—¿Te arrepientes? —quiso saber Amanda.
—Me arrepiento de haberte escogido a ti —confesó la mujer tras un instante de silencio—. Nunca pensé que sufrirías por tu siervo. De haber sabido las consecuencias hubiera seleccionado a otra joven de Crawley. Tal vez debiera haber sido Jane.
Amanda esbozó una sonrisa triste. Siempre había tenido la sensación de que Jane era más como Mary que su propia hija. Siempre había sentido que su madre lamentaba la debilidad de Amanda, su falta de carácter.
—Jane hubiera denunciado al muchacho de inmediato —le aseguró Amanda—. En realidad, madre, escogiste bien. ¿Quién en Crawley es tan dócil y manipulable como para llevar a cabo tu plan sin ni siquiera saberlo?
Las cejas de Mary se alzaron en confusión.
—No te escogí por ser dócil, Amanda —la contradijo—. Te escogí porque siempre ha habido una valentía y una vena rebelde en ti que poca gente posee. Sabía que Callum te asustaría, pero que tendrías las agallas de enfrentarte a él, de intentar controlarlo y que eras lo suficientemente revolucionaria como para saltarte las normas y ocultar su estado.
Amanda abrió la boca sorprendida por la descripción de su carácter. Nunca hubiera pensado que su madre o nadie la creerían valiente y revolucionaria. Ella misma no se veía de ese modo. Le preocupaba demasiado agradar a los demás como para ser una rebelde. No obstante, los hechos hablaban por sí mismos. Amanda había ocultado a Callum, había mentido y había roto las normas para sacarlo del andrónicus. Todo ese tiempo había creído que sus acciones eran fruto de sus sentimientos por Callum, como una reacción a él, pero… ¿Y si había algo en ella que no sabía que estaba ahí? Una rebeldía adormecida que había despertado con Callum pero que formaba parte de su carácter. Tal vez, albergaba más fuerza de la que realmente pensaba.
—¡Habéis regresado! —La alegría de la voz infantil interrumpió la conversación. Cassandra se asomó por el vano de la puerta de la habitación de su madre, despeinada y descalza, en el camisón blanco con el que dormía.
El suelo de madera humedecida crujió bajo los trotes de Cassandra al cruzar la habitación hacia ellos. A pesar del hielo que cubría su piel, sintió el cuerpo pequeño de su hermana, abrazándola. La forma familiar y el olor a leña quemada en el cabello de su hermana, a quien le gustaba sentarse demasiado cerca de la chimenea, le trajo un vago recuerdo de su antigua vida. Despacio, colocó su mano en la nuca diminuta. Era el único gesto de cariño que su estado le permitía efectuar.
Cassandra se soltó de sus caderas y se abalanzó sobre Callum. A la niña le llevó apenas un instante darse cuenta de que el cuerpo inerte, de lo que una vez fue su amigo, no retornaba el abrazo.
—¿Callum? —susurró con su voz aguda, apartándose para mirarlo a la cara. El joven no se movió.
—¡No! ¡Callum! —chilló con horror, comenzando a derramar lágrimas con la desesperada facilidad de los niños.
Amanda pestañeó y con el gesto notó la humedad empañar sus mejillas. Al contrario de Cassandra, cerró los ojos y sollozó en silencio, escuchando su propio dolor en la voz de su hermana. Se dejó caer en el sillón y que los cortos brazos de la niña le rodearan el cuello, mientras sus llantos se entremezclaban.
Mary aguardó en silencio a que se desahogaran, pero tan pronto como se separaron, las miró con una combinación peculiar de empatía y condescendencia, que solo ella era capaz de conciliar.
—Sufrís por algo que no existe —expuso entonces—. Creéis que era vuestro amigo, pero los hombres muestran su mejor cara al principio. Después su carácter no cesa en degenerar tentado por los instintos más bajos. Incluso, al querido Callum le hubiera ocurrido de haber tenido la oportunidad de vivir libre. Creedme cuando os digo, yo que viví en un patriarcado, que es mejor guardar esa memoria idealizada que tenéis de él ahora que espantaros con el declive inevitable al que sucumbe su sexo.
