Amanda comenzó a llorar desesperada. Lo cogió de un hombro y lo sacudió.
—Callum, ¿por qué has venido hasta aquí? ¿Lo recuerdas? —Se ahogaba en su propio llanto al intentar hablar—. Callum, ¿aún estás ahí? Dime algo… Dame una señal, ¿recuerdas este callejón? ¿Recuerdas cuándo le quitaste el sombrero a la señora Whipple?
Nada.
Amanda cerró los ojos y dejó que su llanto aflorara, desesperado, desde lo más hondo de su ser.
—¿Estás ahí? —continuó, desquiciada. Le golpeó el pecho con las manos. Sus palabras eran casi ininteligibles por la llantina, pero no podía parar. Temblaba como una hoja en mitad de una tempestad—. ¡Respóndeme! ¿Lo recuerdas? ¡Has venido solo!, ¡debes recordarlo!
Le golpeó rabiosa el pecho varias veces y el muchacho reculó hasta dar con la pared. Pero no la miraba.
—¿Por qué me haces esto? —Se dejó caer contra él, enterrando su nariz en el cuello caliente del joven—. ¿Sabes lo que es tenerte delante de mis ojos todos los días? Cogerte de la mano, poder abrazar este fantasma que has dejado. Notar su calor, pero que no estés.
»Como si no fuera suficiente tortura cada recuerdo que tengo contigo en cada estúpido rincón de este maldito pueblo. Me recuerdan constantemente la felicidad que me dabas. Tu voz… Cada estúpida ocurrencia, cada mirada. Están por todas partes. ¡Estás por todas partes, Callum! Y, al mismo tiempo, no estás. Es cruel. No puedo soportarlo más.
»Lo intento, ¿sabes? Me recuerdo a mí misma que te has ido, pero sigues aquí. Me siento tan culpable, tan triste… ¿Sabes lo triste que estoy? ¡Podría morirme ahora mismo de este dolor! Es como si me faltara algo esencial, justo aquí, en el pecho… Y no pudiera respirar. Todas quieren que siga como si nada… Pero yo no puedo respirar.
Un par de mujeres acompañadas por sus siervos que pasaban por la calle principal se detuvieron extrañadas por su despliegue emocional. No le importó lo que pudieran pensar de ella. A esas alturas, todo el mundo en Crawley conocía su historia y la sabían partidaria de la liberación masculina. Con eso bastaba para que la creyeran extraña o, incluso, enajenada.
Se apartó del joven para mirarle y recibió una imagen borrosa a través de sus ojos empapados. Así era él, en esos momentos, un calco desfigurado del hombre que había sido. La sombra silenciosa de una de las personas más fascinantes que había conocido.
Suspiró, tomándolo por los hombros.
—No sé cuánto tiempo va a llevarme, pero te juro que haré lo posible y hasta lo imposible por salvarte, Callum —le prometió, aun cuando no estaba segura de si sería capaz de cumplir la promesa.
7
Los meses se sucedieron probando que Eleonor se equivocaba. Ella no iba a ser aquel ser extraordinario que liberara a los hombres y cambiara el curso de la historia para siempre.
Participaba en todas las manifestaciones, había dado varias entrevistas para periódicos, incluso, de tirada nacional y uno para Francia. Había dado charlas en distintas ciudades explicando su experiencia con Callum y su opinión sobre los hombres tras haber conocido a uno. Estaba segura de que había logrado cambiar de idea a centenas de mujeres, pero sin una segunda votación, no servía de nada.
El punto álgido de su sentimiento de inutilidad había llegado hacía una semana, cuando un grupo radical la había contactado para concertar una reunión con una de sus líderes.
Amanda, sentada frente a su escritorio antes incluso de que llegara el alba, tragó saliva al recordar el encuentro mientras le escribía una carta a Eleonor.
La líder del grupo liberalista se llamaba Julianne Sanders y había trabajado en fábricas y campos de carbón. Además, pertenecía a un sindicato de trabajadoras.
