1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 —No te preocupes, está durmiendo en aquella cama —le aseguró Eleonor, impidiendo que se irguiera. Lo que resultó ser una buena idea, pues solo el esfuerzo la mareó por completo.
Se encontraba en una sala estrecha y alargada cuyas paredes blancas se alzaban hasta un techo muy alto con cristales llenos de polvo. La sala tenía una sucesión de camas con simples sábanas blancas enfrentadas. Parecía ser una enfermería, aunque no había nadie más allí aparte de ellos cuatro.
—Es tan apuesto —celebró Rose con voz ensoñadora—. Cuando me llegue el momento quiero uno así.
Con dificultad, giró la cabeza hacia el lado opuesto a Rose para asegurarse de que el joven se encontraba en el camastro que le habían indicado. Así era. Pudo ver su nuca descansando plácidamente sobre la almohada.
Volvió a enfocar a Rose, quien sonrió con una hilera de dientes retorcidos. La chica era, incluso, más joven de lo que había imaginado, y su rebelde pelo castaño estaba alborotado por la almohada. Al parecer acababa de despertarse, porque aún llevaba el camisón blanco y estaba medio cubierta por las mantas, mientras se sostenía en un codo. Su nariz era amplia, demasiado grande para su cara, pero tenía unos ojos bonitos.
—Has dormido durante tres días —le informó Rose con cierta irritación, como si esperar a que se despertara le hubiese llenado de impaciencia.
—El corte en el dedo te dio una buena infección, pensamos que no sobrevivirías —intervino Eleonor—. ¿Hay alguien a quién desees avisar de tu paradero?
Amanda se imaginaba que debían pensar de ella. Una dama refinada, perdida en la noche con un dedo serrado.
—Lo hicieron para sacarme el anillo de oro que me regaló mi abuela —dijo mientras alzaba la mano para ver el destrozo que le habían hecho, sin embargo, la tenía completamente vendada.
—Lo sé, muchacha, no es la primera vez que ocurre —le aseguró la monja—. No deberías deambular por esas calles de noche. Londres no es como tu pueblo.
—¿Cómo sabe de dónde soy?
—Hemos rebuscado entre tus cosas para hallar alguna pista sobre tu identidad. Había un billete de tren desde Crawley, ¿no es así?
Amanda asintió.
—Además, una joven londinense nunca hubiera visitado esa zona sin al menos un carruaje —interrumpió Rose con condescendencia. Habían visto la nota de Mary con la dirección de Jemina Price.
La monja se volvió hacia Amanda con curiosidad, pero no hizo preguntas.
—Buscaba a la científica que inventó el antídoto para la bacteria —desembuchó de carrerilla.
Eleonor frunció el entrecejo como si aquello no fuera en absoluto lo que había esperado.
—¿Para qué necesita una joven campestre y de alta sociedad como tú despertar a su siervo?
—Porque así fue como lo conocí —musitó, dejando que su mejilla cayera contra la almohada, con su vista clavada en Callum—. No le necesito, le añoro.
Rose saltó de debajo de las sábanas y se puso de pie sobre el enclenque camastro que se quejó con un rechino oxidado.
—La nota es de él, entonces —gritó la joven fuera de sí—. Sabía que no la había escrito ella. ¡Es de él!
—¿A qué nota te refieres? —Amanda se apoyó sobre los codos, pero la cabeza le dio vueltas.
—¡Callum, despierta! —gritó la joven, ignorándola.
—¡Eh, muchacha! ¿A qué nota te refieres? —insistió Amanda, conteniendo una náusea.
Eleonor estaba metiendo gasas con sangre seca en un cubo, pero se detuvo en sus labores de enfermera para observar la escena. Acto seguido, se acercó a la cama del muchacho, lo incentivó a levantarse y a acercarse a Amanda.