La visión de la mujer a través de la humedad de sus ojos se hizo borrosa.
—¡Estás loca! —declaró airada y se levantó del sillón para dar varios pasos hacia ella—. Estás cegada por tus prejuicios y llevas años envenenándonos con ellos. No dirás una palabra más en mi presencia, ni en la de Cassandra.
Mary alzó la barbilla desafiante.
—No vas a censurarme en mi propia casa —respondió categórica—. Si no estás de acuerdo con mis ideas puedes marcharte. De todas formas, no quiero tener a una liberalista bajo mi techo.
—¡Mamá! —protestó Cassandra, corriendo para engancharse a su camisón—. No digas eso. No pueden marcharse, acaban de llegar.
Amanda detuvo la discusión consciente de los sollozos que provenían de la niña y lo alterada que estaba ya con lo que le había ocurrido a Callum.
Mary suspiró, acariciando la cabeza de su benjamina y pareció recobrar la compostura.
—Esta es tu casa, Amanda, y siempre lo será; pero no pienso librar una batalla contigo cada día. Si quieres quedarte, es bajo la condición de que vivamos en paz.
Amanda soltó una risa nasal y sacudió la cabeza. ¿De verdad creía su madre que podría borrar todo lo ocurrido y empezar de nuevo como si nada?
—No habrá paz para mí hasta que logre salvarle.
Los hombros de Mary se hundieron, decepcionada con su declaración, pero no dijo nada más cuando Amanda la sorteó para salir de su cuarto.
—Ven conmigo, Callum —llamó al muchacho que permanecía sentado en el mismo lugar desde que entraran a hurtadillas.
Fue directa al despacho de su madre que olía a polvo y a libros viejos. Encendió la lámpara de gas que había sobre el escritorio de madera ya que la resplandeciente luna no ofrecía iluminación suficiente para lo que se proponía.
Le llevó horas revisar todo lo que su madre guardaba allí bajo la distraída mirada de Callum al que sentó en una de las sillas.
Bajo un pisapapeles de oro ribeteado, encontró cartas de ciudadanas de Crawley quejándose de eventualidades como goteras en la escuela o pillaje en los caminos hacia Horsham. En los cajones, halló documentos oficiales que su madre había traído para revisar en casa como planos de edificios públicos y permisos de construcción firmados por Mary, pero ni una sola pista de cómo había llevado a cabo su ardid con el andrónicus y ni rastro de información sobre el antídoto. Tenía que tratarse de una sustancia administrada de forma oral, porque Amanda había estado casi en todo momento junto a Callum durante esas semanas de convivencia. Callum no era de guardarse las cosas para sí mismo, y si Mary se le hubiera acercado en cualquier momento, él lo habría compartido con Amanda. La única forma de que se lo hubiera administrado sin que ella se percatara, tenía que ser en las comidas.
Tras no encontrar nada de utilidad en el despacho de Mary, Amanda fue directa a la cocina donde se topó con Abigail inclinada sobre la chimenea con un montoncito de leña entre los brazos.
—Buenos días, Abigail.
La cocinera soltó un grito al escuchar la voz de Amanda y miró por encima del hombro. Aún estaba de rodillas frente a la rudimentaria chimenea cubierta de cenizas. Tenía los ojos hinchados como si se acabara de despertar.
—¡Por dios, señorita Amanda! —protestó la mujer, llevándose la mano libre al pecho—. Me ha dado un buen susto.
No era habitual que las señoras se levantaran antes del alba, por lo que Abigail no había esperado encontrarse a una de ellas pululando por la cocina.
—Lo siento, no quería asustarte —se disculpó, ojeando la estancia. Las sirvientas no solían cargar con leña, pues esa era la típica tarea que se encargaba a un siervo. No obstante, el de Abigail había fallecido de neumonía hacía varios meses—. ¿Aún no te han proporcionado un siervo nuevo?
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