—Chao, Toni. Luego te llamo.
—¡Sí, llámame! —gritó desde dentro del coche.
La nave que les había facilitado el Ayuntamiento de Madrid se encontraba situada en un polígono industrial, aunque la zona estaba muy bien comunicada por el transporte público. El interior era enorme, tenía un aforo de doscientos comensales, aunque la manera en que se distribuyeron las mesas estaba meticulosamente cuidada para poder dar de comer a alguna familia más. A ambos lados, una sucesión de tablones creaba grandes mesas con bancos de madera y, en el centro, un enorme pasillo dejaba paso a los voluntarios para que sirvieran gustosos a todo el que allí fuera.
—Buenas tardes, chicos. ¿Dónde hace falta que eche una mano?
—Hola, Dani —contestó Paula mientras le servía a una mujer un plato de sopa—. Por aquí, todo está en orden. Si quieres, ve al almacén. Por lo visto, acaban de traer un montón de palés y cajas con alimentos que hay que colocar en las despensas. Además, tengo entendido que querían confeccionar los menús para la próxima semana.
Chandani asintió. Donde la necesitasen, allí iba.
Cuando entró en el almacén, se encontró con la fabulosa imagen de una gran pila de cajas con alimentos perecederos y varios palés con diferentes productos enlatados. Todo un regalo caído del cielo.
—Buenas, chicos… ¡Qué ha pasado hoy! ¿Han venido los Reyes Magos? —bromeó.
—Eso parece. La pena es que no durarán mucho —añadió Ricky un tanto decaído—. Cada día son más las personas que vienen al comedor a que los alimentemos y las fábricas no pueden abastecernos con más productos. Chicos, necesitamos más colaboradores, si no, esto se irá a la mierda. —Arrojó los albaranes sobre las cajas, molesto.
Ricky estaba muy comprometido con la asociación, prácticamente, podía decírse que era él quien hacía que todo lo que ocurría allí funcionase. Si no fuera por él, el proyecto de María ya hubiera cerrado sus puertas.
Era un chico responsable y, sobre todo, un acérrimo aventurero. De esas personas que no teme a salir de su zona de confort y adentrarse en una nueva andadura, siempre y cuando le tocara un poquito su corazoncito.
Fue uno de los primeros en formar parte del comedor social cuando acababa de llegar de pasar una larga temporada en Londres como guitarrista en una banda de heavy metal. Su aspecto era peculiar: uñas pintadas de negro, brazos repletos de tatuajes y cabello largo y liso, al que acompañaban una ristra de pendientes en las orejas que podrían considerarse un muestrario de bisutería satánica. No obstante, aunque su apariencia pudiera malinterpretarse con la de un maleante, era un muchacho de lo más inteligente y cariñoso.
Gracias a sus iniciativas y a su poder de convicción, había organizado múltiples conciertos de heavy metal con su banda, la cual al principio no estaba por la labor de tocar sin ver ni un céntimo. Sin embargo, valiéndose de esas cualidades, consiguió que sus compañeros de banda se involucraran en el proyecto y, gracias a ellos, el comedor seguía subsistiendo.
—Alegrémonos de que tenemos alimentos para una semana más. La semana que viene, ya veremos qué hacer —lo animó Chandani.
—Sí, será lo mejor —dijo poco convencido.
Después de colocar todos los alimentos y debatir y confeccionar el menú que se realizaría la semana siguiente junto a las voluntarias, que cocinaban como los ángeles, Ricky, Paula y Chandani se sentaron con un café humeante entre las manos en los bancos donde servían las comidas. Ya estaba todo recogido y preparado para el día siguiente.
—¿Qué te ha pasado esta semana, Dani? No has pisado el comedor —preguntó Paula.
—He tenido unos días muy complicados, pero estaba ansiosa de volver a ver cómo andaba todo por aquí.
