Davinia Váfer - La niña del barrio rojo

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Chandani Villamayor, natural de la
India y adoptada por su psiquiatra con seis años, ha logrado forjar un temperamento fuerte, terco e independiente, aunque no ha conseguido espantar a los fantasmas del pasado ni superar los traumas que le tocó vivir en el barrio de Kalighat, cuando solo era una niña. Rodrigo Torres, el inspector-jefe del departamento de la UDEV, se encuentra en un callejón sin salida en la investigación de unas desapariciones en la capital. Sin embargo, una llamada inesperada del juez Alcázar aportando nuevas pesquisas vuelve a reactivar su obsesión por el caso y, lo que menos espera, es que la mujer con la que ha chocado su automóvil se convierta en la víctima a la que tendrá que proteger. Pero ¿por qué es tan importante esa mujer? ¿Qué tiene que ver con los casos que está investigando? Y, sobre todo, ¿qué oculta de su infancia que la lleva a tener un temperamento explosivo cuando los acontecimientos la superan? Secretos, celos, misterio, amor, intriga, traición… acompañarán cada una de las páginas de esta novela. ¿Quieres descubrirlas? Te reto a que lo hagas en la primera parte de la
bilogía Kalighat.

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Iñigo miró a los ojos del juez con la confianza que da el tener el poder en las manos y le ofreció el documento que su abogado le había entregado al comienzo de la reunión y que él, muy inamoviblemente, rechazó.

—Ya he demostrado que no miento y que tengo importante información que puede servirles de ayuda, así que no seguiré hablando hasta que no vea estampada su firma en este documento.

El juez Alcázar no apartó la mirada del acusado, era como un reto de titanes que se desafiaban antes de entrar en combate.

—Está bien, señor Corrales, acepto sus condiciones. Su condena será de tres años y estará aislado para salvaguardar su seguridad. No tendrá contacto con los demás presos y los funcionarios de la prisión donde cumpla condena serán de plena confianza, teniendo que responder ante mí si le ocurriera algo. Ahora quiero que nos diga qué más sabe. —Se incorporó con violencia de su butaca, dejándole ver que no permitiría por más tiempo que fuera él quien pusiera las reglas en esa negociación.

—Se olvida de que hay más condiciones, su señoría —lo desafío Iñigo sin consultar con su letrado.

—No juegue con fuego, que al final se quema, señor Corrales. Aunque, si se queda más tranquilo, le aseguro que hablaremos del resto de las condiciones cuando nos cuente qué más sabe.

—¿Y tengo, simplemente, que fiarme de su palabra? —preguntó sin el respeto que merece la persona que tenía en sus manos su destino.

—Mi cliente quiere decir… —añadió el abogado.

El juez Alcázar pisó sus palabras, sin dejarlo continuar.

—¡Mi palabra es la ley, señor Corrales! Por lo que acatará lo que yo le diga. ¡¿Me ha entendido?! —gruñó enfurecido por tal desfachatez.

—Disculpe, su señoría, son los nervios del momento. —Intentó quitarle peso a la insolencia que había cometido su cliente.

—No se disculpe por su cliente, letrado. Todos los presentes sabemos las cartas que quiere jugar el señor Corrales. Así que, si le digo que seguiremos hablando de sus condiciones cuando nos cuente todo lo que sabe, puede quedarse tranquilo, que hablaremos. Se lo aseguro. —Iñigo Corrales asintió sin inmutarse por el enfado que sufría el magistrado, desvió su arrogante mirada hacia su abogado y este asintió, dándole permiso para que procediera—. Díganos dónde está el cuerpo de la señorita Requena —espetó el juez volviendo a tomar asiento en la cabecera de la gran mesa rectangular.

—Como comprenderá, señor Alcázar, con la información que voy a facilitarle, mi vida quedará en sus manos; por eso, confío en que entenderá el porqué de mi insistencia en que acepte las demás de las condiciones. —Miró al resto de los presentes por primera vez.

—Comencemos, no tenemos todo el día —ordenó el juez.

—Hace seis meses, aproximadamente, quedé con uno de mis clientes en el pub Veinti7 en la calle San Mateo. ¿Lo conocen? —preguntó sin obtener respuesta de ninguno de los presentes—. Está bien, entiendo… Como iba diciendo, había quedado con uno de mis clientes para hablar sobre un negocio que nos traería suculentas ganancias si nos asociábamos, aunque eso no viene al caso. —Carraspeó, aclarando su voz—. Durante la espera, mientras disfrutaba de un gin-tonic en uno de los sillones de los que dispone el local, un chico con no más de treinta años llamó mi atención. No era la típica persona que frecuentaba este tipo de establecimientos, iba vestido de manera informal, una camiseta básica, con unos vaqueros desgastados y unas zapatillas deportivas. Creo que ni los camareros llevan una indumentaria tan descuidada cuando salen de trabajar.

