Montado en el coche de sustitución que le había facilitado la compañía de seguros, Rodrigo se dirigió a casa de su padre para cumplir con la promesa que le hizo a su hermana de ir a cenar con ellos, aunque, antes, se había aliviado con Arantxa en los aseos del garaje. Era una misión imprescindible si no quería que le estallasen las joyas de la corona.
Salió del aparcamiento del edificio de la UDEV y se incorporó al tráfico con prudencia. No estaba dispuesto a que le ocurriera lo mismo dos veces.
Se detuvo en un semáforo en rojo, bajó el parasol y, con destreza, se anudó el pelo en un moño desordenado. A su padre no le gustaba que llevase el cabello largo, decía que el pelo así estaba hecho para las mujeres, que los hombres parecían maricas; apelativo que odiaba escuchar, por lo que, siempre que iba a verlo, se lo recogía para evitar rifirrafes incómodos entre ellos. Aunque en ese momento en que la tristeza ocupaba por completo su vida, dudaba que prestara atención a aquel detalle.
Le vino a la mente su madre; era diferente. Dudaba que alguna vez volviera a existir alguien como ella. Adoraba su pelo largo y no podía resistirse a acariciarlo cuando estaban juntos o intuía que algo le preocupaba. Era la manera que tenía de calmar a sus hijos, como traspasándoles su energía tranquilizadora. Y, aunque Rodrigo no era de esas personas que creían en la curación con la energía, en manos de su madre, parecía que sí funcionaba.
Otra de las cosas que echaba en falta de ella eran sus sabios consejos o, como decía él, su manera de ver la vida y vivirla. Para ella, la vida era como era, no había que cuestionarla, solo había que abrazarla y amarla como se ama a un hijo. Decía que esas situaciones que conseguían irritarnos siempre tenían un inicio y un fin y, por lo tanto, lo único que podíamos hacer era aprender de esas etapas para ir creciendo como personas. Que los problemas, al igual que las alegrías, de la noche a la mañana se van. Lo que se apodera de tu sueño y no te deja pegar ojo, al día siguiente, puede lograr que duermas como un recién nacido. Ese es el regalo de la vida, la improvisación, la sorpresa, la capacidad de cambio.
Así era su madre, una mujer sencilla, sabia y tan bondadosa que prestaba su ayuda a cualquier persona a cambio de nada.
Con ojos vidriosos, miró al semáforo y vio que estaba en ámbar. Sin darse cuenta, había vuelto a ponerse en rojo. Enjugó con sus manos la melancolía que rebosaba de sus ojos y sorbió por la nariz la tristeza.
Esperando a que volviera a abrirse el semáforo de nuevo, una mujer menuda atravesó la carretera a la carrera como si fuera un espectro de otra dimensión. Intentaba ocultarse bajo una bufanda del color del cielo, y miraba hacia atrás como si alguien la persiguiera. En sus movimientos, se leía el pánico, era evidente que algo malo le ocurría.
Aceleró despacio y la rebasó, intuyendo que necesitaría ayuda. Sin embargo, su corazón se aceleró cuando reconoció ese perfil que lo cautivó días atrás.
—Chandani —la nombró en la soledad de su coche.
Rodrigo, consciente de que podría complicar más las cosas si la abordaba como un vulgar ladrón, decidió detener el vehículo uno metros antes que ella, así podría frenar esa desasosegada carrera.
—Chandani, soy Rodrigo, ¿te encuentras bien? —le preguntó antes de que llegara a su altura.
La joven estaba confundida, solo sabía que debía correr, llegar a casa y estar a salvo junto a su amigo Toni. La noche se advertía peligrosa y el que no hubiera nadie en las calles la convertía en un lugar escalofriante donde estar. Sin embargo, ese nombre que acaba de escuchar no sabía si se lo estaba gritando su descontrolada conciencia, que deseaba burlarse de ella, o era la necesidad de encontrar refugio en unos brazos que seguro la protegerían.
Chandani aminoró la carrera, necesitaba dar un respiro a sus sofocados pulmones y un momento a su desordenado cerebro. No podía ser, Rodrigo no podía estar allí.
—Chandani, soy Rodrigo…, el inspector Torres —detalló.
