Konstantin miró el reloj y vio que eran las seis de la tarde. Todavía disponía de una hora antes de reunirse con su jefe. El tiempo necesario para ir a ver a Irina.
Atravesó la puerta de cristal automática del hospital y fue hacia las escaleras, evitando así coger el ascensor donde pudiese coincidir con el personal del hospital. Si la policía volvía por allí y empezaba a interrogar a los trabajadores, existía la posibilidad de que lo identificaran, y eso era algo que no podía suceder.
Encontró a Irina tomándole la tensión a un paciente y él prefirió esperarla en el pasillo observando todos sus movimientos sin que se diera cuenta.
Conversaba cordialmente con el anciano, intentando amenizar ese momento en que hacía sus funciones. Anotó sus constantes en una carpeta y, con una sonrisa, se despidió de él.
Que lo llamasen fetichista, pero ese uniforme verde le ponía cardíaco, tan cachondo que, si tuviese tiempo, se la follaría en cualquier habitación de ese hospital. Pero simplemente era eso, una necesidad humana que debía atender, un instinto primario al que había que dar salida porque, para él, Irina era la compañera que le puso la vida para sustituir a su amada esposa. Una mujer buena y sumisa, pero que jamás conseguiría hacer vibrar su corazón como todavía lo hacía Lena, simplemente, al recordarla. Ella fue su mundo, su motor, su paz, su alegría, todo lo que más quiso y querría hasta que la muerte lo llevase junto a ella.
Esa maldita adicción que dominaba a su mujer fue la culpable de todo, la responsable de que él estuviera solo y que engañara a Irina con sus sentimientos. Si no hubiera probado esa maldita droga nunca, tendría una preciosa familia, un futuro, y no se dedicaría a hacer ese tipo de trabajos. Su vida hubiese sido muy distinta a lo que era, ya que su pérdida hizo que se embarcarse en negocios peligrosos sin que le importase acabar con un tiro entre ceja y ceja o estar encerrado en prisión para el resto de sus días. Sin ella, todo daba igual.
Hizo lo indecible para alejarla de ese veneno que la desgastaba y estaba destruyéndola. Sin embargo, pudo más la necesidad que su determinación. El krokodil o cocodrilo, como lo conocían en las calles de Rusia, era mucho más que una simple droga que te consume y mata poco a poco. Creaba tanta necesidad en el cuerpo y en la mente que, aunque viera cómo la carne se desprendiera de sus huesos, la seguía pidiendo como el aire que inhalaba. Era vital para su supervivencia, aunque cada día lo alejara más de ella.
Su hermosa piel, pálida y sedosa como un fragmento de seda, desapareció como la ilusión de tener hijos y compartir una vida juntos. Lena se olvidó de todos sus sueños, las promesas y, por consiguiente, de él. Su mundo dejó de existir como lo conocía porque, desde que el vicio la atrapó, para ella, lo único importante era tener una dosis cuando el efecto desapareciera de su cuerpo.
Cuando la vio partir a ese otro mundo donde volvía a ser libre, fue cuando se dio cuenta de que el saco de huesos y vísceras que protegía, comido en llanto, había dejado de ser su mujer desde hacía mucho tiempo. De ella, no quedaba nada, ni su cuerpo ni su alma ni la esencia que la hizo única cuando la conoció. No obstante, por mucho que el declive al acabar sus días fuera tan dramático, nada ni nadie podría borrar los recuerdos y el amor que lo acompañarían por siempre, porque su Lena, como le gustaba llamarla, siempre sería especial.
No podía negar que le tenía cariño a Irina e, incluso, que intentó enamorarse de ella de todas las formas habidas y por haber, pero ni las horas de encierro que el destino les impuso sirvieron para que eso ocurriera.