—¿Es este el muchacho al que vio? —lo interrumpió Rodrigo enseñándole una fotografía del menor de los rusos.

El acusado miró al juez Alcázar solicitándole permiso para coger la fotografía.

—Adelante, mírela y conteste al inspector.

—Sí, este es —espetó sin dudar.

—Continúe.

—Como iba diciendo, ese muchacho desentonaba en ese establecimiento y no fui el único que se dio cuenta, se lo aseguro —se dirigió al inspector Torres—. Aunque no sé qué llamaba más la atención, que un chico como él estuviera en un pub de ejecutivos o el colocón que llevaba encima. Tenía los ojos tan cristalinos y con las pupilas tan dilatadas que parecía que estuviera perdido en una ciudad sin ley. Estaba nervioso, intranquilo. No dejaba de mirar la puerta de salida como si esperara al mismísimo diablo —relató absorto en su recuerdo—. Empecé a sentir curiosidad por ese muchacho. No parecía mala persona, pero algo muy grave le tenía que haber sucedido para que su rostro luciera tan desencajado.

»Mi futuro socio me llamó para informarme de que llegaría tarde a la cita. Yo casi lo agradecí, quería conocer a la persona que traspasaría esa puerta y, con mi socio delante, me sería muy complicado no perderme algo de lo que allí sucediera. En menos de cinco minutos, descubrí quién era la misteriosa persona que tenía a ese muchacho en tal estado. Fue verlo y su semblante cambió, se puso tan blanco como la cal y tan exaltado que me dieron ganas de preguntarle si podía ayudarlo. Sin embargo, en cuanto vi a ese otro sujeto supe que no era buena idea.

»Un hombre corpulento, vestido con unos pantalones vaqueros negros y un chaquetón de cuero se aproximó al muchacho y tomó asiento a su lado. Su expresión era amenazante. Cuello ancho, cabeza afeitada y mandíbula cuadrada. Se le veía enojado, como si intuyera que ese muchacho traía malas noticias y, por consiguiente, su vida se pondría patas arriba.

—¿Este es el hombre? —volvió a preguntar Rodrigo, pero esta vez con la fotografía de Konstantin.

—Sí —confirmó con la misma seguridad que con la fotografía anterior. Aunque un resquicio de sorpresa matizó el oscuro de sus ojos—. Ese chico le tenía más que respeto y ese fue uno de los motivos por los que quise averiguar qué estaba pasando entre esos dos hombres. Con disimulo, y cierto temor porque el que acaba de entrar se diera cuenta de que estaba prestando atención a todo lo que allí hablaban, lo escuché preguntar al muchacho cómo había ido el trabajo. El chico, con voz temblorosa y tan nervioso que tuvo que sujetarse las manos, le contestó que lo había hecho, pero que hubo algún que otro inconveniente.

»El gesto del hombre corpulento cambió de inmediato. Si antes era amenazador, ahora, con lo que le había dicho el chico, se había vuelto peligroso. La manera en que lo miró casi le hace cagarse encima, ¿saben? —murmuró—. El muchacho le explicó que el padre no le había cogido el teléfono. Que incluso lo había llamado a él, pero que tampoco le contestó. Hablaba tan rápido que casi no lo entendí cuando le dijo que no había podido hacer otra cosa. Pensaba que iba a echarse a llorar, jamás he visto a nadie tener tanto pavor a alguien —puntualizó—. Le mencionó a quién había tenido que pedir ayuda y ahí fue cuando la cosa empeoró. Tanto sacó de quicio a aquel hombre que fue en ese momento cuando averigüé cómo se llamaba el muchacho.

El señor Corrales hizo una pausa manteniendo la expectativa entre los allí presentes, menos el comisario y el inspector. Ellos se sabían de memoria el historial delictivo de los sospechosos. Lo único que le confirmaba a Rodrigo la historia que le estaba contando el señor Corrales era que Dimitri estaba tan involucrado como su hermano Konstantin. Las dudas de si conocía o no los tejemanejes de su hermano se evaporaron.

—Continúe, por favor —le pidió su señoría.

—Dimitri. Así se llamaba. —Miró al inspector y él, a su vez, dirigió su atención al comisario.

—¿Qué más pasó, señor Corrales? —quiso saber Rodrigo.

—Dimitri se justificaba diciendo que no podía cargar él solo con la mercancía, que necesitaba a alguien y que por eso tuvo que llamar al Drogas. Ese otro tipo no le tenía que caer muy bien al hombre corpulento porque, sin importarle que estuvieran en un sitio público, se abalanzó sobre Dimitri y, sin percatarse de que más de uno de los allí presentes se había girado para ver qué es lo que estaba sucediendo, le cogió por la pechera y le gritó que esta vez no le salvaría el culo, que cargaría con las consecuencias por haber sido un inepto.

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