»Uno de los camareros se acercó a ellos y les pidió que se comportasen, en caso contrario, se verían obligados a invitarlos a que abandonaran el establecimiento. El hombre se disculpó con el camarero mientras recolocaba la camiseta del muchacho. Sin embargo, su sonrisa me hizo saber que no había acabado con él. Y así ocurrió porque, en cuanto volvieron a estar solos, el hombre se pegó a su cara y, hablándole en un susurro, le dijo que era un puto drogadicto que no valía para nada, un despojo de la sociedad y una carga para él. Que estaba deseando ver su nombre escrito en una lápida.
El señor Corrales acabó su relato pidiendo una botella de agua a su abogado.
—Espero que su historia no termine ahí, porque esa información que nos está facilitando ya la conoce el inspector. Esas dos personas son sospechosas. Y, en cuanto a la tercera persona que usted nombra con el seudónimo del Drogas, creo que el inspector no podrá hacer mucho si no dispone de más datos —explicó el magistrado con la intención de que le diera más información.
—Eso es lo que escuché, su señoría —declaró tan tranquilo como cuando había traspasado las puertas del despacho en el que estaban—. Pero, sí, hay más —murmuró suspicaz—. Yo mismo me encargué de averiguar quién era ese Drogas.
—Pues, entonces, hable —ordenó el magistrado.
—Sabía que no me sería difícil dar con él, ya que su mismo nombre me daba toda la información que necesitaba saber sobre los círculos donde se movía, así que hice unas cuantas llamadas y enseguida supe dónde podía encontrarlo. Mandé a uno de mis hombres a que le hiciera una visita. Le pedí que consiguiera, como fuera necesario, averiguar qué trabajo hizo con Dimitri ese día.
»La información que me trajo fue la que les acabo de dar sobre la mujer. También nos recomendó que dejáramos de hacer preguntas por ahí sobre los rusos. Que nos mantuviéramos al margen de todo eso, que aquellas personas movían negocios muy turbios de los que era mejor no saber nada. Porque, si el mayor de los hermanos se enteraba de que estábamos metiendo las narices en sus asuntos, íbamos a conocer cómo se las gastaba y, si eso sucedía, no lo contaríamos.
—¿Tiene algún dato más de ese hombre? —quiso saber el inspector.
—Ja, ja, ja… Llamarlo hombre es mucho decir —añadió entre risas—. El Drogas es una buena imitación de Dimitri. Es un camello de poca monta, un pequeño distribuidor, como los identificamos nosotros, pero tiene pinta de avispado.
—Señor Corrales, sobre el padre…, ¿puede decirnos algo? —preguntó el inspector.
—No, eso deberá averiguarlo usted. No querrá que también haga yo su trabajo, ¿verdad, inspector? —preguntó malintencionadamente.
—Quiero que nos facilite dónde podemos localizar a ese tal Drogas —concluyó el juez Alcázar.
—Está bien —dijo el señor Corrales—. Ahora, hablaremos sobre las condiciones.
Irina salió de la sala de espera estremecida. La conversación que había mantenido con los agentes le martilleaba la cabeza. Necesitaba llegar a los vestuarios para estar sola, sentarse y procesar toda la información.
Sabía que debía llamar a Konstantin para contarle lo que estaba pasando. Que iban tras él y lo vigilaban, aunque esa manera de proceder se contradijera con el cambio de vida que se había propuesto llevar. Él era su gran amor y, gracias a los contactos que Konstantin tenía, ella estaba donde estaba, trabajando en el hospital como una ciudadana modelo. Le debía mucho.
Cuando partió de Rusia, se juró que no pisaría una cárcel más, que vivir en otro país, con nuevas amistades y nuevos aires, la ayudaría a empezar de nuevo. Pero no fue así. Desesperada por no tener para sobrevivir, volvió a ejercer el oficio más antiguo del mundo. Se vio obligada otra vez a vender su cuerpo por cuatro duros mal pagados a viejos repugnantes que ansiaban disfrutar de carne joven.
