El diálogo es el proceso viable a través del cual se extiende el conocimiento, no para reducirse a la mera relación del sujeto cognoscente y objeto conocido, sino para constituirse en una relación que va más allá en la medida que el conocimiento permite que el poder ciudadano se prolongue hacia cada sujeto y entre sujetos.
El conocimiento a través del diálogo es el corazón de la democracia, pues todo objeto de conocimiento ciudadano (expresión poética, musical, literaria, proyecto, problema, acontecimiento, etc.) está envuelto en profundas tramas de significado, a las que se puede acceder por múltiples y muy diferentes formas de ser, de razonar y de sentir. No podemos ser conscientes de estas posibilidades cuando el diálogo está cerrado y se opta por la vía de la imposición normativa. El proceso de concientización de una ciudadanía experiencial emerge cuando se cultiva un proceso de develamiento de aquellas tramas que constituyen la historia de vida de los ciudadanos, para hacerse parte de los procesos de decisión política y social.
En este sentido, no hay que temer a la fuerza de la historia, a la vida convertida en experiencia que fluye entre los ciudadanos y sus relaciones humanas. El temor, según Freire, puede conducir a un “cansancio existencial” que termina por anular el compromiso, el deseo de participar en pos de los cambios que se necesitan para el empoderamiento ciudadano. Necesitamos evitar lo que Freire denomina “anestesia histórica” (1993: 119). Anestesia histórica, porque mediante la no participación y el permanente silencio ante la injusticia, se duerme el compromiso y fortalece la sensación de que todo da igual, todo seguirá igual. En el fondo, la figura del anestesiado histórico aparece por la dependencia emocional respecto a quien tiene y administra el poder. La dependencia emocional es aquella manifestación afectiva de quien piensa estar mejor bajo la seguridad y la tranquilidad del “siempre ha sido así” a la inseguridad de aquello que está desestabilizado y está por ser construido. La dependencia emocional es la base de la dominación y de la relación de asimetría entre quien usufructúa el poder y quien lo recibe. Esta forma de temor es posible trasladarlo a cualquier tipo de relación de poder, en la medida que dicha emoción está asociada al poder como sistema incluso siendo institucional y democrático. Dado que el poder es inherente a cualquier forma política, es extensible el temor resultante a cualquier tipo de estructura y organización democrática. El temor es el elemento corporal-histórico constituyente del ejercicio del poder político del Estado sobre el ciudadano, pues favorece la cohesión social y la salvaguarda del derecho. Sin embargo, el temor es al mismo tiempo un factor que puede imposibilitar los cambios y las mejoras que todo sistema democrático requiere.
Tanto una como otra perspectiva nos ayudan a visualizar que existe una moneda con doble cara. Existe una tensión permanente entre el ejercicio del poder como uso racional de la organización estatal para la consecución de los fines sociales y el poder como uso de la fuerza para el orden social, que conduce al temor propio de los dominados. Ahora bien, ambos énfasis nos ayudan a comprender que el diálogo por el lado racional, y el temor, por el lado de la fuerza, se involucran en un mismo proceso de convivencia histórica e integración de los ciudadanos en una determinada organización política. A nuestro juicio, un importante factor para mantener en equilibrio el diálogo democrático para el fin de los logros sociales y el justo temor para el orden social, pasa la posibilidad que se otorgue a los ciudadanos de acceder y ser partícipes del conocimiento. La ignorancia redunda en la imposibilidad de participar de los procesos dialógicos democráticos, y al mismo tiempo, es el origen de la incapacidad de respetar el orden civil como fuente de estabilidad política y social. El punto es ¿desde dónde debe venir el conocimiento para la configuración de un ciudadano experiencial? ¿Debe venir desde arriba, desde las estructuras políticas o desde abajo, desde el corazón de las mismas organizaciones?
4. Conocimiento como poder: la auto-organizaci ó n
Muy conocida es la interpretación recurrente de los griegos en los albores de la filosofía que el conocimiento más alto pasa por cultivar una actitud contemplativa de la verdad con el único propósito de alcanzar el saber por el saber ( b í os theoretik ó s) . En oposición a ello, en los albores la Modernidad, gracias a otra intuición, Francis Bacon acuñó la expresión que el “conocimiento es poder”. Es decir, ahora, desde un punto de vista pragmático, el saber es para otra cosa muy diferente: el conocimiento es la oportunidad de ejercer un poder y un dominio sobre la naturaleza. Si bien Bacon impulsó esta idea en el contexto pragmático de las ciencias, pronto emergió la interpretación que hizo confluir el conocimiento y el poder político. Es decir, el poder político no pudo mantener el mito de su neutralidad respecto al saber, como si la política fuera una esfera ciega respecto al conocimiento. La realidad es que lo que está detrás de todo saber, como en un trasfondo, es una incesante lucha de poder (Foucault, 1988; 2000). De manera que en el poder político no está ausente el saber, sino que está entramado con él.
Ahora bien, lo que queremos poner en el tapete es, si concedemos que la actividad y el poder político están en relación con el conocimiento, emerge la pregunta ¿Quién posee el conocimiento? Pues claro, si el conocimiento es un bien para unos pocos privilegiados, el poder residirá en una élite de sabios y resultará a fin de cuentas una “oligarquía” más que una democracia. Pues, quien tenga el conocimiento tendrá el poder político para decidir los destinos de la sociedad democrática. Ahora, si hacemos que el conocimiento sea democrático, tenemos la posibilidad que el poder se distribuya en justicia, tanto desde el nivel institucional a la ciudadanía como desde el nivel ciudadano experiencial a la institucionalidad. En este sentido, si el poder quiere ser participativo o si queremos empoderar a la ciudadanía, tenemos que esforzarnos por democratizar el conocimiento.
En el proceso de democratización del conocimiento, es importante saber sobre la validez que otorgaremos a determinados saberes respecto a determinados problemas. Suele suceder que a nivel político técnico-administrativo, los asesores saben la mejor solución a un problema en un específico territorio. Sin embargo, muchas veces estas soluciones distan del conocimiento in situ que posee la población afectada, porque la solución técnica ignoró el saber social que emerge desde la experiencia. Múltiples son los problemas cuando el saber técnico no tiene en cuenta el saber social. Pensamos que hay que rescatar y devolverle la importancia a la sabiduría social que otorga la experiencia de quien vive y convive con las problemáticas y realidades específicas a las que la ciudadanía se enfrenta cotidianamente.
Este saber social es lo que en otros momentos se conoció como saber popular. Paulo Freire, a quien ya hemos hecho referencia, intuyó en su momento la fuerza transformadora del saber social. Las obras de Freire apuntaron siempre a la idea central que si el saber social se hace crítico es posible empoderar a las clases sociales pauperizadas y marginadas de la ciudad en pos de su propia emancipación. Este saber social se hace crítico, no en la lógica vertical cuando el maestro enseña al alumno, sino cuando es captado horizontalmente por los mismos agentes sociales (que incluyen al maestro y a los alumnos en mutua colaboración) a través de la propia experiencia. Es decir, la intuición de Freire es que la libertad auténtica pasa, no por un conocimiento crítico abstracto, sino un conocimiento crítico que se construye gracias a la reflexión en base a problemas, el diálogo en medio de la comunidad y la acción resultante basada en la experiencia propia en el mundo:
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