Claudio Colina Pontes - Ocho

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Dos viejos amigos se reencuentran quince años después de separarse abruptamente y deciden salir de viaje al interior del país para visitar a su antiguo jefe, al que daban por muerto. Durante el trayecto se va desvelando un pasado conjunto de alcohol, traición y conspiraciones. Claudio Colina construye un relato caleidoscópico en el que se van intercalando, casi estroboscópicamente, secuencias de distintas etapas de la vida de Víctor, un periodista aficionado a la pintura cuya vida queda marcada por su breve amistad con un excompañero de facultad, Óscar Jaramillo. Este lo introduce en una turbia trama de tejemanejes políticos que cambiarán el rumbo apacible de su vida: una mezcla de alcohol, sexo y desapego junto a una renombrada pintora veinte años mayor que él, quien lo ha tomado como pupilo.

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Miranda, vestida de mujer, observaba mis pinceladas. Dio un paso atrás, a mi izquierda, supongo que para tomar perspectiva. O para salir de mi campo visual. Preguntó: ¿Estás haciendo cosquillas al lienzo o estás pintando de verdad? Dale caña, Víctor. Protesté: Esta parte requiere delicadeza, ¿no crees? La pintora susurró: Delicadeza, delicadeza… Abrió uno de los ventanales del estudio, aquel que daba al mar. La brisa disipó en parte el olor a aguarrás, a pintura, a trapos sucios. Antes de mi llegada la artista había arrimado a las cuatro esquinas las docenas de objetos que normalmente tenía desperdigados por todo el suelo del estudio. Pienso ahora: ¿Eso era un cumplido? ¿Una deferencia de la artista internacional para conmigo, su discípulo? La luz de la mañana entraba directa y clara, perfecta para pintar. No como en mi casa, en mi piso demasiado grande, demasiado oscuro, donde disponía de buena luz solamente a partir de las cuatro de la tarde, si es que hacía buen tiempo, si es que no tenía que ayudar a mi hermana. Claro, elucubré, siendo millonaria como probablemente era Miranda, podía comprarse el estudio que deseara. En cualquier parte.

Chascó la lengua. Me dijo, suspirando: Trae, trae acá ese pincel; así, mira bien, así, fíjate bien, quédate con la copla. Con dos toques de muñeca logró el efecto de profundidad que yo buscaba desde hacía mucho rato. Miranda llevaba un traje de asillas estampado. Su nariz prominente, como pintada por El Greco, despuntaba entre el pelo suelto. Añadió: Y aquí arriba, te propongo esto. Alzó el brazo fibroso y moreno. Retocó ligeramente el motivo y la composición ganó peso inmediatamente. Noté que se había depilado los sobacos. Las canas que asomaban aquí y allá el día que la conocí, la noche que su hermana casi me rompe los tímpanos con sus estribillos chiclosos, habían desaparecido de su melena. Encendió un cigarrillo, me lo ofreció, retrocedió varios pasos hasta situarse en mitad de la estancia. Contempló el cuadro y luego me miró con esos ojos duros, cargados de burla: Mejor ahora, ¿eh?

Llamaron a la puerta. Volví a mis pinceles. Pero Miranda me llamó: Acércate, Víctor, que preguntan por ti. ¿Por mí? Allí en el umbral estaba aquel tipo de la Facultad, aquel flaco nervioso con quien me tropezaba a menudo en la cantina del aulario. Buenas, eres Víctor, ¿no? Sí. Tu cara me suena de la Facultad… ¿Tu nombre es…? Óscar Jaramillo Hernández, respondió: Jaro para los amigos, sí, soy compañero tuyo de la Facultad de Periodismo. La conversación se estancó abruptamente. Aquel tipo vestido de oscuro con ropas demasiado holgadas movió un poco los codos, como esperando incongruentemente alguna explicación por mi parte. Su cara huesuda estiró una sonrisa. Entornó los ojos negros y arrugó la nariz. Seguro que le molestaba el pestazo a trementina. ¿Y? ¿Qué quieres, Óscar? ¿Cómo has dado conmigo? Se llevó los índices a las sienes y carraspeó. Parecía recomponer mentalmente una historia compleja hasta que comenzó a explicar: A ver, Víctor, yo hago trabajos de comunicación para una empresa y necesito ayuda. La comunicación es lo nuestro, ¿no?; me refiero a ayuda para hoy, para ahora mismo. Tenemos organizada una cosa muy importante, muy bien pagada. Y me falta una persona.

El tipo, sin más ni más, sacó un fajo de billetes, lo dividió y me puso la mitad en la mano: Esto para ti y esto para mí. Continuó: Muy bien pagado, ya ves; los dos o tres amigos que suelen ayudarme en estos casos están fuera de combate justo hoy; uno, con gripe, el otro regresó temporalmente a su pueblo, en fin… ¿Te interesa? ¿Sí? ¿No? Miré el fajo, busqué a Miranda con los ojos. Añadió: Estarás de vuelta enseguida; es solo un rato. Dile a tu novia que será un ratito de nada. No es mi novia, aclaré: Es mi maestra.

