En realidad, es un día muy divertido. Hasta logro olvidarme del fiasco de Biología por un rato.
Cuando salimos de nuestra última clase, la señora Dunn nos despide con bolsitas repletas de gominolas de ositos y galletas con forma de pez como si fuéramos niños de seis años en camino a un picnic. Supongo que es nuestro premio por molestarnos en venir el último día.
– ¡Sayonara! ¡Goodbye! ¡Adieu! –saluda mientras nos entrega el presente en la puerta–. ¡Tomen buenas decisiones!
Encuentro a Jude esperando en las escaleras del frente de la escuela. Los estudiantes se mueven sin rumbo por todos lados, electrificados por su repentina libertad. Semanas enteras delante de nosotros, llenas de potencial. Playas soleadas, días tranquilos y maratones de Netflix, fiestas en piscinas y paseos por la rambla.
Jude, quien tuvo a la señora Dunn más temprano, disfruta su bolsita con galletas. Me siento al lado de él y automáticamente le regalo mis golosinas, ninguna me resulta ni un poquito atractiva. Nos sentamos en un silencio agradable. Es una de las cosas que más me gusta de tener un mellizo. Jude y yo podemos estar sentados por horas, sin intercambiar ni una sola palabra y cuando me pongo de pie siento que acabamos de tener una conversación profunda. No compartimos charlas triviales, no necesitamos entretenernos. Podemos simplemente estar.
–¿Te sientes mejor? –pregunta. Y como es la primera vez que lo veo desde la clase de Biología, sé instantáneamente de qué está hablando.
–Ni siquiera un poco –respondo.
–Eso pensé –asiente. Termina sus snacks, hace un bollito con la bolsa de plástico y la lanza en el cesto de basura más cercano. Se queda corto por lo menos por un metro. Gruñendo, camina hasta su proyectil y lo levanta.
Escucho acercarse el auto de Ari antes de verlo. Unos segundos después la veo entrar en el estacionamiento, nunca supera el límite de 10 kilómetros por hora indicado en los carteles. Se detiene en el pie de las escaleras y baja la ventanilla, tiene un matasuegras en la boca, lo hace sonar una vez y el papel con cintas plateadas emite un trueno celebratorio y chillón.
–¡Son libres!
–¡Libres de los líderes supremos! –responde Jude–. ¡Ya no seremos sus esclavos!
Nos subimos al auto, Jude y sus largas piernas adelante y yo en el asiento trasero. Hemos planeado esta tarde por semanas determinados a empezar bien el verano. Mientras salimos del estacionamiento, juro olvidarme de Quint y de nuestra horrible presentación por el resto del día. Supongo que puedo tener una tarde de diversión antes de ocupar mi mente en resolver este problema. Pensaré en algo mañana.
Ari nos lleva directamente a la rambla, donde podemos atragantarnos con helados de Salty Cow , una tienda de helados lujosa conocida por mezclar sabores extraños como “menta de lavanda” y “semillas de amapola y cúrcuma”. Pero cuando llegamos, hay una fila hasta la puerta y la mirada impaciente en el rostro de varias personas me hace pensar que no ha avanzado en un rato.
Intercambio miradas con Ari y Jude.
–Iré a ver qué está sucediendo –les digo mientras ellos se ubican en la fila. Entro a presión por la puerta–. Lo lamento, no estoy colándome, solo quiero saber qué está sucediendo.
Un hombre parado con tres niños pequeños parece que está a punto de explotar.
– Eso está sucediendo –señala con enojo hacia la cajera.
Una mujer está discutiendo… no, gritándole a la pobre chica detrás del mostrador que luce apenas más grande que yo. La chica está al borde de las lágrimas, pero la mujer es incesante.
– ¿Cuán incompetente puedes ser? ¡No es muy complicado! ¡Hice este pedido hace un mes!
–Lo lamento –suplica la chica con el rostro rojo–. No tomé el pedido. No sé qué sucedió. No hay ningún registro…
No es la única al borde de las lágrimas. Una niña pequeña con dos coletas está parada al lado de la vitrina con las manos sobre el vidrio, su mirada se posa en sus padres y luego en la mujer enojada.
