperanza. La fiebre que atacó su cuerpo no ayudó a la recuperación de su lucidez.

Callum estuvo con ella gran parte del tiempo. Callado, con el silencio más ruidoso que jamás habría imaginado. Era como si su cuerpo inerte gimiera con un potente llanto interior que solo ella lograba escuchar.

A veces cuando estaban a solas, sentados uno frente al otro, Amanda hundía el rostro en su pecho y lloraba con consternación.

—Perdóname —le rogaba, ahogada en hipo—. Perdóname, Callum.

Pero el más frío de los silencios era siempre su respuesta.

No tenía recuerdos claros de esos días. Sabía que sus primas habían estado en su habitación, que le hablaban y le acariciaban el rostro.

Su recuerdo más nítido era el de su madre sentada en una butaca junto a su cama, pidiéndole que lo intentara, que no echara su vida por la borda. Como si Amanda tuviera la culpa del profundo letargo que la tenía atrapada entre sus garras.

Mary le juró que no conocía los componentes del antídoto. Que Jemina se lo había entregado ya preparado y que si lo supiera se lo diría tan solo por verla recuperada. Lo que no ayudó a que Amanda se sintiera mejor, sino aún más desesperanzada.

Cassandra se colaba en su cama para tenderse junto a ella, la pequeña cabeza apoyada en su pecho. Su corazón era un rítmico recuerdo de la vida que había tenido, de las mañanas correteando por los jardines, de las tardes riendo en la biblioteca. Esos fragmentos de recuerdos de su feliz existencia tiraban de ella hacia la vigilia, pero cuando casi había escapado de las oscuras aguas de la desesperación, recordaba a Callum. Lo brillante y emocionante que se había convertido su mundo con su llegada; y, entonces, recordaba lo que había ocurrido y el dolor desgarrador de su pérdida volvía a lanzarla a la espiral enfermiza y pegajosa de la que no podía despertar.

Hablaban del infierno como si se tratara de otro lugar, pero no era así, el infierno estaba allí mismo, en la Tierra. Dentro de una, esperando el momento propicio para desatarse.

Una noche, abrió los ojos y vio a Cassandra de pie junto a su cama iluminada por la lámpara de gas. No la miraba, sino que examinaba el pequeño botecito de láudano que había abierto en la cómoda. La niña lo cogió y se lo acercó a la nariz para olerlo, arrugando el entrecejo al notar el hedor del alcohol mezclado con el opiáceo.

Había otras cuatro botellas vacías y tiradas en la superficie. Se recordó a sí misma, sirviéndose un poco cada vez que descendía al mismo infierno. Veinte gotas primero, cuarenta, cuando veinte dejaron de surtirle efecto. Pero el infierno cada vez se tornaba más intenso y Amanda había aumentado la frecuencia de sus ingestas, deseando escapar de él.

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