Laura no podía permitirse comprar allí su ropa, pero gracias a los estantes de madame y a las cajas del señor Mudie no tardó en entrar en contacto con la literatura más reciente. Además de novelas había poemarios y obras de teatro y también ejemplares de publicaciones periódicas como Atheneum , Siglo XIX y Quarterly Review , por lo general números atrasados que podía tomar prestados por un penique. Laura era capaz de leer «hasta que le estallaba la cabeza», como solía decir su madre, y terminaba tan rápido los libros que tomaba prestados que a menudo le daba vergüenza devolverlos demasiado pronto, pero su insaciable avidez de novedades la impulsaba a seguir adelante.
A veces los clientes conversaban en la oficina de correos sobre alguna novedad literaria que ella había leído y escuchaba sus opiniones con gran interés para compararlas con la suya. No tardó en descubrir que los hombres de letras de aquella época no solían mostrar un gran entusiasmo por los libros ajenos, a menos que el autor formara parte de su propio círculo de amigos. Kipling, por ejemplo, que entonces había alcanzado el cenit de su fama y prestigio y aparecía a menudo en la prensa, no era uno de los favoritos de la colonia. En el mejor de los casos, su obra solía recibir tibios halagos. Laura oyó decir a una señora que ella y su marido se referían a él en casa como «El Gran Ruido» y otra declaró orgullosamente que cierto escritor al que nombró había criticado con dureza su obra en un artículo. Sin embargo, no hay mejor prueba que el tiempo, y lo mejor de la obra de Kipling aún perdura, mientras el escritor de aquel artículo, como supuesta autoridad en la materia, ha caído en el olvido.
Esa clase de conversaciones resultaban entretenidas cuando Laura estaba ociosa y tranquila para disfrutarlas, pero tal cosa no era frecuente. Su trabajo la mantenía muy ocupada, en especial durante los meses de verano, y casi siempre surgían complicaciones que dificultaban aún más su ya de por sí ajetreada rutina. La cuestión más apremiante era conseguir que los telegramas locales se entregaran con rapidez. Contaban con cinco mensajeros durante el verano y tres en invierno, que en teoría eran más que suficientes para repartir los cuarenta o cincuenta telegramas entrantes que solían llegar a diario en temporada alta. Sin embargo, en la práctica no bastaba. La distancia que había que cubrir era muy grande y las casas estaban tan alejadas entre sí que a menudo se producían importantes retrasos. Por ejemplo, en cuanto el mensajero número 5 desaparecía en su bicicleta llegaba otro telegrama para la misma dirección hacia donde acababa de partir, u otra cercana, de modo que no había más remedio que esperar el regreso del mensajero número 1 para proceder a su entrega. La normativa de correos permitía recurrir a mensajeros eventuales para hacer frente a dichas emergencias, pero en esas ocasiones no aparecía ninguno a tiempo, pues la mayoría de los vecinos solían estar ocupados atendiendo asuntos más lucrativos. Las altas instancias de correos no entendían o no querían entender dicha casuística local y a menudo las quejas a causa de algún telegrama entregado con retraso ensombrecían la jornada de Laura.
Un fajo cada vez más grueso de papeles estuvo viajando durante semanas desde Londres hasta la oficina central, desde la oficina central a Heatherley, desde Heatherley nuevamente a la oficina central de correos y desde allí otra vez a Londres, hasta que Laura recibió una seria reprimenda por lo ocurrido, antes de que el problema se diera por solventado. Todo comenzó con un telegrama que debería haberse entregado durante una terrible tormenta eléctrica. Los habitantes más ancianos del pueblo aseguraban no haber visto nunca nada semejante. Los ensordecedores truenos y los violentos relámpagos pronto fueron seguidos por un auténtico diluvio. Y una vaca resultó muerta en el prado detrás de la oficina de correos, tal y como contó un joven mensajero cuando regresó calado hasta los huesos y temblando de miedo después de su última entrega. Laura fue expresamente hasta el taller del director de la oficina de correos para consultarle si debía o no enviar al chiquillo a hacer otra entrega con semejante tormenta y empapado como estaba, y ambos estuvieron de acuerdo en que era del todo descabellado hacer algo semejante y en que ni las autoridades ni la persona a quien iba dirigido el telegrama desearían que lo hiciera hasta que el tiempo hubiera mejorado. Por tanto, Laura envió al niño a su casa para que pudiera quitarse la ropa mojada y escribió en el dorso del telegrama el motivo del retraso: «Grave tormenta en curso».