–¿Por qué tarda tanto? –gimotea.
–¡Quiero hablar con tu supervisor! –grita la mujer.
–No está aquí –explica la chica detrás del mostrador–. No hay nada que pueda hacer, ¡lo lamento!
No sé por qué la mujer está tan furiosa y no estoy segura de que importe. Como bien dijo, solo es helado y claramente la pobre cajera está haciendo su mejor esfuerzo. La mujer podría ser educada, por lo menos. Sin mencionar que está evitando que estos pobres niños –y yo – podamos disfrutar de nuestro helado.
Inhalo profundo y me preparo para enfrentar a la mujer. Tal vez, podemos ser razonables, llamar al supervisor y que él venga a lidiar con esto.
Aprieto mis puños.
Doy dos pasos hacia adelante.
–¿Qué está sucediendo aquí? –brama una voz severa.
Me detengo. La gente en la fila se mueve para dejar pasar a un oficial de policía.
O… ¿podría dejar que él lidie con esto?
La mujer abre la boca, claramente está a punto de ponerse a gritar otra vez, pero es interrumpida por todos los clientes que están esperando. La presencia del oficial los alienta y, de repente, todos están dispuestos a hablar a favor de la cajera.
Esta mujer está siendo una molestia. Está siendo grosera y ridícula. ¡Tiene que marcharse!
Por su parte, la mujer parece genuinamente sorprendida cuando nadie la defiende, en especial aquellos en los primeros lugares de la fila, quienes han escuchado toda su historia.
–Lo lamento, señora, pero parece que debería escoltarla fuera del establecimiento –dice el oficial.
Luce mortificada. Y sorprendida. Y sigue enfadada. Gruñe mientras toma una tarjeta de negocios del mostrador y mira con desdén a la chica detrás de la caja que está limpiando las lágrimas de sus mejillas.
–Hablaré con tu supervisor de esto –dice antes de marcharse ofendida de la tienda al mismo tiempo que suena un rugido gigante de aprobación.
Vuelvo a mi lugar con Jude y Ari y sacudo mis manos. Siento una extraña sensación de aguijones en mis dedos otra vez por algún motivo. Les explico lo que sucedió y pronto la fila empieza a avanzar otra vez.
Después de terminar nuestro helado, pagamos de más para alquilar un carrito a pedales y pasamos una hora paseando por la rambla, bajo su toldo amarillo. Ari toma demasiadas fotos de nosotros haciendo caras y de Jude gritándole que deje de pavonear y empiece a mover las piernas.
Nos cruzamos con un grupo de turistas que está ocupando todo el ancho del camino y avanza a paso de tortuga. Bajamos la velocidad para no chocarnos con ellos. Ari hace sonar la pequeña campanilla de bicicleta.
Uno de los turistas mira hacia atrás, nos ve y luego regresa a su conversación y nos ignora completamente.
–¡Disculpen! –dice Jude–. ¿Podemos pasar?
No responden. Ari vuelve a sonar la campanilla otra vez. Y otra vez . Siguen sin salir del camino. ¿Qué les pasa? ¿Creen que son los dueños de la rambla o algo así? ¡Muévanse!
Mis nudillos empalidecen detrás del volante.
–¡Cuidado! ¡No puedo parar! ¡Salgan de mi camino! –Alguien grita avanzando a toda velocidad hacia nosotros desde la dirección opuesta.
Los turistas gritan sorprendidos y se separan mientras cinco adolescentes en patinetas casi los atropellan. Una de las mujeres pierde una sandalia que termina aplastada debajo de una de las patinetas. Un hombre se lanza hacia atrás tan rápido que pierde el equilibrio, cae por el borde de la rambla y aterriza en la arena. Comienzan a gritarles a los delincuentes adolescentes desconsiderados mientras Jude, Ari y yo nos miramos y encogemos los hombros.
Pedaleamos más rápido y superamos a los turistas antes de que puedan reagruparse.
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