¿Es aquí?, pregunté, frotándome los ojos para ahuyentar el sueño. Jaro había estacionado en una calle ancha. Caía la tarde rozando los tejados de casas modestas donde proliferaban las antenas. Respondió: No, este no es el pueblo. Todavía no. Este es el pueblo anterior. Menudo mierdero, por lo poco que tengo a la vista, por favor… Solo paré para un café. Mira, ahí hay un bar.
A medio camino entre el coche y la cafetería Jaramillo me agarró por el codo. Susurró tras buscar inútilmente un ángulo muerto entre cámaras de vigilancia: ¿Dejaste el móvil en el coche? Ay, sí; déjame la llave, que voy a buscarlo. No, respondió: No vayas. Repliqué: Sí, Jaro, tengo que ir; ya desde principios de este mes es obligatorio llevarlo encima siempre, ¿no te acuerdas, o qué?, ¿no lees los periódicos?, ¿no lees ni siquiera el periódico en el que trabajas?, ¿eres bobo, o qué? Con esos ojos de fugitivo me recorrió la cara apretando los labios como siempre que iba —como siempre que creía que iba— a decir algo trascendental, tensando la boca como un flautista loco: Yo tampoco lo tengo aquí. Dejé el móvil en la guantera. Escucha, Víctor, escúchame una cosa, ahora que no nos oye nadie. Sí, te lo digo aquí en medio, sin móviles que nos espíen, te lo digo aquí en mitad de la calle, antes de entrar en la cafetería, que tendrá sus cámaras y su wifi y su todo, entre tú y yo, escucha: esto de soplar por la cañita, ¿te das cuenta?, es una manera de obtener los datos biométricos para saber lo que has comido, para saber si has comido mucha grasa, por ejemplo, para vendérselos a la compañía de seguros, para que recalcule los riesgos de colesterol y de todo y te suba la cuota.
Me adelanté un paso hacia el bar y miré de pies a cabeza a Jaro, casi cuarentón, flaco, anguloso, siempre a punto de hacer algo más o de decir algo más dentro de sus ropas oscuras, más oscuras que la calle, como habitando un cuadro de Schiele y queriendo salir de él. Me pareció que sonaba su teléfono. No estábamos tan lejos del coche aún como para no oír la llamada. Me dijo: Café y seguimos, ¿vale, Víctor?
Recuerdo que le pregunté en el autobús, tras palpar una vez más en el bolsillo aquel fajo de billetes grueso, irreal, amistoso: Óscar, a ver, ¿qué vamos a hacer exactamente en el auditorio? ¿Qué tendré que hacer? Los ojos oscuros de aquel estudiante de último curso de Periodismo parecían bailar asomados al cráneo mientras devoraban el paisaje de la avenida. Respondió: Llámame Jaro. Es un trabajo de comunicación y relaciones públicas un poco especial. Un poco… repentino. Tranquilo, Víctor, que no es nada ilegal. Después de esto podrás invitar a tu novia a un restaurante de lujo. Insistí: Miranda no es mi novia; solo me da clases de pintura. Es mi profesora. Claro, claro, murmuró el flaco: Tu profesora, lo sabe todo el mundo.
Jaro y yo nos apeamos en la plaza, al pie del Auditorio Nuevo, recién inaugurado por aquella época. Su caparazón blanco brillaba al sol. Había días que se me antojaba una tortuga cibernética gigante pintada por algún decorador malo de películas futuristas. Otros días lo veía simplemente como un cucurucho invertido. Aquella vez vi ante nosotros un gran gorro de Robín de los bosques plantado en la punta de la ciudad. Jaro dijo: No es más que una imitación simplificada de la Ópera de Sídney; mucha parafernalia, mucha propaganda oficial, pero ningún periódico habla de que costó el cuádruple de lo presupuestado. Una estafa. Un robo. Por no hablar de la acústica, malísima, y del mantenimiento, carísimo. Vamos, Víctor. Sacó de la mochila una sábana cuando nos acercábamos a la puerta principal. ¿Qué es esto?, pregunté. Y Jaro: Coge por este extremo, extiéndela, que ya vienen aquellos dos, justo a tiempo, tenemos suerte, justo a tiempo.
Era una pancarta: «Ministro despilfarrador, FUERA».
Todo ocurrió de golpe. Jaro se transformó en un energúmeno que gritaba, agarrando el otro extremo de la tela: ¡Fuera! ¡Fuera!; el ministro de Infraestructuras, que caminaba hacia nosotros, abrió los ojos, aterrorizado; el de la corbata, a su lado, intentaba escudarlo; tres o cuatro chicos caídos del cielo se colocaron tras la pancarta y corearon consignas contra el Gobierno; el escolta se echó mano al sobaco, un fotógrafo surgido de la nada hacía mil fotos, un cámara grababa todo, se cebaba en las caras desencajadas del ministro y de su cicerone. Jaro tiró de mí: ¡Vámonos cagando leches!
Al día siguiente, una televisión local y un periódico de la provincia sacaron la noticia. Solo esos dos medios. «El concejal de Seguridad de esta capital pone en riesgo la integridad del ministro de Infraestructuras durante una visita privada al Auditorio Nuevo». Estudié bien las fotos y las tomas de vídeo. En ningún momento se nos veía la cara a Jaramillo o a mí. En párrafos siguientes: «Durante una visita no oficial que el ministro de Infraestructuras realizó ayer al recién inaugurado Auditorio Nuevo, en la que ejercía de cicerone el concejal de Seguridad, amigo personal del ministro, ambos sufrieron los ataques verbales de un grupúsculo de extrema izquierda adscrito, según nuestras fuentes, a la Unión Anarcosindicalista Nacional. La UAN aprovechó que el ministro viajaba prácticamente de incógnito, acompañado únicamente por su escolta, para expresar de manera muy violenta su rotundo rechazo a lo que ellos llaman “despilfarro” del auditorio».
Sentado en esta salita de espera no puedo más que reírme. Aunque aquí arriba la risa sea una mera entelequia. Recuerdo que en el Ministerio no hubo ninguna repercusión, al menos que se reflejara en los medios nacionales o que yo pudiera enterarme. Pero el revuelo en el Ayuntamiento fue mayúsculo. El concejal fue forzado a dimitir al día siguiente «por poner en peligro la vida del ministro».
Poco después, una llamada de Jaro: Víctor, amigo Víctor, todo bien, ¿verdad?, por mi parte todo bien, mira, que la pasta era por si alcanzabas algún palo, ¿ya te la gastaste toda?, ¿ya se te pasó el susto?; puedes invitar a tu novia a un sitio caro, que creo que no le gustó que te sacara de casa de aquella manera. Y antes de que pudiera responder que Miranda no era mi novia, antes de que pudiera replicar, añadió: Que mi jefe quiere conocerte, apunta la dirección.
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