Le dolió el pecho al verle frente a ella. Así, recién levantado, le parecía aún más hermoso. Su piel caliente de la cama desprendía un aroma masculino embriagante que, aun en ese estado, tenía el poder de alterar todo su ser. Sus labios relajados le recordaban aquellas mañanas de besos ardientes y sus ojos adormecidos e hinchados lo hacían parecer un niño desprotegido. Amanda quería despertar así, junto a él, junto a su amigo y amante, el resto de su vida. Pero con la muerte de Jemina, sabía con seguridad que todo lo que tendría era aquel cuerpo vacío, y los recuerdos del joven se desvanecerían en el tiempo hasta parecer un sueño.
Eleonor se sacó una nota del bolsillo, la abrió y se la entregó a Callum.
—Estaba en tu maletín de viaje, tirada entre tus cosas —explicó antes de susurrarle a él que leyera la nota en voz alta. No tenía ni idea de a qué se refería, ella no había guardado ninguna nota allí.
Callum la sostuvo y alzó la voz para leer. Siempre que lo hacía, Amanda tenía el sentimiento desolador de que había vuelto a ser él mismo, porque oía su voz llena de las complejas construcciones del autor. Por un segundo podía abandonarse a la fantasía de que eran sus propias palabras.
Querida Ama,
Si alguna vez encuentras esta nota que guardo entre las hojas de mi última lectura, me temo que será porque me he ido, y no es justo que lo haga sin poder despedirme.
Es posible que mi cuerpo siga a tu lado. Que mis brazos, mis piernas, mi torso y mi cabeza, estén junto a ti, como siempre han estado. Pero sin alma, no son más que una acumulación de carne, huesos y sangre que no valen para nada. ¿Qué es el cuerpo sin una mente que lo ilumine? Es una habitación a oscuras, que con luz está repleta de novelas, caballetes de pintura, instrumentos de música y barajas de naipes; pero sin ella, no es más que un laberinto inundado de formas extrañas, de miedos, ruidos y monstruos que habitan en las sombras.
En estos momentos, la luna se derrite sobre el lago y las hojas de los árboles se acarician con el viento como excusa para crear la sinfonía nocturna del bosque. Tú estás agachada junto a la orilla lavando los cacharros de la cena, e, incluso, desde aquí puedo ver cómo frunces los labios, porque esta noche es tu turno, pero preferirías estar devorando las páginas de algún libro. Nunca he sido tan feliz como en este momento.
Poder pasar todas estas horas a tu lado y verte enfurruñada, alegre, conversadora, taciturna, callada, fatigada a punto de ser arrastrada por Morfeo y ver tu rostro descansado al regresar con los primeros rayos de sol. Me regocijo en el honor de poder presenciar todos y cada uno de los sentimientos que te embargan al cabo del día. Pero no sé cuántos días, de estos, me quedan.
Si me voy, solo te pido que le concedas a mi cuerpo, el templo abandonado por mi mente, tres placeres: el de esparcirme bajo el sol cuando este se digne a visitarnos, el de tocar el violín cada día y el mayor placer que jamás haya conocido en esta vida, el de un abrazo de mi ama.
Sé que estás triste porque me he ido. Aunque finjas disfrutar de tenerme dispuesto y servicial para ordenarme a tu antojo, añoras mi compañía, mis inquisiciones sobre el mundo, mis bromas pesadas y nuestras largas conversaciones… O quizá sea yo el que las eche de menos desde la oscuridad del sueño pegajoso que controla mi mente. Permíteme confesar que la tristeza es el único sentimiento que no puedo disfrutar en ti. Imaginarte triste me embarga de una sensación agria y descorazonadora.
Te lo ruego Amanda, no estés triste si toda esperanza de curarme se ha ido apagando como las luces de un salón cuya fiesta ha terminado. Porque hay algo reconfortante en contemplar los restos de tarta y las copas de vino medio vacías de un festejo y es la memoria de haber disfrutado de la velada. No creas que me arrepiento del tiempo de consciencia que me ha sido regalado. No te atrevas a pensarlo. Siempre elige vivir, aunque te abra heridas que dejen cicatrices. Siempre elige arriesgar, aunque suponga acabar perdiendo. Pues no hay vida sin muerte ni principio sin fin. Ni hay goce en la seguridad de la inexistencia. Y aunque mi reloj de arena se haya agotado demasiado pronto, siempre estaré agradecido por cada segundo que pasamos.
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