Claudio Colina Pontes - Ocho

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Dos viejos amigos se reencuentran quince años después de separarse abruptamente y deciden salir de viaje al interior del país para visitar a su antiguo jefe, al que daban por muerto. Durante el trayecto se va desvelando un pasado conjunto de alcohol, traición y conspiraciones. Claudio Colina construye un relato caleidoscópico en el que se van intercalando, casi estroboscópicamente, secuencias de distintas etapas de la vida de Víctor, un periodista aficionado a la pintura cuya vida queda marcada por su breve amistad con un excompañero de facultad, Óscar Jaramillo. Este lo introduce en una turbia trama de tejemanejes políticos que cambiarán el rumbo apacible de su vida: una mezcla de alcohol, sexo y desapego junto a una renombrada pintora veinte años mayor que él, quien lo ha tomado como pupilo.

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Caí en un hoyo de sueño y transcurrieron cinco minutos o tres horas hasta que ella me despertó. Miranda, pintora mimada por la crítica más exigente, idolatrada en Nueva York, en Berlín, en Tokio, me hincaba en el riñón la punta del pie, me decía: Vamos, muévete. Completamente desnuda, a contraluz del resplandor de la calle, insistía: Víctor, despierta, Víctor, que estás hasta roncando, querido pupilo, que aquí no puedes quedarte. Y la miré desde el suelo hecho un ovillo, vi a contraluz sus piernas musculosas en escorzo, el pubis hirsuto, negrísimo, los pechos menudos como ciruelas, las axilas velludas, los brazos fibrosos, brillantes del azul del sudor y de la noche. Me hizo vestir a toda prisa, me despidió así: Mañana por la mañana, aquí, para hacerte una prueba. Ya sabes dónde estoy. No me falles. Atiné a soltarle: ¿Una prueba de pintura, te refieres? Carcajada de loro: ¡Imbécil! ¡Loco de mierda! ¡Lárgate! ¡Hasta mañana, te quiero mucho!

Al salir de la entrevista compré aspirinas, tomé café y fui a su estudio. Abrió la puerta: ¿Qué coño quieres? ¿Qué horas son estas? Y yo, desconcertado: Estaba trabajando, Miranda. Dijiste que viniera por la mañana, ¿no?, pues aquí me tienes. Ella, con todo el peso de la resaca en las arrugas de la frente, en las bolsas cuarentonas de los ojos: Dije por-la-mañana-mañana, Víctor, o sea, no me lo explico, ¿eres tonto, o qué?; no a-media-mañana, sino por-la-mañana-mañana, para que lo entiendas, de-buena-mañana, tonto del bote. ¿Cómo?, repliqué: Mírate, pero si te acabas de levantar. Portazo. ¡Adiós, chiquitín!

El campo de la zona azul. Jaro toma las curvas de la carretera agarrando el volante como si se le fuera a escapar. Granjas, fincas. Nos cruzamos con tan pocos coches que los conductores saludan al pasar. Todos son eléctricos, como este. Ni un triste ciclomotor, ni el menor cortacésped a gasolina. En esta comarca, descarbonizada por decreto, la emisión de la radio es mate, el ruido de todas las cosas es más blando, como el runrún de nuestros neumáticos en el asfalto. Los viejos postes telefónicos sirven ahora de soporte a cientos de cámaras de seguridad. Parabólicas, antenas y repetidores arañan el cielo gris a cada paso. Uno de los objetivos, ha dicho el Gobierno, es la cobertura móvil total. Absoluta. Descarbonización y digitalización, repite la portavoz. La panacea. No el futuro sino el presente, precisa, didáctica, la portavoz. Un cielo que no me gusta. Un cielo como de Cézanne. No. Un cielo como de imitador cutre de Cézanne. Ovejas y vacas y algún perro y tejados de azabache geométrico: absolutamente todos los tejados de la zona azul cubiertos por placas fotovoltaicas. Pienso en granjeros tecnológicos accionando las ordeñadoras por internet. Allí, otras dos antenas. Y otra más, a nuestra derecha. Un grupo de técnicos trabaja en ella. Parecen instalar algo en su base. La estructura, imponente como un árbol de Navidad pintado a bandas blancas y rojas. Campo. Estoy en la calle, muy de noche. Doblo una esquina y una jovencita desgreñada, una adolescente mal vestida, me ofrece un pasquín impreso en papel reciclado. No me da tiempo a verle bien la cara, no sé si es Clari despeinada o una hipotética hija de Clari o no se parece a nadie porque se esfuma y me quedo leyendo el papelucho en la esquina, bajo un sol que de repente me da de lleno en la coronilla:

«El Estado quiere controlar TODOS tus movimientos, las 24 horas. Di NO a la cobertura móvil TOTAL. Defiende tu derecho a la libre circulación, sin TRABAS, sin control DIGITAL. Cuidadana, ciudadano: di NO al decreto móvil . Di NO a la digitalización de tu VIDA. Ellos hablan de tu SEGURIDAD cuando quieren decir tu CONTROL. No al GRAN HERMANO. ¡LIBERTAD!».