Temblorosa, se aferró a la mullida bufanda, cerró los ojos y comenzó a llorar como no recordaba haberlo hecho nunca. Era Rodrigo. Quien tenía enfrente era un policía. Por fin, todo había acabado.
—¡Rodrigo! —lo llamó acongojada, sintiéndose rescatada del infierno. Desesperada, se arrojó a sus brazos.
—¿Qué ha pasado? ¡Cuéntame qué ha ocurrido! —No fue capaz de contestarle. Un llanto desgarrador fue lo único que consiguió expresar—. ¡Tranquila! —susurró abrazándola con fuerza. Era lo único que podía hacer para detener los temblores que ese menudo cuerpo sufría.
Rodrigo estaba cómodo. Le agradaba tenerla rodeada entre sus brazos. Esa protección le hacía sentir poderoso, único para ella. Absorbió el aroma de su cabello, que tenía un olor dulzón con una intensidad floral que hizo vibrar sus fosas nasales, un perfume enloquecedor que lo empujó a acariciar sus sedosos mechones de tacto suave y resbaladizo.
Notaba en su pecho el calor que desprendía. El llanto calaba su camisa, pero lo que más le preocupaba era no poder detener ese temblor en su cuerpo. Tenerla entre sus brazos en ese estado le dejó un sabor agridulce, la satisfacción no sería plena hasta que no supiera qué le había sucedido.
—Chandani, mírame, por favor —le insistió separándola de él.
Poco a poco, contuvo el llanto, posó la mano sobre su pecho e intentó serenarse. Respiró conscientemente mientras las yemas de sus dedos hormigueaban al sentir el calor de aquel fibroso pecho. Casi podía percibir su vello tras la escurridiza camisa negra.
Buscó sus ojos para confirmar que a quien estaba abrazada era a Rodrigo y su mundo volvió a zarandearse al encontrarse con esos ojos azules que la miraban discrepantes. Sintió la intensidad y la fuerza de ese hombre en la mirada. Hablaba de turbación, de vehemencia y sensualidad, de un deseo reprimido que hizo palpitar su corazón.
Su cuerpo volvió a temblar, pero, esta vez, por el efecto que estaba causando Rodrigo en ella. «¿Qué me pasa?», se preguntó. Él volvió a protegerla entre sus brazos.
Chandani comenzó a llorar de nuevo, sin explicarse el motivo. Ya no estaba asustada ni temía que ese hombre volviera, pero, aun así, no podía controlar el llanto.
Respiró con fuerza para intentar serenarse y el olor que degustó en el inspector le hizo cerrar los ojos de nuevo. La mezcla de esa colonia con la emanación natural de su cuerpo le resultó exquisita, por lo que lo abrazó con fuerza, haciéndole saber que no se separaría de él.
Rodrigo perfiló una sonrisa en su boca. Después de todo, era ella la que lo estaba abrazando como si quisiera evitar que alguien pudiera robarle algo que consideraba suyo.
—Ven, vamos al coche.
Ella asintió, aunque se resistió a separarse de él por completo. Ese gesto lo cautivó, por lo que le echó el brazo por el hombro y la guio hasta la puerta del copiloto de su coche.
Rodrigo la abrió, buscó sus ojos y la invitó a que se montara. Le puso el cinturón de seguridad y rodeó el coche para ocupar su lugar.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber.
Chandani no contestó ni tampoco lo miró, estaba absorta en sus pensamientos y con la mirada fija en sus manos, que descansaban en el regazo. Su mente se encontraba a años luz de allí. No entendía qué había sucedido allí fuera, por qué su cuerpo había reaccionado de ese modo al entrar en contacto con él. Su mirada, su presencia, su olor…, todo le pareció apetecible. Jamás había sentido nada parecido por un hombre. De ninguno fue capaz de disfrutar. Sin embargo, con él, parecía que las puertas del deseo se habían abierto un diminuto instante.
Era la primera vez que se fijaba en él. Su amigo se había encargado de repetirle una y mil veces lo buenorro que estaba ese hombre, pero ella no quiso mirarlo de esa forma. Sin embargo, estando a escasos centímetros de su boca, tenía que reconocer que Toni estaba en lo cierto.
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