Las drogas y la corrupción que envuelven esa profesión y el no saber parar a tiempo la llevaron a estar de nuevo encerrada entre cuatro paredes.
El tiempo que pasó en prisión le hizo bien, se planteó su vida con perspectiva. No quería volver a perder el tiempo ansiando la libertad, así que creó un plan de acción para sacarle partido a su encierro. Lo primero que tenía que hacer era estudiar, forjarse un futuro para que no volviera a suceder lo mismo. Decidió estudiar enfermería. Tantas vidas se le escaparon de entre las manos en su juventud que la decisión de salvarlas fue lo que la impulsó a mirar con esperanza el futuro. No estaba dispuesta a caer de nuevo en ese mundo de decadencia y perversión que la había acompañado en su adolescencia.
Konstantin era el único que la unía a su pasado, a ese pasado en el que tanto había sufrido y en el que tantas lágrimas arrojó. Pero lo amaba tanto que no tiraría la toalla hasta verlo salir de toda la mierda en que estaba metido.
Irina deseaba que, al igual que ella, eligiera el camino correcto. Sin embargo, él era diferente, un alma libre que no conocía de límites ni de normas. Y su corazón, como si estuviese enfermo, necesitaba de esa rebeldía que le brindaba para poder seguir latiendo.
Marcó el número de teléfono de Konstantin y esperó ansiosa escuchar su voz. Tenía que contarle lo que había sucedido.
—Dime, Irina —contestó al otro lado.
—Amor, no sé cómo contarte lo que ha pasado hoy en el hospital. Es horrible, cariño —titubeó angustiada.
—Cuéntame —añadió tan seguro como siempre.
—Han venido a verme dos agentes de policía para preguntarme por qué alquilé el furgón —sollozó.
—¿Qué les has contado?
—Lo que me dijiste que dijera si venían preguntando, que lo alquilé para hacer la mudanza y que contraté a unos hombres para que la hicieran por mí.
—Entonces, tienes que estar tranquila. No te pasará nada.
—Pero es que… ahí no termina todo, Konstantin. —Se estremeció al recordar cómo los agentes le seguían la pista—. Me enseñaron una fotografía tuya. Me preguntaron si te conocía —susurró—. No quiero que vuelvas a la cárcel.
Escuchaba atentamente lo que Irina decía, aunque estaba empezando a crisparlo ese lloriqueo incesante. Odiaba a las personas que perdían los nervios cuando se complicaban las cosas. La astucia se escondía tras la histeria y los errores se cometían al dejarse llevar por ella. Y eso no podía dejar que le ocurriera a él, así hubiera cometido un descuido, tras el cual se vería envuelto en ese problema.
Guardaba la esperanza de que las cámaras que custodiaban la entrada en la empresa de transporte estuvieran desconectadas, que solo se usaran para persuadir a los ladrones e intentar que no robasen en sus instalaciones. Pero, según parecía, las hijas de puta estaban encendidas y grabaron el secuestro desde primera fila. Y, como consecuencia, los agentes lo tenían en el punto de mira. Sin embargo, todavía no estaba todo perdido porque, si pudiesen demostrar que era él quien secuestró a esa mujer, ya estaría entre rejas y, por el momento, seguía en libertad.
Si no hubiera sido por ese maldito detalle, el rapto habría salido redondo. La calle estaba despejada y la mujer cayó plácidamente dormida en cuanto le cubrió la boca y la nariz con el pañuelo. Todo fue limpio y rápido. Como a él le gustaban los trabajos.
«Aún no está todo perdido», se dijo. Solo debía andar con cuidado y no hacer ningún movimiento que lo pusiera en peligro.
—No va a pasarme nada, Irina —la tranquilizó—. No tienen pruebas contra mí, si no, ya habrían venido a buscarme.
—¿Qué has hecho, Konstantin? ¿Qué hiciste con el furgón? —preguntó envuelta en un mar de lágrimas.
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