Me despierta una alarma estridente. Me incorporo de un salto. El cinturón de seguridad se me ancla en el hombro. Jaro: Maldita sea, ¡maldita sea! ¿Qué es esto? Con un cigarrillo en la zurda y los ojos dementes en el cuadro de mandos toquetea botones sin reducir velocidad, busca cómo parar el pitido. Tardo en reaccionar, solo puedo decir absurdamente: Joder, joder, joder, ponte el cinturón, tío, mientras veo que lo lleva puesto. Será el humo, dice Jaro. ¿El humo? El humo del cigarro. Logra por fin abrir la ventanilla, lanza el cigarrillo, para en el arcén, me dice: Baja, Víctor, deja la puerta abierta. Y sí, en cuanto se ventila, la alarma detectora de humos enmudece. En cuanto el coche se ventila, nos lame el olor a un río que no vemos ni oímos; olor a estiércol, a madera húmeda.

Esto es ser licenciado en Ciencias de la Información, rama Periodismo, me dije aquel viernes en el despacho del alcalde de El Lomo: Esta es la cosa. Un reportaje sobre la reforma del cementerio municipal. El alcalde me puso en antecedentes, detalló el presupuesto, me ofreció un manojo de fotocopias. Mencionó la «delicadeza» que requería la obra, ya en curso. El político hablaba y hablaba tras unas extrañas gafas ahumadas en aquel despacho pequeño y pulcro, recién ordenado. ¿Qué ocurría? ¿Tenía los ojos enfermos? ¿Era medio ciego? Parecía mirar alternativamente, mientras hablaba, el crucifijo de bronce que presidía la mesa y la grabadora que yo le había plantado delante. Emitía palabras como si lo hiciera con calibrador, sin salirse del guion en ningún momento. Tras su mesa, la pared del fondo lucía el diploma ganado muchos años atrás en el concurso de «Pueblo más bonito de la Nación».

Esto es ser periodista licenciado, me dije: acercarme a la secretaría de la Universidad una espléndida mañana de viernes en la que el cielo parece colgar sobre la Tierra como un telón grueso e infinito, sin un solo pliegue, ni una arruga. Pocos pintores han logrado plasmar un cielo así, tan intenso. Una vez allí, pagar los derechos del título, saludar a la funcionaria con un apretón de manos, como quien se despide para siempre jamás. Y acto seguido viajar hasta El Lomo para entrevistar al alcalde. El hombre derivaba hacia la problemática de la vida humana y sus contingencias, más que aportar datos del camposanto. Me explicaba por qué tantos despreciaban el ajetreo ingrato de la capital para mudarse al maravilloso clima de El Lomo, a la calma de El Lomo del Rey. La grabadora registraba, impasible. Me pregunté ¿Existen grabadoras con mando a distancia? ¿Existe la posibilidad de pausar disimuladamente, desde el bolsillo del pantalón, para desechar mítines como este?

El cementerio municipal. Allí mismo, a tiro de piedra, tras la iglesia. Las tapias blancas, de mampostería antigua, lucían recién encaladas al sol. Asomaban tras ellas dos o tres cruces de, suponía, los panteones más rimbombantes. Pasé la mano por la blancura de aquel muro, rugosa, orgánica. Lograr eso en un cuadro. Un buen reto, sin duda: lograr en un lienzo esa blancura plena, tosca pero no agresiva. Intensa. Una cabeza despeinada asomaba por la verja. Pregunté por el encargado, que resultó ser él mismo. Había llegado «el de la revista»; mi visita era un pequeño acontecimiento municipal entre nichos, bolsas de cemento, tabicas y sepulcros. Improvisé algunas preguntas e hice algunas fotos. Si me situaba en el patio del fondo, poniéndole ganas e imaginación, lograría un encuadre parecido a la Vista del jardín de la Villa Medici de Velázquez. Versión El Lomo del Rey.

La verja trasera del camposanto, en el extremo opuesto al ruido de la hormigonera y a las canciones silbadas por los albañiles, daba acceso a la atalaya. Desde ella se dominaba el valle y a lo lejos, algo velada, la capital. ¿Por qué buscamos en el mar de hormigón nuestra casa cuando tenemos la posibilidad de divisarla a vista de pájaro? De cualquier modo, es algo que ahora, desde aquí arriba, puedo hacer, o podría hacer con todo detenimiento, mientras sucede la transformación digital del servicio. De hecho, podría dedicar horas o años a eso. Pero me aburre. Sí, allí estaba mi edificio. En ese momento me acordé de Miranda, mi profesora, cuando me prometí a mí mismo regresar al cementerio de El Lomo no con grabadora y cámara, sino con caballete y lienzo. Un día de estos, lo antes posible, me dije: un viernes como este, un día con esta luz.

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