Tenía la piel apagada y porosa y más arrugas de las que correspondían a su edad. Amanda le había relatado su historia y su reciente actividad en los medios de comunicación, mientras ella la contemplaba con una expresión inalterable. Sanders no había dicho ni una sola palabra hasta que terminó de resumir su trayectoria. Entonces, le había dado un trago a su cerveza como si nada.
Quizá se había equivocado de persona, dudó. Se mojó los labios y contempló los depósitos negruzcos que se escondían bajo las uñas de la mujer y las cicatrices en sus manos.
Carraspeó y se revolvió en su asiento al ver que Sanders la contemplaba con ojos entornados y una expresión dse tedio.
En lugar de decir algo, Julianne Sanders miró a través de la vitrina del pub donde se habían reunido en la ciudad de Manchester.
—Siento haberle hecho perder su tiempo, señora Fairfax —se limitó a decir antes de darle otro trago a la jarra sucia.
Amanda abrió la boca, confundida, sin saber qué había hecho para decepcionar a la mujer. Tragó saliva antes de atreverse a preguntar.
—¿Cree que no puedo aportar nada a su causa?
Sanders regresó la mirada a su rostro.
—¿Usted?
Asintió, nerviosa.
Sanders soltó una risa nasal, casi indignada. Se inclinó sobre la mesa para aproximarse a ella, sus ajadas manos plantadas sobre la superficie pegajosa de la madera.
—Tiene una hermana, ¿verdad?
Amanda asintió sin entender porque aquello le parecía relevante.
—Es una niña —continuó la mujer, que sin duda había investigado sobre ella—. ¿Puede imaginarla empujando un carro lleno de carbón por una galería estrecha bajo tierra, sin luz y con aire apenas para no caer desmayada?
Amanda pestañeó.
—¿Se imagina sacando cuerpos de niñas y compañeras tras un derrumbamiento en una mina? ¿Sabe cómo suena la respiración de alguien que tiene los pulmones llenos de algodón? ¿Alguna vez se ha acostado en su cama cubierta de sudor y mugre porque no tiene fuerzas para lavarse y con la ropa del trabajo porque hace demasiado frío para quitarse una sola prenda? ¿Ha pasado algún día de su vida sin probar bocado porque no tiene nada que llevarse a la boca? ¿Se ha comido alguna vez el papel de periódico que queda impregnado de sabor tras acabarse las patatas?
Fue incapaz de responder nada, demasiado chocada con lo que escuchaba.
—¿Qué cree usted que una niña rica de campo que quiere liberar a los hombres porque se ha encaprichado de su siervo y echa de menos su compañía puede aportar a nuestra causa, señora Fairfax?
Sanders la contempló un instante y se sintió más ridícula que nunca en su vida. Se le humedecieron los ojos de pura vergüenza. No sabía nada del mundo fuera del remanso privilegiado de Crawley y en su infinita ignorancia se había creído el alma más sufridora del Reino Unido.
—Váyase a casa, Amanda. —Le dedicó una sonrisa condescendiente—. Disfrute de su vida perfumada y elegante. Y, si se aburre, charle con las demás damas mimadas con las que se relaciona.
Le ardían los ojos demasiado como para poder contener las lágrimas. Cogió su abrigo, dolorosamente consciente de lo limpio y libre de remiendos que estaba y se levantó de la mesa con las mejillas ardiendo.
Una mujer que había estado sentada en la barra a medio metro de ellas la interceptó para cortarle el paso.
—Un momento —pidió, poniendo la mano en su estómago antes de inclinarse junto a Sanders—. La necesitamos… —la oyó murmurar.
Sanders se repantingó en su silla.
—¿Para qué, maldita sea? —masculló, sin importar que Amanda la oyera.
—Mírala, Julianne —exclamó la mujer que parecía más joven—. Es una de ellas. De las que votaron No. La necesitamos para que convenza a esas. Con nosotras no tienen nada en común, nuestros problemas no son sus problemas, pero Fairfax es una de las suyas. Si ella quiere a los hombres despiertos, entonces las provincianas creerán que pueden obtener algo también de despertarlos.
Читать дальше