—Ya estoy aquí, Tamayo. Arranca —avisó David montándose a su lado—. Te he traído un café con leche y con tres azucarillos, bien dulce, como a ti te gusta. —Le ofreció el vaso desechable tipo take away .
—Gracias, Sierra.
—Para ti, todo lo que necesites, preciosa. —Le regaló el guiño de uno de sus casi traslúcidos ojos, junto a una ladina sonrisa—. ¿Y a ti qué te pasa que estás tan seria?
—Pensaba en la rusa y en Konstantin Sokolov. Creo que no va a soltar prenda sobre los hermanos.
—Tú también crees que esos dos están liados, ¿verdad? —Arantxa asintió—. Este es el pan nuestro de cada día —parloteó resignado—. No nos anticipemos, a ver qué conseguimos de ella. —Volvió a asentir—. Pero bueno, cambiando a un tema más interesante, este sábado nos vamos de carnavales, ¿no?
—Sí, en eso quedamos.
—Y también quedamos en que iríamos disfrazados de pareja. —Sonrió, juguetón.
—¿Algún cambio de última hora, Sierra? —preguntó Arantxa, conociendo la respuesta de antemano—. Si quieres, puedo cederle el puesto a una de esas niñatas con las que te acuestas.
—¿Celosa, Tamayo? Ya sabes que tú eres mi preferida —apostilló David, sabiendo que los celos no eran algo muy común en su amiga.
Sabía que Arantxa no era de ese tipo de mujer. A su amiga le sobraba seguridad y confianza en sí misma. Era una mujer de armas tomar, de esas que a pocas cosas temía y que sabía todo lo que podía conseguir con ese cuerpo y esa carita bonita que Dios le había impuesto. Aun así, había uno al que no era capaz de embaucar con su belleza, y no era otro que a su amigo Rodrigo.
David sabía que llevaban demasiados años acostándose sin tener que rendirse cuentas y sin necesidad de mantener exclusividad. David respetaba a sus amigos, aunque no entendía el porqué de ese juego absurdo que podría llevarlos a confundir sentimientos. Algo que pensaba que le estaba sucediendo a su amiga Arantxa, aunque ese detalle ella no dejaría que lo viera.
David tenía claro que Arantxa, en ocasiones, lo utilizaba. Un abuso exquisito que lo llevaba derechito a los brazos de su amiga. Sí, ese jueguecito que mantenía con Rodrigo en ocasiones lo beneficiaba, y él no iba ser el tonto que le dijera que no quería disfrutar de aquellos apasionantes momentos porque, a su lado, todo era demasiado intenso.
Era cierto que esas aventuras le estaban causando más de un quebradero de cabeza porque, sin quererlo, se estaba volviendo un adicto a ella y él no era como Rodrigo, que podía nutrirse de sus atenciones cuando le viniera en gana. Para Arantxa, David era como el segundo plato en el que siempre quedan restos porque el primero sació tu buche, y cada día que pasaba lo llevaba peor porque, sin quererlo, estaba enamorándose de su amiga.
Para él, era frustrante no saber qué se cocía en esa cabecita que le volvía loco. Toda ella se estaba volviendo un arduo misterio que descifrar, ya que Arantxa era tan suya que no necesitaba hombro donde descargar los reveses que a todos nos da la vida. Conociéndola como la conocía, sabía que prefería ahogarse en su propio llanto a dejar que el mundo viera cómo lo hería el juego que mantenía con Rodrigo. Tanto autocontrol no podía ser bueno o, por lo menos, él no concebía una vida así.
David pensaba que ese era el contrapunto que los unía. Él era más impulsivo, más atrevido, más trasparente mostrándose al mundo; un temerario sin frenos que, en ocasiones, lo llevaba a salir escaldado. Aunque con Arantxa se reprimía, estaba usando un doble freno para que no se fuera todo al garete. No obstante, de vez en cuando, dejaba salir una de sus mordaces pullas que le hacían saber cuánto sentía por ella. ¿Por qué ocultarlo?
