Sergi García-Martorell - El último tatuaje

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«El viejo marinero se arremangó la camisa y empezó. Lo que querían era conocer una historia que, aunque no estaba escrita en las páginas de un libro, lo estaba en la piel de un hombre, y eso para él también era literatura.» El beso de la aguja, tinta y sangre mezcladas para dar vida a una persona que ya no volvería a ser la misma. La magia del tatuaje, la perpetua marca de aquello que merece ser recordado. Veintitrés veces se sometió a ese catártico ritual hasta que, en la cúspide de su carrera, se vio obligado a abandonar el mar. Los dedos del viejo marinero recorrían los emborronados trazos de tinta mientras relataba las aventuras que había detrás de cada tatuaje. Amores, decepciones, muertes, o episodios de camaradería bañados por litros de ron. Puerto a puerto fue forjándose su peculiar personalidad que lo acompañaría hasta que a los ochenta y cinco años decidió emprender el viaje al lugar más desconocido de todos. Ese día, le contará a su nieto, el mayor amante de sus historias, el significado oculto detrás de un misterioso símbolo: su último tatuaje.

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—Es un bellezón —alabé con estupor, pues todo lo que había contado acerca de ella era verdad—. ¿Cómo has hecho para conseguir una chica así?

—Amigo, para comerte a una sirena como esta, antes tienes que haberte comido muchísimos calamares.

Se oyó un portazo y luego un fuerte bofetón en la cara de Jake que mandó su cigarrillo a la otra punta de la calle; la chica aún conservaba sangre italiana en las venas.

—¡¡Me dijiste dos meses y han pasado dos años!!

—Los asuntos de la mar son del todo imprevisibles —dijo tratando de zafarse de los golpes que le iban cayendo—. ¿Cómo iba a saber…?

—¡Manda una carta!

—Cariño, en el mar hay buzos, no buzones —se justificó al tiempo que conseguía inmovilizarle los brazos—. ¿Qué querías, que te la enviara en una botella?

—¡Y yo qué sé! ¡Haber buscado la manera!

Al final, como todo acaba cayendo por su propio peso, la efervescencia bajó y terminaron dándose un largo beso. Pero no uno bonito y elegante como el del capitán y su mujer, sino uno bien cerdo. Cuando finalizaron, Jake le dio una palmada al trasero para que volviese a entrar en casa.

—Te dejo, Davy —dijo guiñándome un ojo—, tengo que manejar una buena barca.

Y entre gritos y forcejeos se fueron los dos hacia arriba. Estaba claro que tanto Matías como Jake aprovecharían muy bien su tiempo en ese puerto. Ahora era mi turno: si quería ser un verdadero marinero tenía que conseguir a mi chica. Anduve un buen rato por el Promenade des Anglais, pero la mayoría iban acompañadas y si había alguna que paseara sola, al momento aparecía su pareja a su encuentro. Lejos de desistir, me propuse hacer una pequeña pausa, comer algo y llenarme de energías.

Me dirigí a la parte vieja. Estaba seguro de que allí habría lugares mucho más baratos, pues no quería gastarme la paga en una sola comida, por muy buena que esta fuese. Aprovecharía además para explorar ese lugar cuyas casas e iglesias de estilo veneciano se conservaban en un muy buen estado, así como sus colores rojo pastel originales. Parecía como si las agujas del tiempo se hubiesen detenido en los albores del Renacimiento italiano. Entusiasmado, crucé rápidamente la carretera que me llevaba a las puertas de la antigua Niza ¡y cerca estuve de no poder contarlo! Un coche de carreras de los que iban a participar en el Gran Premio de automovilismo de la vecina Mónaco pasó a toda velocidad y me golpeó el brazo. Me quedé helado, no por el golpe, que fue nada, sino por el hecho de que, si hubiese cruzado tan solo dos segundos antes, me habría atropellado. La adrenalina empezó a correr por mis venas. Dos míseros segundos —y qué importantes eran— me salvaron de acabar bajo las ruedas de aquel bólido amarillo. Color que desde entonces se convirtió en mi favorito, a pesar de todo el parloteo que tuve que aguantar por parte de mi supersticioso compañero para que me lo quitase de la cabeza.

Me recuperé del golpe, tanto del físico, como del emocional, y me interné en la parte veneciana de Niza. Paseé alrededor de una alargada plaza que acogía un animado mercado de flores. La mayoría de los floristas tenían en sus manos una torta gruesa de color marrón oscuro que, a pesar de lo poco apetitoso de su aspecto, se la comían con deleite. Sentí curiosidad y le pregunté a uno de ellos por esas tortas. Sin dejar de comer, y con poca amabilidad de su parte, me contestó señalando a un lado de la plaza donde se concentraba un grupo de gente. Si lo quería saber debía descubrirlo por mí mismo, él no iba a perder ni un segundo de su tiempo en explicármelo. Sin darle las gracias, dejé su puesto de flores y me uní al gentío que hacía cola entre el espeso humo que salía de un puesto callejero.