Poco después llegó un telegrama de la central de correos dirigido a ella con una severa nota de queja del destinatario y una petición oficial de explicaciones «acerca de las circunstancias que acompañaban a las condiciones climatológicas que motivaron la decisión de no entregar el telegrama». Al responder ofreciendo las «explicaciones» exigidas, Laura se centró en la insólita violencia de la tormenta y las condiciones en que se encontraba el mensajero, haciendo hincapié en su corta edad, además de añadir como prueba la vaca muerta en el prado. Pero si esperaba que las altas instancias se mostraran dispuestas a aceptar tales razonamientos, iba a llevarse una decepción. «Las condiciones climáticas», decía el siguiente comunicado, «no son excusa para demorar la entrega de un telegrama cuando hay un mensajero disponible. Su respuesta al número 18, en tal y cual fecha, es altamente insatisfactoria. Por tanto, ahora deberá entregar estos documentos, junto con el telegrama debidamente cumplimentado, y evitar a toda costa que incidentes similares vuelvan a repetirse». En un arrebato de valor, Laura se hizo cargo de la situación tal y como ordenaba la dirección y respondió a la misiva de la siguiente manera: «Lamento profundamente el error. Se tomarán las medidas necesarias para que no vuelva a suceder». Y tan inocua fórmula pareció surtir efecto y satisfacer a los afectados, pues no volvió a saber nada del asunto.
En aquella época, la red telefónica no había llegado a las zonas rurales y el telégrafo era el único medio de comunicación rápido y disponible en todo momento. La gente lo utilizaba para toda clase de cosas que hoy en día se resuelven «a golpe de teléfono»: invitar a amigos que vivían cerca, informarse del progreso de enfermos convalecientes o hacer pedidos a cualquier comercio. Se trataba de telegramas en ocasiones largos como cartas y en absoluto urgentes en apariencia, enviados por personas adineradas o impulsivas. Algunos podían ser cartas de amor y muchos romances prometedores tomaban forma y alcanzaban desenlaces felices o desastrosos por mediación de Laura.
Un suceso algo excepcional puede servir para ilustrar la casi increíble distancia que hemos recorrido en materia de comunicaciones desde aquellos tiempos anteriores al teléfono y los automóviles. Una pareja que hasta el momento no había tenido hijos y vivía en una gran casa de campo cerca de Heatherley aguardaba con avidez la llegada de tan anhelado momento. Eran ricos y la mujer no andaba muy bien de salud, pero, tras largo tiempo, su sueño estaba a punto de cumplirse, por lo que naturalmente no escatimaron en gastos a la hora de organizarlo todo. Para empezar, solicitaron con un mes de antelación a la oficina de correos un servicio telegráfico completo día y noche, desde el momento en que saliera de cuentas hasta el nacimiento del bebé. El motivo de esto, como trascendió después, era estar en contacto permanente con el especialista londinense que atendía a la mujer. Si finalmente el parto comenzaba después de la medianoche, el doctor viajaría en un tren especial desde Waterloo.
Cuando llegó el gran día, no obstante, no fue necesario recurrir a toda la parafernalia, pues el bebé (un bebé muy sensato) decidió hacer su aparición a una hora en que el telégrafo y los trenes funcionaban con plena normalidad. En cualquier caso, el elaborado programa no había sido diseñado para atender la llegada de un príncipe o una princesa sino al hijo de un simple caballero de la campiña; lo que nos ayuda a hacernos una idea del enorme cambio que supuso en las zonas rurales la llegada de avances relativamente recientes como el teléfono y el automóvil. Hoy día, por supuesto, cuando se aproxima la hora en tales circunstancias, la paciente ya suele estar ingresada en un hospital o su marido dispone de vehículo propio para llevarla a tiempo. O quizá si la familia disfruta de medios económicos suficientes, la madre pueda dar a luz en casa a la criatura con total seguridad haciendo únicamente una llamada telefónica para conseguir la atención necesaria.
Читать дальше