—Por aquí, como siempre —respondió Ricky—. Han venido quince personas nuevas a ver si podíamos alimentarlos. Una de ellas fue una mujer acompañada por dos niños pequeños. Teníais que haber visto la cara de la mujer, estaba muerta de vergüenza y no podía dejar de llorar mientras sus hijos la miraban asustados sin entender lo que ocurría. —Se llevó la taza de café a la boca mientras su rostro reflejaba el mal momento que pasó—. Le dije que aquí podía venir siempre que lo necesitase. Que otra cosa no, pero un plato de comida caliente no les faltaría.
—Pobre mujer, otra víctima del sistema —comentó Paula.
—Lo peor fue ver a esos pequeños que no entendían qué pasaba. Les dijo a sus hijos que iban a un restaurante para celebrar las buenas notas que habían sacado. Para ellos, era un día de fiesta. —Miró a sus compañeras, sobrecogido.
—Menos mal que nos tienen a nosotros —dijo Paula, al tiempo que pasaba la mano por la espalda de Ricky—, hacemos una buena labor.
—Sí, pero como Ramón no coja las riendas del comedor, será por poco tiempo —auguró Ricky.
—¿Has hablado con él? —preguntó Chandani mientras reagrupaba los vasos sucios para llevarlos a la cocina.
Ricky negó sin poder ocultar la preocupación en su rostro.
—Me habría gustado evitar tener que hacerlo. Sé que no levanta cabeza, pero no va a quedarme más remedio que contarle cómo están por aquí las cosas. Esto es lo único que le queda de su mujer…, su proyecto, sus deseos de ayudar a los demás. Espero que reaccione y vuelva a formar parte de todo esto, si no, ya podemos ir despidiéndonos del comedor social.
—Ricky, no nos adelantemos. Habla con él, cuéntaselo todo, dile que necesitamos colaboradores, asociados y propuestas para recaudar dinero. Estoy convencida de que, entre todos, encontraremos una solución —propuso Chandani, levantándose de la mesa para ir a la cocina.
—Claro. Hay que ser optimistas. Seguro que no permite que esto se cierre —lo animó Paula.
—Bueno, chicos, se me hace tarde. Mañana trabajo y todavía tengo un largo camino hasta llegar a casa —comentó Chandani, que acababa de traspasar la puerta abatible que daba a la cocina.
—¿No has venido en coche? —preguntó Paula extrañada.
—Qué va, Paula. El otro día tuve un accidente y creo que de esta no sale. Si vuelvo a conducirlo, será un milagro. —Se puso el abrigo mientras una mueca de pena fue dirigida a su amiga.
Cuando Chandani atravesó la puerta de entrada del comedor social, que podría confundirse con la puerta de un taller de mecánica de coches porque dos líneas trasversales en color blanco y rojo resaltaban sobre ese fondo azul pitufo, una brisa invernal le acarició el rostro y sacudió su cabello al compás del viento.
Ya faltaba poco para que la primavera llegase con sus tibias temperaturas y revolucionara las hormonas de todo ser viviente, aunque todavía el invierno estaba presente y, desde la media tarde, un cielo grisáceo y encapotado conseguía entristecer hasta el alma más optimista.
Se cobijó en su bufanda celeste de mullida lana, para evitar que el viento frío y desapacible cortara su piel. Resguardó las manos en los bolsillos de su abrigo de paño, mientras un fugaz recuerdo de su maltrecho coche pasó por su mente.
Tuvo el impulso de llamar a Toni para que viniera a buscarla, pero enseguida lo descartó diciéndose que no podía imponer a su amigo la obligación de estar pendiente de ella. Él tenía su vida y no podía condicionarla a sus deseos. No sería justo para él. Aunque estaba totalmente convencida de que no debía llamar a su amigo, también sabía que había una llamada que estaba demorando más de la cuenta y que antes o después debía afrontar, y no era otra que a su madre.
El seguro de su coche estaba puesto a nombre de Daniela, así que imaginaba que la aseguradora ya se habría puesto en contacto con ella para preguntar qué había sucedido. Raro era que su madre no la hubiera llamado. Conociéndola como la conocía, mucho estaba tardando.
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