Davinia Váfer - La niña del barrio rojo

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Chandani Villamayor, natural de la
India y adoptada por su psiquiatra con seis años, ha logrado forjar un temperamento fuerte, terco e independiente, aunque no ha conseguido espantar a los fantasmas del pasado ni superar los traumas que le tocó vivir en el barrio de Kalighat, cuando solo era una niña. Rodrigo Torres, el inspector-jefe del departamento de la UDEV, se encuentra en un callejón sin salida en la investigación de unas desapariciones en la capital. Sin embargo, una llamada inesperada del juez Alcázar aportando nuevas pesquisas vuelve a reactivar su obsesión por el caso y, lo que menos espera, es que la mujer con la que ha chocado su automóvil se convierta en la víctima a la que tendrá que proteger. Pero ¿por qué es tan importante esa mujer? ¿Qué tiene que ver con los casos que está investigando? Y, sobre todo, ¿qué oculta de su infancia que la lleva a tener un temperamento explosivo cuando los acontecimientos la superan? Secretos, celos, misterio, amor, intriga, traición… acompañarán cada una de las páginas de esta novela. ¿Quieres descubrirlas? Te reto a que lo hagas en la primera parte de la
bilogía Kalighat.

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Se arrodilló a su altura y, movido y sometido por el hechizo de su belleza, besó su frente, dejando una pregunta al aire que se le escapó al entrar en contacto con su piel.

—¿Qué tienes que me gustas tanto?

El corazón de Chandani, como si quisiera responder a esas palabras que no tendría que haber escuchado, comenzó a palpitar tan rápido como los pistones de un coche de carreras. Para no ser descubierta, se giró, camuflando la desazón que había despertado Rodrigo con aquella simple pregunta.

A las cinco de la mañana, Chandani se despertó desorientada, aunque, al ojear el cuarto donde se encontraba, entendió que tuvo que quedarse dormida cuando el calor de la manta con que la cubrió Rodrigo llegó a sus músculos.

Clavó pensativa los ojos en el techo y comenzó a rememorar todo lo que le había ocurrido desde que salió del comedor social. Su cuerpo se estremeció de miedo, pero cuando siguió recordando cada detalle, vibró de emoción. Volvió a la realidad de un batacazo al venirle a la mente el nombre de esa mujer. No debía estar ahí. Su lugar no era aquel salón ni aquella casa, ni siquiera esos brazos en los que buscó refugio. Rodrigo merecía a alguien mejor que ella. Ella no tenía futuro…

Una lágrima se escapó de sus ojos al escuchar su verdad, el motor que dirigía su vida desde que se marchó de Calcuta. Secó sus lágrimas de un manotazo y, sin hacer ruido, se calzó sus botas y abandonó la casa de Rodrigo sigilosamente.

CAPÍTULO 5

Cuando Chandani llegó a su casa, eran alrededor de las seis de la mañana, y dio gracias porque, en el barrio en el cual vivía Rodrigo, los servicios de transporte público eran penosos, a pesar de ser una nueva zona residencial plagada de vecinos e inmejorables instalaciones. Aunque esa mañana parecía que la suerte la acompañaba porque, nada más poner un pie en la calle, un taxi pasó por la puerta.

Se metió en el baño sin pasar siquiera por su cuarto. Abrió el grifo del agua caliente al máximo, hasta que el espejo de encima del lavabo se empañó por completo.

Necesitaba quitarse esa extraña sensación del cuerpo y nada mejor que una ducha para despejarse. Como imaginó, al entrar en contacto con su rostro el agua caliente, relajó su cuerpo y atenuó los nervios. El agua caliente siempre conseguía serenarla, aunque en otros tiempos la usó de manera muy distinta. Cuando era adolescente, se autoinfligía maltrato físico a base de castigos abrasadores, nunca mejor dicho. Otro mal hábito que había superado hacía tiempo, pero que, en alguna que otra ocasión, cuando sentía que la vida la superaba, se aplicaba en secreto. Hacía meses que no retomaba esas insanas prácticas. Esa era otra de las muchas consecuencias de lo que le ocurrió en el país que la vio nacer.

Cogió la esponja vegetal que colgaba de la barra anclada en la pared donde se colgaba el grifo y echó una abundante cantidad de gel de coco, que la transportó con su aroma a los días de sol y playa que tanto le gustaba pasar con su madre en verano.

«¿Qué voy a hacer a partir de ahora? —se preguntó—. ¿Tengo que ir al despacho de Rodrigo para denunciar lo ocurrido? ¿O será mejor ir directamente a comisaría?», se planteó. Elevó el rostro para buscar el agua y dejó que, al chocar con su cara, se fuera la respuesta por el sumidero. No tenía nada claro cómo debía proceder.