Cuando Irina se recuperó de la paliza que su anterior jefe le asestó, que por poco la mata, y volvió a ser la mujer que era, Konstantin no pudo hacer otra cosa que agarrarse al amor que Irina sentía por él como un salvoconducto para seguir dando pasos en la vida. Sabía que estaba siendo un egoísta y un desgraciado por usarla así, pero… ¿qué otra opción tenía? Era lo único bueno y puro que había en su vida y por lo que valía la pena agarrarse para superar la pérdida de su mujer. Sabía que Irina no lo merecía, que esa guapa mujer había hecho mil veces más por él que lo que Konstantin podría hacer algún día por ella. Pero también sabía que era una mujer fuerte y valerosa que, cuando descubriese cómo era en realidad el hombre del que se había enamorado, sabría cómo afrontarlo.
—¿Cómo estás, amor? ¿Llevas mucho esperándome? —preguntó Irina posando un ligero beso en sus labios.
—No, acabo de llegar —dijo escueto—. Vamos a otro lado, tenemos que hablar.
En la intimidad de la sala de espera que disponía la Unidad de Trasplantes donde ellos se encontraban, Irina le relató a Konstantin, lo más explícito que le fue posible, la conversación que mantuvo con los agentes cuando fueron a verla.
—Irina, tenemos que dejar de vernos y de hablar por teléfono —decidió, sabiendo lo que eso supondría para ella—. Puede que me estén pinchando la línea y no quiero verte involucrada en esto.
—¡Pero, amor! ¿Qué voy a hacer yo sin verte? Eres lo único que tengo… —suplicó angustiada. Irina no podía afrontar la idea de no estar junto a él cada día, era totalmente dependiente de ese hombre.
—Si no quieres volver a la cárcel, es mejor no tentar a la suerte. Hay que ser cautos y más inteligente que ellos.
Volver a estar separada de él le recordó a esa época donde hasta para ir al baño tenía que hacerlo custodiada por su compañera de celda. Esos años que tuvo que luchar sola y enfrentarse a todas aquellas mujeres que la tomaron con ella por no querer formar parte de sus complots para gestionar el mercado negro que, tras bastidores, se movía en prisión.
—Si no hay más que pueda hacerse… —El desconsuelo la alcanzó, pero cedió resignada.
Haría cualquier cosa que Konstantin le pidiera, lo amaba demasiado como para negarse a algo que pudiera perjudicarlo y eso era de algo de lo que él se aprovechaba cada vez que podía. Le dolía ver que a él no le afectara la separación como a ella, que sus sentimientos no eran correspondidos con la misma intensidad que los suyos porque, por él, había cargado con una culpa que no le correspondía cuando llegaron a España, viéndose de nuevo, y durante una temporada, encerrada en una cárcel con tal de que él no pasara un sinfín de años preso. Apechugó con su condena por amor, dándole prioridad a Konstantin antes que a sus propias promesas, algo que pocas personas hacen por alguien. Era verdad que no podía echarle la culpa de nada, porque nadie la obligó a que lo hiciera; además, gracias a esa decisión, era una enfermera respetable. Esa vez fue ella la que eligió su propio destino.
Por eso, pensaba que él jamás dejaría de transitar por esa otra cara de la vida donde la corrupción, la extorsión o cualquier otro trabajo que estuviese al margen de la legalidad eran el carburante que necesitaba para sentirse vivo porque, si después de lo que hizo por él no había cambiado, poco podría hacer ya.
Cuando salió de prisión en Madrid, Konstantin le prometió un futuro juntos, una recompensa que se quedó en promesas huecas y gestos amañados que intentaban burlar su inteligencia. Sin embargo, no era ninguna necia ni una estúpida, y si aceptaba sus mentiras era porque lo quería y no contemplaba una vida lejos de él.
—¿Cuándo tendré noticias tuyas? —preguntó con un mohín en los labios mientras aprovechaba los últimos minutos de tiempo que les quedaban.
—Yo me pondré en contacto contigo. —La estrechó entre sus brazos para intentar compensarla de algún modo—. Sé que el sacrificio que tienes que hacer es duro, pero no será por mucho tiempo.
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