Aun así, David no le guardaba voto de castidad, era demasiado apasionado como para no disfrutar de la vida junto a esas mujeres que quisieran regalarle su tiempo. Era joven, soltero y lo suficientemente atractivo y divertido como para quedarse en casa lamentándose porque Arantxa no sintiera lo mismo por él. Mientras hubiera mujer en el mundo dispuesta a pasar un buen rato, ahí estaría él para acompañarla.
—Ya te gustaría a ti, campeón.
David comprimió los labios y cerró los ojos disfrutando de ese apelativo. Siempre lo usaba cuando se acostaban juntos.
—Cómo me conoces, preciosa. Solo tú sabes cómo provocarme.
Traspasaron una doble puerta eléctrica de cristal y se dirigieron al mostrador de información. Allí, un hombre de unos cincuenta y tantos años, con un cráneo tan despoblado que en pocos años parecería una bola de billar, los saludó con una efusiva sonrisa. Gesto que no hubiera sido tan expresivo si no fuera por la fémina que tenía ante él. Arantxa siempre causaba ese efecto en los hombres.
—¿En qué puedo ayudarlos?
Arantxa, con sus dotes de mujer fatal, centró la mirada en la tarjeta que, con un imperdible, colgaba de la bata blanca que llevaba puesta.
—Buenos días, don Joaquín. Nos gustaría hablar con la señorita Irina Petrov. ¿Podría decirnos en qué planta se encuentra?
—¿Y ustedes son…? —preguntó cordial.
David sacó la cartera de su bolsillo trasero del pantalón y, con un rápido movimiento, le enseñó la placa.
—Agente de la Policía Judicial Sierra, y ella es la agente Tamayo. ¿Podría decirle que tenemos que hablar con ella?
Arantxa levantó una de sus cejas y le sonrió como si fuera el tachán que suena tras una actuación del circo.
El señor Alonso, con gesto controvertido, comenzó a tener problemas con su locuacidad.
—Sí…, sí…, ahora la-la-la llamo —tartamudeó mientras todo su rostro adquiría una tonalidad púrpura y su frente comenzaba a transpirar.
Arantxa le guiñó un ojo y trazó una sonrisa traviesa en sus labios, algo que le puso aún más nervioso. Al coger el teléfono, se le escurrió de las manos como si fuera un pez recién pescado.
Azorado, y sin querer mirar a la mujer causante de tal ridículo, se dirigió a David:
—Ehhh… Pueden espe-rar en la sala de… espera —añadió mientras aguardaba a que contestasen la llamada.
—Tranquilo, Joaquín, que solo venimos para hablar con ella. Porque… usted no ha hecho nada malo, ¿verdad? —volvió a provocarlo.
Joaquín, esta vez, prefirió no añadir nada, solo negó con la cabeza y los colores en sus mejillas dijeron el resto.
David se compadeció de él. Esta amiga suya no tenía remedio, cómo le gustaba jugar.
—Está bien, esperaremos allí —confirmó Sierra.
La sala de espera era todavía más aburrida de lo que normalmente son esas estancias en los hospitales. Esta, en concreto, no disponía ni siquiera de máquinas expendedoras de alimentos ni bebidas, solo contaba con unas sillas unidas entre sí en un azul eléctrico a lo largo de todo el perímetro de la sala y, en las esquinas, unas pequeñas mesas repletas de revistas aguardaban a ser ojeadas para amenizar la espera.
—Cómo eres, Arantxa, has dejado al pobre hombre noqueado. Un día de estos, tenemos un disgusto —ironizó David.
Arantxa, simplemente, le guiñó un ojo y sonrió. Ese toque descarado en ella lo volvía loco.
Después de quince minutos de espera y con Arantxa a punto de perder la paciencia, apareció una mujer rubia con el pelo recogido en una coleta alta. Llevaba puesta una sonrisa forzada y un gesto tan ensayado que fue suficiente para que Tamayo y Sierra se mirasen.
—Hola, buenos días. Disculpen por la espera, pero no podía desatender a mis pacientes.
Su acento era claro, aunque un seseo al terminar cada frase denotaba que era extranjera, era complicado descifrar de qué parte del mundo procedía. Suerte que ellos sabían mucho más que su lugar de nacimiento.
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