Solo con recordar esa carita bonita y esos intensos ojos, los nervios se apoderaron de su estómago. No quería verlo, pero, a su vez, moría por encontrarse con él. Era todo tan difícil de entender que se sentía navegar en un mar de dudas. Recordó sus besos, sus caricias, su aroma, su protección…, esa última pregunta que lanzó pensando que estaba dormida y ese «te quiero» dirigido a otra mujer. Todo se le hacía demasiado grande, eran demasiadas sensaciones en muy poco tiempo. Un sollozo acompañó a su recuerdo.

Cómo le había gustado besarlo, sentir cómo se excitaban mientras descubrían a qué sabían sus labios. Cómo sus cuerpos se expresaban sin acariciarse… Para ella, todo era nuevo y le resultó tan increíble que el desconsuelo le oprimió el corazón. Así que lloró como un bebé cuando se cae, cuando siente que necesita ser mecido y consolado porque le duele haber recibido ese golpe. Sí, ese golpe era conocer lo que durante años buscó en brazos de esos hombres, el tiempo perdido y el maltrato que se autoimponía sin poder evitarlo. Su cuerpo se lo exigía y su conciencia, también. Eran dos en contra de ella y cuando el corazón, la mente y los actos no van en sincronizada sintonía, se desencadena la tormenta perfecta. Y ella, de tormentas, sabía un rato.

Dejó caer la cabeza hacia abajo y vio cómo el sumidero hizo un remolino perfecto al engullir el agua jabonosa. Ella no quería, pero su cuerpo lo necesitaba tanto… Abrió el grifo al máximo y aguantó como un animal a ser marcada con un hierro incandescente. El agua abrasaba su espalda, el dolor le hizo apretar los dientes y cerrar los ojos con fuerza para soportar ese escozor que se volvía menos intenso al acariciar sus glúteos y sus muslos. No supo el tiempo que se implantó su penitencia, pero, al percibir el placer en su cuerpo por el dolor, cerró el grifo y rompió en llanto, esta vez de culpa.

—¿Te queda mucho, Dani? —escuchó preguntar a su amigo Toni.

—No…, ya salgo.

Más calmada y aceptando con pesar lo que se había visto obligada a hacer, salió del baño envuelta en una toalla XXL. Fue a la cocina a buscar a Toni, necesitaba verlo, contarle lo que ocurrió a la salida del comedor social y, por qué no, lo que había experimentado en los brazos de Rodrigo. Su amigo iba a gritar como esa loca que fingía ser cuando salían de fiesta.

Entró en la cocina y el aroma a café recién hecho hizo gruñir a sus tripas. Estaba hambrienta, llevaba sin probar bocado desde el día anterior. El tostador se accionó y, de su interior, salieron disparadas hacia arriba un par de tostadas humeantes. Chandani estaba famélica. Que Toni la perdonara, pero se había quedado sin desayuno. —Sí, inspector, ha llegado bien a casa. —Escuchó decir a Toni—. Yo llegué media hora antes que ella y todo estaba tranquilo por aquí. —Entró en la cocina y se sirvió un café.

Chandani no daba crédito a lo que estaba viendo. Su amigo estaba hablado con Rodrigo como si se conociesen de toda la vida.

Cargó el tostador con dos rebanadas de pan de molde y se sentó frente a ella con su café caliente entre las manos. Toni le guiñó un ojo y rasgó su boca con una ladina sonrisa.

—Ahora se está duchando y, de aquí a una hora, nos iremos a trabajar —explicó—. Ajá…, claro…, claro, entiendo… No se preocupe.

Estaba ansiosa por saber qué le estaba contando Rodrigo.

—Por cierto, inspector, ¿cómo ha localizado mi número de teléfono? Ajá…, ajá. —asintió Toni sin borrar la sonrisa de su boca—. Tome nota del teléfono de Dani.

Chandani, apoyada en la isla de la cocina que usaban de mesa para desayunar cuando iban con prisa, no podía creerse lo que estaba haciendo su amigo. «Maldita celestina gay», espetó entre dientes.

Si no lo conociera como lo conocía, diría que su amigo estaba preocupadísimo por su amiga del alma, de ahí que le diera su número de teléfono al inspector por si sucedía algo. Sin embargo, sabiendo cómo era, lo primero era el ligoteo y, el resto, ya se arreglaría.

—Sí, ese es, inspector. Imagino que tendrá el teléfono apagado… Ya sabe cómo son estas tecnologías, no aguantan encendidas ni veinticuatro horas seguidas. —Miró a su amiga y, con un gesto travieso, le mostró su perfecta dentadura—. Sí…, también tome nota de la dirección.

Chandani abrió los ojos como platos.

«Primero, le da mi número de teléfono sin mi consentimiento y, ahora, le dice dónde vivimos. ¿Qué será lo siguiente…? ¡¿La talla de mi ropa interior?! Esto es increíble», se dijo sarcástica.

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