Entré, dije: Miranda, que me ha surgido un… Ella me interrumpió señalando el lienzo: Ahora que tienes el cuadro prácticamente a la mitad, vas a dedicar un rato a definir mejor esta zona, ¿de acuerdo?, a darle vida. Respondí: Tengo que salir, profe. Miró a la puerta, donde aquel tipo, el flaco Jaramillo, esperaba con las manos en los bolsillos: ¿Salir? ¿Cómo que salir? ¿Con ese tipo? ¿Con esa especie de retrasado? ¿Adónde carajo vas a ir? Estamos trabajando, Víctor. Reculé hacia la puerta: Será solo un rato, Miranda, solo un ratito de nada. La pintora idolatrada en Chicago, venerada en Osaka y célebre en París alzó la diestra, que empuñaba una espátula de acero. Se me tensaron todos los músculos. No hubiera imaginado nunca cuán terriblemente parecida puede ser una espátula a un bisturí. Empezó a chillar y a insultarme. Le di la espalda temerariamente. Tras el portazo pude oír una ristra inflamada que acababa en algo parecido a «… y no se te ocurra volver con el rabo entre las piernas».

Aquí, dijo Jaro: Aquí es; este es el restaurante que me recomendaron. Un sitio muy visible desde la carretera, en la llanura, entre granjas. Iba a preguntarle ¿El que recomendaron o el único que existe? La zona azul, la región que el Gobierno llamaba zona azul, era famosa desde siempre por su cordero. Sopa, chuletitas, postre. Yo buscaba más indicios, más datos sobre aquel invento de la descarbonización, aquel invento institucional de la zona azul. Jaro engullía chuletillas, rechupeteaba huesos: No te preocupes por esa parafernalia, que va a ser flor de un día, no va a durar. Alzó la vista para decirle a la cámara que tenía justo enfrente: Son meras medidas de maquillaje. Repliqué: Pues el Gobierno parece que se lo toma en serio. Apuramos las copas de vino y regresamos sin prisa al silencio del aparcamiento fumando, acomodando el menú en el cuerpo. Nos dejamos caer en los asientos de aquel utilitario silencioso, cuya tapicería aún olía a nuevo. Pero el coche no arrancaba. ¿Habrá que introducir de nuevo los carnés?, aventuré. Lo hicimos. No. No arrancaba. «Realice alcotest », pedía la pantalla. Jaro gruñó: ¿ Alcotest ? ¿ Alcotest ? ¿Qué es eso? Comprendí: Test de alcoholemia, Jaro. Hay que joderse. Regresé al restaurante arrastrando los pies: Disculpe, camarero, ¿tiene cañitas? Me miró con una sonrisa de medio lado: Cañitas para la prueba de alcohol, ¿eh? Ahí. Señaló un expositor con un cartel amarillo chillón, un cartel en la barra imposible de obviar, pero que ni Jaramillo ni yo habíamos visto.

Será por aquí, dije: Tendrá que meterse por aquí. Introduje el dichoso tubito de cartulina encerada en un orificio que descubrimos en el salpicadero, junto a la radio. Anda, Jaro. Me miró soberbio, con esos ojos oscuros, intensos, dementes. Ojos de bandolero de Goya. Ojos de expresidiario. ¿Qué? ¿Qué de qué? Que soples, carajo. ¿Yo? Sí, tú, leñe, tú. Lucecitas rojas, un reloj de arena en la pantalla multicolor, un intermitente e interminable «Analizando», una campanilla digital. Por los pelos. El coche venía a decir eso: por los pelos concedía a mi amigo la gracia de seguir manejándolo.

Arrancamos. El pueblo donde pasaríamos la noche estaba a unos ciento cincuenta kilómetros. Jaro no lo había visitado nunca. Me preguntó: ¿Y tú? ¿Tú lo conoces? Estuve de paso una vez, cuando era niño, con mis padres. Pero no me acuerdo. Estaba carbonizado por aquel entonces. ¿Carbonizado? ¿El pueblo o tú? El pueblo, Jaro, el pueblo; circulaba todo tipo de vehículos de gasolina y diésel. Las calefacciones eran de gasoil. Vamos, para qué contarte, una perversión desatada y absoluta. Mi amigo replicó: Entonces sí te acuerdas.

Me dejé ir. Recuerdo que nuevamente me dejé tentar por el sopor, por las nulas ganas de discutir con Jaramillo. Y me sorprendió a mí mismo la ausencia de ganas de discutir con él, a diferencia de cuando éramos estudiantes. Dejé vagar la vista por las granjas, las explotaciones de trigo y de colza para biodiésel, por las arboledas, alejadas de la carretera, como pintadas por una mano insípida, como pintadas por Hitler. Al día siguiente comeríamos con el extranjero. El tipo que para mí representaba el vértigo. La tenaza. Una tenaza de quince años.

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