A medida que iba avanzando, pude ver de qué se trataba, era una tortilla de harina de garbanzos que servían plegada haciendo un saquito. Socca la llamaban, y aunque no era nada del otro mundo, su sabor sí tenía algo de adictivo. Tras acabar mi trozo, me incorporé de nuevo a la cola en busca de otra porción y, más por aburrimiento que por otra cosa, inspeccioné a la gente que me precedía. Cuando llegué a la primera persona de la fila se me pasó el apetito de golpe: recibiendo su ración estaba una chica incluso más guapa que la de Jake. Tenía cara de ángel pero cuerpo de diablo, e iba sola.

Se me pasó el hambre de golpe. Olvidé la socca y la seguí. Solo tenía que acercarme y decirle algo, pero ¿qué? Además, ¿a qué podía aspirar un simple mortal como yo ante una diosa semejante? La mente me sugería que la olvidara y me fuese a buscar alguna más normal, pero mis pies no obedecían, iba detrás de ella como una polilla hacia la luz. Cuanto más la seguía, más ansioso me ponía. Subió una empinada callejuela en la que me ganó unos pasos y entró en un café de estilo modernista.

Me detuve ante la puerta. La simple idea de entrar y verme ante ella me producía un miedo terrible. Irracional y estúpido, pero un miedo en toda regla. Mis piernas empezaron a temblar, la respiración a acelerarse y el sudor a resbalar por la piel. No podía seguir así, no al menos allí, plantado frente la puerta como un espantapájaros. Agarré el pomo, y al tirar de él me sorprendió que me costara horrores abrir y más habida cuenta de que ella entró sin problema alguno. Una de dos: o debajo de su vestido la muchacha tenía unos músculos de hierro, o el miedo había atrofiado los míos.

El lugar era encantador. El suelo era de baldosas blancas y negras alternando como el tablero de ajedrez, sobre el cual me tocaría jugar esa partida en la que quedaba claro quién era la reina y quién un simple peón. La barra, cubierta por una capa de mármol, cruzaba la estancia de pared a pared, ante la cual, varias mesillas redondeadas acogían a los vecinos de ese barrio más humilde. En una de ellas, entre la ventana y un gran cartel en el que una sensual hada verde anunciaba la absenta parisina, estaba mi chica.

Presa de la excitación de haberla visto y de ser descubierto, me fui a esconder a la barra. Observaba sus movimientos, me tenía atrapado; la polilla atraída por la luz cayó presa en la telaraña. No podía aguardar más, tenía que ir allí y hablar con ella, pero antes…

—Ponme un ron —le pedí al camarero, que me miró con cara de sorpresa pues ese licor no era algo que se acostumbrara servir en ese café.

Sacó una botella del almacén y me sirvió un vaso. Lo bebí de un trago. La tos volvió, aunque no tan fuerte como antes en el barco. Dirigí de nuevo la mirada a la chica.

—Ponme otro —dije con voz ronca al camarero mientras señalaba el vaso vacío.

—¿A qué esperas? —soltó alguien a mi lado—. ¡Ve a por ella!

A mi derecha estaba un tipo de edad incierta cuyo aspecto daba algo de grima. Estaba tan delgado que parecía un esqueleto con piel y pelo. Si eso no fuera suficiente, le faltaba un trozo de oreja, y a su sonrisa unos cuantos dientes.

—Pero ¿qué le digo? —le contesté—. «Perdona, ¿sabes? Eres la puta mujer perfecta».

—Pues eso mismo.

—¡Cómo le voy a decir eso!

—Lo que importa es cómo se lo dices. Puedes decirle cualquier estupidez, que, si lo haces de la manera adecuada, querrá conocerte.

—Lo que tú digas —mascullé menospreciando su consejo—, pero he de buscar algo mejor para decirle.

—Cuanto más pienses, peor. Ve allá, dile eso o lo primero que se te ocurra. Tempus fugit, marinero.

Me acabé el ron de un trago. Miré a la chica con determinación, me levanté del taburete y… me volví a sentar.

—¡No puedo! —exclamé frustrado—. Es demasiado perfecta. Voy a ir allí y pensará que soy un tipo asqueroso que no se ha duchado en años.

Germain se echó a reír.

—¿Y desde cuándo le preocupa eso a un marinero?

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